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»¿Estaría preparada para discutir con él? Esa es una pregunta crucial. La discusión solamente es posible cuando hay algo en común. Cuando los oponentes están en desacuerdo, decimos: «Que razonen juntos y que al hacerlo aclaren cuáles son sus diferencias y así se acerquen un poco. Puede que no tengan nada en común, pero al menos comparten la razón».

»En la presente ocasión, sin embargo, no estoy segura de querer admitir que comparto la razón con mi oponente. No cuando la razón es lo que sustenta la larga tradición filosófica a la que pertenece, una tradición que se remonta a Descartes y a antecesores suyos como santo Tomás, san Agustín, los estoicos y Aristóteles. Si lo único que me queda en común con ellos es la razón, y si la razón es lo que me separa del ternero, entonces gracias, pero creo que me buscaré otro interlocutor.

Esa es la nota con que el decano Arendt tiene que cerrar la sesión: acritud, hostilidad y resentimiento. Él, John Bernard, está seguro de que eso no es lo que querían Arendt ni su comité. Bueno, tendrían que haberle preguntado a él antes de invitar a su madre. El se lo podría haber dicho.

Es pasada la medianoche, y él y Norma están en la cama. Él está agotado y a las seis tiene que llevar en coche a su madre al aeropuerto. Pero Norma está furiosa y no lo quiere dejar estar.

– No es más que fanatismo dietético, y el fanatismo dietético siempre es un ejercicio de poder. Me agota la paciencia que llegue aquí y empiece a intentar que la gente, sobre todo los niños, cambien de hábitos alimenticios. ¡Y ahora esas conferencias absurdas! ¡Está intentando extender su poder de inhibición a la comunidad entera!

Él quiere dormir, pero no puede traicionar por completo a su madre.

– Es totalmente sincera -murmura.

– Esto no tiene nada que ver con la sinceridad. Tu madre no sabe nada de sí misma. Si parece sincera es porque es incapaz de ver sus propios motivos. Los locos siempre son sinceros.

Él entra en la refriega con un suspiro.

– No veo ninguna diferencia -dice- entre su asco hacia la carne y mi asco hacia los caracoles o las langostas. No conozco mis motivos y me importan un cuerno. Simplemente son cosas que me dan asco.

Norma suelta un resoplido de burla.

– Tú no das conferencias donde ofreces argumentos pseudofilosóficos para no comer caracoles. No intentas convertir una manía personal en un tabú público.

– Tal vez. Pero ¿por qué no intentas verla como una predicadora y una reformadora social más que como una excéntrica que intenta endilgarle sus preferencias al resto de la gente?

– Si quieres verla como una predicadora, adelante. Pero echa un vistazo al resto de los predicadores y a sus planes locos para dividir a la humanidad en salvados y condenados. ¿Es esa la clase de compañía que quieres para tu madre? Elizabeth Costello y su segunda Arca, con sus perros, sus gatos y sus lobos, ninguno de los cuales, claro, ha sido nunca culpable del pecado de comer carne, por no hablar del virus de la malaria, el de la rabia y el sida, que tu madre querrá salvar para repoblar su Mundo Feliz.

– Norma, estás despotricando.

– No estoy despotricando. La respetaría más si no intentara desautorizarme a mis espaldas y les fuera contando cuentos a los niños sobre las pobres terneritas y lo que les hacen los hombres malos. Estoy harta de que pinchen la comida con el tenedor y me pregunten «Mamá, ¿esto es ternera?», cuando es pollo o atún. No es más que un juego de poder. Su gran héroe Franz Kafka jugaba al mismo juego con su familia. Se negaba a comer esto, se negaba a comer aquello y decía que prefería morirse de hambre. Pronto todo el mundo se sentía culpable por comer delante de él y él podía descansar y sentirse virtuoso. Es un juego enfermizo, y no voy a tolerar que los niños lo jueguen contra mí.

– Unas pocas horas más y se habrá ido. Luego podemos volver a la normalidad.

– Bien. Dile adiós de mi parte. Yo no voy a madrugar.

Son las siete en punto, el sol acaba de salir y él y su madre están de camino al aeropuerto.

– Siento lo de Norma -dice él-. Está soportando mucha presión. Creo que no está en posición de simpatizar. Tal vez se podría decir lo mismo de mí. Ha sido una visita tan corta que no he tenido tiempo de entender por qué te has tomado tan en serio esto de los animales.

Ella mira cómo los limpiaparabrisas van de un lado a otro.

– Una explicación mejor -dice ella- es que no te he dicho por qué, o no me atrevo a decírtelo. Cuando pienso en las palabras, me parecen tan atroces que es mejor decírselas a la almohada, o a un agujero en el suelo, como el rey Midas.

– No te sigo. ¿Qué es lo que no puedes decir?

– Que ya no sé dónde estoy. Parece que me mueva con perfecta naturalidad entre la gente y que tenga unas relaciones perfectamente normales con ella. ¿Es posible, me pregunto, que todo el mudo sea cómplice de un crimen de dimensiones increíbles? ¿Es todo una fantasía mía? ¡Debo de estar loca! Pero veo las pruebas todos los días. La misma gente de la que sospecho saca las pruebas, las exhibe y me las ofrece. Cadáveres. Fragmentos de cadáveres que han comprado.

»Es como si fuera a visitar a unos amigos y les hiciera algún comentario amable sobre la lámpara de su sala de estar y ellos me dijeran: "Sí, ¿verdad que es bonita? Está hecha de piel de judío polaco. Consideramos que las de piel de virgen judía polaca son las mejores". Luego me voy al baño y el envoltorio del jabón dice: "Treblinka: 100% estearato humano". Y me pregunto si estoy soñando. ¿Qué clase de casa es esa?

»Pero no estoy soñando. Te miro a ti a los ojos, miro a los ojos a Norma y a los niños y solamente veo generosidad, generosidad humana. Tranquilízate, me digo a mí misma, estás haciendo una montaña de un grano de arena. La vida es así. Todo el mundo la acepta, ¿por qué no puedes aceptarla tú? ¿Por qué no puedes aceptarla?

Ella lo mira con la cara llorosa. ¿Qué quiere?, piensa él. ¿Quiere que le dé una respuesta a esa pregunta?

Todavía no están en la autopista. Él detiene el coche en la cuneta, apaga el motor y abraza a su madre. Inhala el olor a crema limpiadora y a carne vieja.

– Tranquila-le susurra al oído-. Tranquila. Pronto se acabará.

5. LAS HUMANIDADES EN ÁFRICA

I

Hace doce años que no ve a su hermana, desde el funeral de su madre aquel día lluvioso en Melbourne. Esa hermana a quien sigue llamando interiormente Blanche -aunque hace tanto tiempo que su nombre público es hermana Bridget- que a estas alturas ya debe de pensar en sí misma como Bridget, se ha ido a vivir a África, parece que para siempre, siguiendo una vocación. Formada como profesora de clásicas y reeducada como misionera médica, ha llegado a ser administradora de un hospital de tamaño considerable en la Zululandia rural. Desde que el sida asoló la región, ha ido concentrando cada vez más los esfuerzos del Hospital de los Bienaventurados Mary on the Hill, Marianhill, en los problemas de los niños que nacen infectados. Hace dos años Blanche escribió un libro, Vivir para la esperanza, sobre su trabajo en Marianhill. El libro funcionó de forma inesperada. Dio una gira de conferencias por Canadá y Estados Unidos, haciendo publicidad del trabajo de la orden y recogiendo fondos. Salió en la revista Newsweek. Así que después de renunciar a la carrera académica por una vida de duro trabajo carente de reconocimiento, de pronto Blanche es famosa, lo bastante famosa como para que una universidad de su país de adopción le otorgue un título honorario.

Es por ese título, y por la ceremonia de su entrega, que ella, Elizabeth, la hermana menor de Blanche, ha venido a una tierra que no conoce y que nunca ha tenido el deseo especial de conocer, a esta ciudad tan fea (hace unas horas escasas que llegó en el avión y la vio desplegada desde el aire, con sus acres de tierra llena de cicatrices, sus enormes y estériles depósitos de minas). Ahora está aquí y está agotada. Horas de su vida perdidas en el trayecto sobre el océano Indico. No tiene sentido pensar que las va a recuperar. Tendría que echarse una siesta, recuperar un poco las fuerzas y recobrar los ánimos antes de encontrarse con Blanche. Pero está demasiado tensa, demasiado desorientada, y sospecha vagamente que ha enfermado. ¿Será algo que ha cogido en el avión? Enfermar entre extraños: ¡qué situación tan triste! Reza por equivocarse.