Las han instalado a las dos en el mismo hotel, a la hermana Bridget Costello y a la señora Elizabeth Costello. Cuando se organizó la visita les preguntaron si preferían habitaciones separadas o compartir una suite. Ella dijo que habitaciones separadas. Y supone que Blanche dijo lo mismo. Nunca ha tenido una relación íntima con Blanche. Y ahora que han dejado de ser mujeres de edad avanzada para convertirse en, francamente, ancianas, no tiene ganas de tener que oír cómo Blanche reza antes de irse a la cama ni de ver qué clase de ropa interior llevan las hermanas de la Orden Mariana.
Deshace el equipaje, va de aquí para allá, enciende el televisor y lo apaga. De alguna forma, en medio de todo esto, se queda dormida, boca arriba, sin quitarse los zapatos. La despierta el teléfono. Busca a tientas el aparato. «¿Dónde estoy? -piensa-. ¿Quién soy?»
– ¿Elizabeth? -dice una voz-. ¿Eres tú?
Se reúnen en el vestíbulo del hotel. Ella creía que se habían relajado las normas indumentarias de las monjas. Pero de ser así, Blanche no se ha enterado. Lleva el griñón, la blusa blanca y lisa y la falda gris hasta el tobillo que se estilaban hace décadas. Tiene la cara arrugada y motas marrones en el dorso de las manos. Por lo demás se ha conservado bien. Es la típica mujer, piensa para sí misma, que llega a los noventa. «Escuálida» es la palabra que le viene a la cabeza involuntariamente: «escuálida como una gallina». En cuanto a lo que Blanche ve en ella, en cuanto a lo que ha sido la hermana que se quedó en el mundo, prefiere no pensar en ello.
Se abrazan y piden un té. Hablan de temas triviales. Blanche es tía, aunque nunca se ha comportado como tal, de forma que tiene que oír las noticias sobre un sobrino y una sobrina a los que apenas ha visto en su vida y que bien podrían ser desconocidos. Mientras hablan, ella, Elizabeth, se está preguntando: ¿Para esto he venido? ¿Para tocar una mejilla con los labios, para esta charla desganada, para este gesto de revivir un pasado que casi se ha desvanecido?
Familiaridad. Parecido de familia. Dos ancianas en una ciudad extranjera, escondiéndose mutuamente su consternación. Hay algo ahí que se puede desarrollar, no hay duda. Alguna historia agazapada y desapercibida como un ratón en un rincón. Pero ahora mismo está demasiado cansada para localizarla e identificarla.
– A las nueve y media -está diciendo Blanche.
– ¿Qué?
– A las nueve y media. Nos vienen a recoger a las nueve y media. Nos encontraremos aquí. -Deja su taza en la mesa-. Pareces agotada, Elizabeth. Duerme un poco. Yo tengo que preparar una charla. Me han pedido que dé una charla. Que cante por un plato de sopa.
– ¿Una charla?
– Un discurso. Mañana voy a dar un discurso a los estudiantes que se licencian. Me temo que vas a tener que aguantarlo.
II
Está sentada junto con otros invitados eminentes en la primera fila. Hace años que no estaba en una ceremonia de graduación. El final de un año académico: el verano aquí en África es tan caluroso como en Australia.
A juzgar por el bloque de gente joven vestida de negro que tiene detrás, diría que hay unos doscientos títulos en humanidades que entregar. Pero primero le toca a Blanche, la única que recibe un título honorario. La presentan ante la gente congregada. Ataviada con la toga escarlata de doctora, de profesora, permanece de pie ante el público, con las manos juntas, mientras el orador de la universidad lee el historial de sus logros en la vida. Luego la llevan al asiento del rector. Dobla una rodilla y el asunto queda cerrado. La hermana Bridget Costello, novia de Cristo y doctora en Letras, que con su vida y sus obras le ha vuelto a dar lustre, temporalmente, al oficio de misionero.
Ella ocupa su lugar en el estrado. Es hora de que Bridget, o Blanche, diga lo que tiene que decir.
– Señor rector -dice- y respetados miembros de la universidad:
»Me honran ustedes esta mañana y acepto agradecida este honor, no solamente en mi nombre, sino en el de las docenas de personas que durante el último medio siglo han dedicado su trabajo y su amor a los niños de Marianhill y, a través de esos pequeños, a Nuestro Señor.
»La forma en que han elegido ustedes honrarnos es la forma con que están más familiarizados, el premio de un título académico que llaman doctorado en litterae humaniores, letras humanas, o más coloquialmente, humanidades. Pese al riesgo de contarles cosas que ustedes conocen mejor que yo, me gustaría usar esta oportunidad para decir algo sobre las humanidades, sobre su historia y su situación presente. Confío humildemente en que lo que tengo que decir pueda ser relevante para la situación en que ustedes, como sirvientes de las humanidades, se encuentran, en África pero también en el mundo en general, que es una situación acuciada por problemas.
»A veces tenemos que ser crueles para ser amables, así que déjenme empezar recordando que no fue la universidad la que engendró lo que hoy llamamos humanidades pero que, para ser más precisos históricamente, en adelante llamaré studia humanitatis o estudios humanos, estudios del hombre y de su naturaleza por oposición a los studia divinitatis, estudios relativos a lo divino. La universidad no engendró los estudios humanos, y además, cuando la universidad los aceptó por fin en su ámbito académico, no les concedió un hogar especialmente cómodo. Al contrario, la universidad solamente aceptó una forma árida y estrecha de miras de los estudios humanos. Esa forma estrecha de miras era la erudición textual. La historia de los estudios humanos en la universidad a partir del siglo quince está tan estrechamente ligada a la historia de la erudición textual que bien pueden considerarse la misma cosa.
»Como no tengo toda la mañana (el decano me ha pedido que me limite a quince minutos como máximo, ha dicho textualmente "como máximo"), diré lo que quiero decir sin los razonamientos paso a paso y las pruebas históricas a las que ustedes tienen derecho en tanto que congregación de estudiantes y académicos.
»La erudición textual, me gustaría decir si tuviera más tiempo, fue el aliento de los estudios humanos cuando los estudios humanos eran lo que podemos llamar un movimiento histórico, también conocido como movimiento humanista. Pero ese aliento de erudición textual no tardó en ser sofocado. Desde entonces la historia de la erudición textual ha sido la historia de un esfuerzo tras otro por resucitar, sin éxito, esa vida.
»El texto para el que fue inventada la erudición textual fue la Biblia. Los eruditos del texto se consideraban al servicio de la recuperación del mensaje verdadero de la Biblia, concretamente de las enseñanzas verdaderas de Jesucristo. El lector del Nuevo Testamento se iba a encontrar cara a cara por primera vez con el Cristo renacido y ascendido, el Christus renascens, ya no oculto tras un velo de lustre escolástico y comentarios. Fue con esta meta en mente que los eruditos aprendieron en primer lugar griego, luego hebreo y (más tarde) otros lenguajes de Oriente Próximo. La erudición textual comportaba en primer lugar la recuperación del texto verdadero y luego la traducción fiel de ese texto. Y la traducción fiel resultó ser inseparable de la comprensión verdadera de la matriz cultural e histórica de la que había emergido ese texto. Así es como llegaron a unirse entre sí los estudios de lingüística, los estudios literarios (entendidos como estudios de interpretación), los estudios culturales y los estudios históricos, es decir, los estudios que forman el núcleo de las llamadas humanidades.