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»¿Por qué, pueden preguntarse ustedes de forma acertada, llamar studia humanitatis a esta constelación de estudios dedicados a la recuperación de la verdadera palabra del Señor? Resulta que hacer esta pregunta viene a ser lo mismo que preguntar por qué los studia humanitatis florecieron en el decimoquinto siglo de nuestra era y no cientos de años antes.

»La respuesta está muy ligada a un accidente histórico: la decadencia y el saqueo de Constantinopla y la huida de los eruditos de Bizancio a Italia. (Por respeto a la restricción de quince minutos que ha impuesto el decano, pasaré por alto la presencia viva de Aristóteles, Galeno y otros filósofos griegos en la cristiandad occidental del medievo, así como el rol de la España árabe en la transmisión de estas enseñanzas.)

»Timeo Danaos et dona ferentes. Los dones traídos por los hombres de Oriente no fueron solo gramáticas del idioma griego, sino también textos de autores de la antigüedad griega. El dominio del idioma destinado a aplicarse al Nuevo Testamento en griego solamente podía perfeccionarse mediante la inmersión en aquellos seductores textos precristianos. Como era de esperar, en muy poco tiempo el estudio de esos textos, que después se conocerían como los clásicos, se convirtió en un fin en sí mismo.

»Y más que eso: el estudio de los textos de la Antigüedad llegó a justificarse no solamente por razones idiomáticas, sino también filosóficas. Jesucristo fue enviado para redimir a la humanidad, seguía diciendo el argumento. Para redimir a la humanidad ¿de qué? De un estado de irredención, por supuesto. Pero ¿qué sabemos de la humanidad en su estado de irredención? El único registro sustancial que abarca todos los aspectos de la vida es el registro de la Antigüedad. Así que para entender el propósito de la Encarnación, es decir, para entender el significado de la redención, hubo que embarcarse, a través de los clásicos, en los studia humanitatis.

»Así pues, en el breve y tosco resumen que les he hecho, se explica cómo la erudición bíblica y los estudios de la Antigüedad griega y romana llegaron a unirse en una relación nunca exenta de antagonismo, y por tanto cómo fue que la erudición textual y sus disciplinas afluentes llegaron a entrar bajo la rúbrica "humanidades".

»Y así es la historia. Y así es como ustedes, por muy diversos y abigarrados que puedan verse a ustedes mismos en privado, se encuentran reunidos esta mañana bajo un mismo techo en tanto que inminentes graduados en humanidades. Ahora, en los pocos minutos que me quedan, voy a contarles por qué no pertenezco al grupo de ustedes y por qué no les traigo ningún mensaje de aliento, a pesar de la generosidad del gesto que me han prodigado.

»El mensaje que les traigo es que hace tiempo que perdieron ustedes el norte, tal vez hace ya cinco siglos. El puñado de hombres entre quienes se originó el movimiento del que ustedes representan, me temo, el triste colofón… a esos hombres los animaba, al menos inicialmente, el propósito de encontrar la Palabra Verdadera, por lo cual ellos entendían, y yo sigo entendiendo, la palabra redentora.

»Esa palabra no se encuentra en los clásicos, ya entienda uno ese término como referido a Homero y Sófocles o la entienda como referida a Homero, Shakespeare y Dostoievski. En una época más feliz que la nuestra era posible que la gente se engañara a sí misma y creyera que los clásicos de la Antigüedad ofrecían una enseñanza y una forma de vida. En nuestra época nos hemos conformado, de forma más bien desesperada, con la idea de que el estudio de los clásicos en sí mismo puede ofrecer una forma de vida, o si no una forma de vida, por lo menos una forma de ganarse la vida que, si bien no se puede demostrar que haga ningún bien, por lo menos nadie dice que haga daño.

»Pero el impulso que movió a aquella primera generación de eruditos textuales no puede ser desviado tan fácilmente de su meta apropiada. Yo soy hija de la Iglesia católica y no de la Iglesia reformada, pero aplaudo a Martín Lutero cuando le da la espalda a Desiderio Erasmo y juzga que su colega, a pesar de su enorme talento, ha sido seducido por disciplinas de estudio que en última instancia carecen de relevancia. Los studia humanitatis han tardado mucho en morir, pero ahora, al final del segundo milenio de nuestra era, están realmente en su lecho de muerte. Y su muerte debería ser más amarga todavía, diría yo, porque ha tenido lugar a manos del monstruo entronado inicialmente por esos mismos estudios y el principio motor del universo: el monstruo de la razón, la razón mecánica. Pero esa es otra historia, para ser contada otro día.

III

Ese es el final, el final del discurso de Blanche, que no es recibido tanto con un aplauso como con ruidos, desde la primera fila de asientos, como un murmullo de desconcierto general. Se reanudan los asuntos del día: uno a uno, los nuevos graduados son llamados para recibir sus pergaminos. Y la ceremonia se cierra con un desfile formal del que Blanche, con su toga roja, forma parte. Luego ella, Elizabeth, tiene un rato para deambular entre los invitados que pululan por allí y escuchar sus conversaciones.

Esas conversaciones resultan tratar principalmente sobre la longitud desmesurada de la ceremonia. Solamente en el vestíbulo oye una mención específica del discurso de Blanche. Un hombre alto con una túnica con adornos de piel de armiño está hablando en tono acalorado con una mujer vestida de negro.

– ¿Quién se cree que es? -está diciendo-. ¡Aprovechar la oportunidad para darnos un sermón! Una misionera de las selvas perdidas de Zululandia, ¿qué sabe ella de las humanidades? Y esa línea católica dura… ¿qué ha pasado con el ecumenismo?

Ella es una invitada: una invitada de la universidad, de su hermana y también de este país. Si esta gente quiere ofenderse, está en su derecho. A ella no le compete involucrarse. Que Blanche libre sus propias batallas.

Pero no involucrarse resulta no ser tan fácil. Hay programado un almuerzo y ella está invitada. Cuando se sienta, descubre que está al lado del mismo hombre alto, que entretanto se ha quitado su ropa medieval. No tiene apetito, tiene un nudo de náuseas en el estómago y preferiría estar de vuelta en su habitación de hotel echando una cabezada, pero hace un esfuerzo.

– Permítame que me presente -dice-. Me llamo Elizabeth Costello. La hermana Bridget es mi hermana. Quiero decir que es mi hermana de sangre.

Elizabeth Costello. Se da cuenta de que a él no le dice nada su nombre. El hombre tiene su nombre escrito en una placa delante de éclass="underline" profesor Peter Godwin.

– Supongo que da usted clases aquí -continúa ella, para iniciar una conversación-. ¿Qué enseña?

– Enseño literatura. Literatura inglesa.

– Debe de haber sentado mal lo que decía mi hermana. Bueno, no le hagan caso. Es un poco sargenta, eso es todo. Le gusta pelear.

Blanche, la hermana Bridget, la sargenta, está sentada en la otra punta de la mesa, metida en otra conversación. No los puede oír.

– Estamos en una época secular -responde Godwin-. No se puede hacer que el reloj vaya hacia atrás. No se puede condenar a una institución por avanzar con el tiempo.

– ¿Cuando dice institución se refiere a la universidad?

– Sí, a las universidades, pero específicamente a las facultades de humanidades, que siguen siendo el núcleo de cualquier universidad.

Las humanidades el núcleo de la universidad. Puede que sea forastera, pero si le preguntaran cuál es la disciplina central hoy día en la universidad, ella diría que es ganar dinero. Eso es lo que parece desde Melbourne, Victoria. Y no le sorprendería mucho que pasara lo mismo en Johannesburgo, Sudáfrica.

– Pero ¿era eso lo que estaba diciendo mi hermana? ¿Que hay que hacer que el reloj vaya hacia atrás? ¿No estaba diciendo algo más interesante, algo que da más que pensar: que algo ha ido desencaminado en el estudio de las humanidades desde el principio? ¿Que hay cierto error en depositar en las humanidades esperanzas y expectativas que nunca podrán cumplir? No estoy necesariamente de acuerdo con ella. Pero eso es lo que entendí que estaba defendiendo.