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Vino para la ceremonia de graduación, pero lo que Blanche quería realmente que viera, lo que la invitación ocultaba, es el hospital. Ella lo sabe, pero se resiste. No lo quiere ver. Le faltan agallas. Lo ha visto todo por televisión, demasiado a menudo, y ya no soporta ver más: los miembros esqueléticos, las barrigas infladas, los grandes ojos impasibles de los niños marchitándose, sin cura posible, imposibles de tratar. Aparta de mí este cáliz, suplica para sí misma. Soy demasiado vieja para soportar esas imágenes, demasiado vieja y demasiado débil. Me echaré a llorar.

Pero en este caso no puede negarse, no cuando se trata de su hermana. Y llegado el momento, resulta no ser tan terrible, no tanto como para provocar que se derrumbe. El equipo de enfermeras va de punta en blanco, el equipo es nuevo -fruto de la recaudación de fondos de la hermana Bridget- y el ambiente es relajado, incluso feliz. En las salas del hospital, mezcladas con el personal, hay mujeres con atuendos nativos. Elizabeth supone que son madres o abuelas hasta que Blanche se lo explica: son curanderas, dice, curanderas tradicionales. Entonces se acuerda: por eso es famoso Marianhill, esa es la gran innovación de Blanche, abrir el hospital a la gente, tener médicos nativos trabajando junto a los doctores en medicina occidental.

En cuanto a los niños, tal vez Blanche ha llevado los peores casos donde no se los pueda ver, pero le sorprende lo alegre que puede estar un niño que se va a morir. Es tal como lo dijo Blanche en su libro: con amor, cuidados y las medicinas adecuadas, a esos inocentes se los puede llevar al umbral de la muerte sin miedo.

Blanche también la lleva a la capilla. Nada más entrar en el humilde edificio de ladrillo y hierro, le llama la atención el crucifijo de madera labrada que hay detrás del altar y que muestra un Cristo demacrado con una cara parecida a una máscara, una corona de espinas auténticas de acacia y las manos y los pies atravesados no con clavos, sino con tornillos de acero. La figura es casi a tamaño real. La cruz llega hasta las vigas desnudas del techo. La efigie domina la capilla por completo.

El Cristo es obra de un ebanista local, le dice Blanche. Hace años el centro lo adoptó, le proporcionó un taller y le pagó un sueldo mensual. ¿Le gustaría conocerlo?

Y esta es la razón por la que un viejo de dientes manchados, vestido con un mono de trabajo y comunicándose en inglés titubeante, que le han presentado simplemente como Joseph, está abriendo para ella la puerta de una cabaña situada en un recodo lejano del centro. Ella ve que la hierba está muy crecida delante de la puerta: hace mucho tiempo que no viene nadie aquí.

Dentro tiene que apartar las telarañas. Joseph busca el interruptor a tientas, lo pulsa sin éxito.

– No hay bombilla -dice, pero no hace nada al respecto. La única luz procede de la puerta abierta y de las rendijas que quedan entre el techo y las paredes. Los ojos de Elizabeth tardan un rato en adaptarse.

En el centro de la cabaña hay una mesa larga de fabricación casera. Toda clase de tallas de madera están amontonadas sobre la mesa o apoyadas en ella. Contra las paredes y apiladas en palés hay tablones de madera, algunos todavía con la corteza, y cajas de cartón polvorientas.

– Este es mi taller -dice Joseph-. Cuando era joven trabajaba aquí todo el día. Ahora ya soy viejo.

Elizabeth coge un crucifijo, grande aunque no el más grande: un Jesucristo crucificado de cuarenta centímetros, tallado en una madera rojiza y pesada.

– ¿Cómo se llama esta madera?

– Es karee. Madera de karee.

– ¿Y la ha tallado usted?

Sostiene el crucifijo con el brazo extendido. Igual que el de la capilla, la cara del hombre torturado es una máscara simplificada y formalizada en un solo plano, con rendijas por ojos y una boca severa y de comisuras caídas. El cuerpo, por otro lado, es bastante naturalista, copiado, supone ella, de algún modelo europeo. Las rodillas están levantadas, como si el hombre intentara aliviar el dolor de los brazos descansando el peso en el clavo que le atraviesa los pies.

– Yo tallo todos los Cristos. La cruz a veces la hace mi ayudante. Mis ayudantes.

– ¿Y dónde están ahora sus ayudantes? ¿Es que aquí ya no trabaja nadie?

– No, mis ayudantes todos se fueron. Demasiadas cruces. Demasiadas cruces para vender.

Ella mira dentro de una de las cajas. Crucifijos en miniatura, de unos diez centímetros de altura, como el que lleva su hermana, veintenas, todos con la misma cara plana como una máscara y la misma postura con las rodillas levantadas.

– ¿Es que no talla usted nada más? ¿Animales? ¿Caras? ¿Gente normal?

Joseph hace una mueca.

– Animales son para turistas -dice en tono despectivo.

– Y usted no talla para los turistas. Nada de arte para turistas.

– No, no arte para turistas.

– Y entonces ¿por qué hace tallas?

– Para Jesucristo -dice-. Sí. Para Nuestro Salvador.

VI

– He visto la colección de Joseph -dice ella-. Un poco obsesiva, ¿no te parece? La misma imagen una y otra vez.

Blanche no contesta. Están almorzando. En otras circunstancias, diría que se trata de un almuerzo escaso: un tomate en rodajas, unas hojas de lechuga mustias y un huevo hervido. Pero no tiene hambre. Juguetea con la lechuga. El olor del huevo le da náuseas.

– ¿Cómo funciona esa economía? -continúa-. La economía del arte religioso, en nuestros días.

– Antes Joseph estaba empleado en Marianhill. Le pagábamos por hacer sus tallas y alguna chapuza de vez en cuando. Pero lleva dieciocho meses cobrando una pensión. Tiene artritis en las manos. Seguro que te has dado cuenta.

– Pero ¿quién compra sus tallas?

– Tenemos dos tiendas en Durban que las venden. También nos las cogen en otras dos misiones, para revenderlas. Puede que no sean obras de arte según los criterios occidentales, pero son auténticas. Hace unos años, Joseph hizo un encargo para la iglesia de Ixopo. Se embolsó un par de miles de rands. Seguimos recibiendo pedidos importantes de los crucifijos pequeños. Las escuelas, las escuelas católicas, las compran para darlas como premios.

– Como premios. Eres el primero en catecismo y te regalan uno de los crucifijos de Joseph.

– Más o menos. ¿Qué pasa, hay algo malo en eso?

– No. Con todo, ha producido demasiado, ¿no? Debe de haber cientos de piezas en esa cabaña, todas idénticas. ¿Por qué no le encargaste que hiciera algo que no fueran crucifijos, crucifixiones? ¿Qué efecto debe tener en el alma de una persona, si puedo usar la palabra, pasarse toda su vida laboral tallando a un hombre agonizando una y otra vez? O sea, cuando no está haciendo chapuzas.

Blanche le dedica una sonrisa de acero.

– ¿Un hombre, Elizabeth? -dice- ¿Un hombre agonizando?

– Un hombre, un dios, un hombre-dios, no te encalles en eso, Blanche, no estamos en clase de teología. ¿Qué efecto tiene en un hombre con talento invertir la vida de forma tan poco creativa como Joseph? Puede que su talento sea limitado, puede que no sea un artista estrictamente hablando. Con todo, ¿no habría sido más conveniente alentarle para que ampliara un poco sus horizontes?

Blanche deja el cuchillo y el tenedor sobre la mesa.

– Muy bien, examinemos tu crítica, examinémosla en su forma más extrema. Joseph no es un artista, pero tal vez podría haberlo sido si nosotros… si yo le hubiera animado hace años a ampliar sus miras visitando otras galerías de arte o por lo menos a otros ebanistas para ver qué más se estaba haciendo. Pero Joseph se quedó en artesano, se le dejó en ese nivel. Ha vivido aquí, en la misión, totalmente desconocido, haciendo la misma talla una y otra vez en diferentes tamaños y con maderas distintas, hasta que le ha aparecido la artritis y se ha acabado su vida laboral. Así que hemos impedido, tal como tú dices, que Joseph amplíe su horizonte. Se le ha negado una vida más plena, concretamente una vida de artista. ¿En esto consiste tu acusación?