Yo también posé para él. Después de que lo operaran y no pudiera salir de su apartamento en el asilo, o por lo menos decidiera no salir. Fue idea de nuestra madre que yo posara para él. «A ver si puedes evitar que se encierre en sí mismo -me dijo-. Yo no puedo. Se pasa todo el día solo, cavilando.»
El señor Phillips no salía porque le habían operado, le habían hecho una laringotomía. Le quedó un agujero por el que se suponía que tenía que hablar, con ayuda de una prótesis. Pero aquel agujero feo y de aspecto descarado que tenía en la garganta le daba vergüenza, así que se retiró de la vida pública. De todos modos, ya no podía hablar de forma comprensible. Nunca se molestó en aprender el modo correcto de respirar. Como mucho, podía emitir una especie de graznido. Para un mujeriego como él debía de ser toda una humillación.
Él y yo negociamos mediante notas, y el resultado fue que posé para él durante una serie de sábados por la tarde. Para entonces le temblaba un poco el pulso y no podía estar más de una hora. El cáncer le estaba afectando de muchas formas.
Tenía uno de los mejores apartamentos de Oakgrove, en la planta baja, con puertas de cristal que daban al jardín. Para mi retrato posé junto a la puerta del jardín en una silla labrada de respaldo rígido y llevando un chal que me había comprado en Yakarta, bordado a mano en ocre y marrón. No sé si me sentaba especialmente bien, pero pensé que como pintor le gustarían los colores, que le darían cierto juego.
Un sábado -paciencia, ya llego a donde tengo que llegar-, un día espléndido en que las palomas ronroneaban en los árboles, dejó el pincel, negó con la cabeza y dijo algo con su graznido que no entendí. «No te he oído, Aidan», le dije. «No me sale», repitió. Luego escribió algo en su cuaderno y me lo llevó. «Ojalá pudiera pintarte desnuda -había escrito. Y más abajo-: Me habría encantado.»
No debió de serle fácil escribir aquello. «Me habría encantado.» Pasado condicional. Pero ¿qué quería decir? Tal vez quisiera decir «Me habría encantado pintarte cuando todavía eras joven», pero no lo creo. «Me habría encantado pintarte cuando yo todavía era un hombre»: eso es más probable. Mientras me enseñaba lo que había escrito, vi que le temblaba el labio. Sé que no hay que darle demasiada importancia a los labios temblorosos y los ojos llorosos en la gente mayor, pero…
Sonreí, traté de animarlo y volví a mi pose. Él regresó a su caballete y todo volvió a ser como antes, salvo que me di cuenta de que ya no estaba pintando, simplemente estaba allí con el pincel secándosele en la mano. Así que pensé -y por fin llego a donde quería-, pensé «Qué demonios», y me quité el chal. Me lo quité con un movimiento de los hombros, me quité el sujetador y lo colgué del respaldo de la silla. Luego dije: «¿Qué tal, Aidan?».
«Pinto con el pene.» ¿No dijo eso Renoir, el mismo que pintaba aquellas mujeres rollizas y de piel cremosa? Avec ma verge, un sustantivo femenino. Bueno, pensé, a ver si podemos despertar la verge del señor Phillips de su sueño profundo. Y me volví a poner de perfil, mientras las palomas seguían a lo suyo en los árboles como si no estuviera pasando nada.
No sé si funcionó, si el espectáculo de mi cuerpo semidesnudo reanimó algo en él o no. Pero noté todo el peso de su mirada en mí, en mis pechos, y francamente estuvo bien. Yo tenía cuarenta años, había tenido dos hijos y no eran los pechos de una mujer joven, pero aun así estaba bien, lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora, en aquel lugar de decadencia y muerte. Una bendición.
Al cabo de un rato, mientras las sombras del jardín se alargaban y la tarde refrescaba, me volví a poner decente.
«Adiós, Aidan, buena suerte», le dije. Y él escribió «Gracias» en su cuaderno y así se acabó todo. No creo que esperara que yo volviera el sábado siguiente, y no volví. No sé si terminó el cuadro a solas. Tal vez lo destruyó. Está claro que no se lo enseñó a nuestra madre.
¿Por qué te cuento esta historia, Blanche? Porque la relaciono con la conversación que tuvimos en Marianhill sobre los zulúes y los griegos y la naturaleza verdadera de las humanidades. Todavía no quiero dar por cerrada nuestra disputa. No quiero abandonar el campo de juego.
El episodio que te cuento, el pasaje en la habitación del señor Phillips, tan insignificante en sí mismo, lleva años intrigándome. Solamente ahora, después de regresar de África, creo que puedo explicarlo.
Por supuesto, hubo un elemento de triunfo en la manera en que me comporté, un elemento de jactancia, del que no estoy orgullosa: la mujer potente provocando al hombre marchito, mostrándole su cuerpo pero manteniéndolo a distancia. «Calientapollas.» ¿Recuerdas aquello tan viejo de «calientapollas»?
Pero eso no es todo. Fue algo muy poco propio de mí. No paraba de preguntarme cómo se me había ocurrido hacerlo. ¿Dónde aprendí la pose, esa mirada tranquila a lo lejos con la ropa colgando de la cintura como una nube y mi cuerpo divino al descubierto? De los griegos, me doy cuenta ahora, Blanche: de los griegos y de la interpretación de los griegos que llevaron a cabo las distintas generaciones de pintores del Renacimiento. Mientras estaba allí sentada no era yo misma, o por lo menos no era solamente yo misma. A través de mí se estaba manifestando una diosa, Afrodita o Hera o tal vez Artemis. Yo pertenecía a los inmortales.
Y eso no es todo. Hace un momento he usado la palabra «bendición». ¿Por qué? Porque mis pechos eran el centro de lo que estaba pasando, de eso estoy segura, mis pechos y la leche materna. Fuera lo que fuera lo que hacían, aquellas diosas griegas de la Antigüedad no rezumaban, mientras que yo sí, figurativamente hablando: yo estaba rezumando en la sala del señor Phillips, lo sentí y apuesto a que él también lo sintió, mucho después de que yo me despidiera.
Los griegos no rezuman. La que rezuma es María de Nazaret. No la virgen tímida de la Anunciación, sino la madre que vemos en Correggio, la que se levanta delicadamente un pezón con las yemas de los dedos para que su hijo pueda mamar. La que, segura en su virtud, se desnuda osadamente bajo la mirada del pintor y por tanto bajo nuestra mirada.
Imagina la escena aquel día en el estudio de Correggio, Blanche. El hombre señala con el pincel. «Levántalo, así. No, con la mano no. Solo con dos dedos.» Cruza la sala y se lo enseña. «Así.» Y la mujer obedece y hace con su cuerpo lo que él dice. Hay otros hombres que miran todo el tiempo desde las sombras: aprendices, colegas pintores, visitantes.
¿Quién sabe quién era su modelo aquel día? ¿Una mujer de la calle? ¿La mujer de un cliente? La atmósfera del estudio se electriza, pero ¿con qué? ¿Con energía eléctrica? ¿Están hormigueando los penes de todos esos hombres, sus verges? Sin duda. Pero también hay otra cosa en el aire. Adoración. El pincel se detiene mientras adoran el misterio que se manifiesta ante ellos: la vida fluye en un chorro del cuerpo de una mujer.
¿Acaso Zululandia tiene algo que se pueda comparar con ese momento, Blanche? Lo dudo. No hay nada como esa mezcla embriagadora de lo extático con lo estético. Solamente ocurre una vez en la historia de la humanidad, en la Italia del Renacimiento, cuando los sueños de la antigua Grecia de los humanistas invaden las imágenes y preceptos cristianos.
En nuestra conversación sobre el humanismo y las humanidades hubo una palabra que ambas evitamos: «humanidad». Cuando María, bendita entre las mujeres, esboza su remota sonrisa angelical y levanta su dulce pezón rosado ante nuestra mirada, y cuando yo, imitándola, descubro mis pechos para el viejo señor Phillips, estamos llevando a cabo actos de humanidad. Actos que no pueden llevar a cabo los animales, que no pueden descubrirse porque no se cubren nunca. Nada nos obliga a hacerlo, ni a mí ni a María. Pero lo hacemos igualmente movidas por el desbordamiento, la efusión de nuestras humanidades: dejamos caer la ropa, nos descubrimos, descubrimos la vida y la belleza con las que estamos bendecidas.