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Blanche, querida Blanche, piensa, ¿por qué hay este obstáculo entre nosotras? ¿Por qué no podemos hablarnos con franqueza y a las claras, como debe hablar la gente a quien le queda poco tiempo? Nuestra madre está muerta. El señor Phillips se convirtió en ceniza y fue desperdigado al viento. Del mundo en el que crecimos, solamente quedamos tú y yo. ¡Hermana de mi juventud, no mueras en una tierra extranjera y me dejes sin respuesta!

6. EL PROBLEMA DEL MAL

La han invitado a dar una conferencia en Amsterdam, una conferencia sobre el eterno problema del maclass="underline" ¿por qué hay maldad en el mundo y qué se puede hacer al respecto, si es que se puede hacer algo?

Tiene una idea bastante aproximada de por qué la han elegido los organizadores: debido a una charla que dio el año pasado en una universidad de Estados Unidos, una charla por la que fue atacada en las páginas de Commentary (la acusación fue que le había quitado importancia al Holocausto) y defendida por una gente cuyo apoyo en la mayoría de los casos la avergonzó: antisemitas encubiertos y sensibleros defensores de los derechos de los animales.

En aquella ocasión habló de lo que consideraba y sigue considerando la esclavización de toda la población animal del mundo. Un esclavo: un ser cuya vida y cuya muerte están en manos de otro. ¿Qué otra cosa son el ganado, las ovejas y los pollos? Nadie habría soñado siquiera con los campos de exterminio si antes no hubieran existido las plantas de procesamiento cárnico.

Eso y más es lo que dijo: a ella le parecía obvio, apenas digno de pararse a pensarlo. Pero lo cierto es que se pasó un poco de la raya. La matanza de los indefensos se sigue repitiendo a nuestro alrededor, día tras día, dijo, una matanza que no es distinta en escala ni en horror ni en importancia moral a lo que llamamos «el» Holocausto. Pero decidimos no verlo.

La misma importancia moraclass="underline" eso es lo que no aceptaron. Los estudiantes del Hillel Centre llevaron a cabo una protesta. Exigían que, como institución, el Appleton College tenía que desmarcarse de las declaraciones de ella. De hecho, la universidad tenía que ir más allá y disculparse por haberle ofrecido una plataforma.

En su país los periódicos se regodearon en la historia. El Age publicó un reportaje bajo el titular «NOVELISTA GALARDONADA ACUSADA DE ANTISEMITISMO» y reimprimió los párrafos ofensivos de su conferencia, llenos de errores de puntuación. El teléfono empezó a sonar a todas horas: la mayor parte del tiempo eran periodistas, pero también había desconocidos, entre ellos una mujer anónima que le gritó por teléfono: «¡Puta fascista!». Después de aquello dejó de contestar al teléfono. De repente a quien se estaba juzgando era a ella.

Era un lío que podría haber previsto y que tendría que haber evitado. Así pues, ¿qué estaba haciendo otra vez en el estrado de conferenciante? Si tuviera algo de sentido común, se mantendría lejos de la atención pública. Es vieja, está cansada todo el tiempo y ha perdido todas las ganas que antaño tenía de discutir. Y en todo caso, ¿qué esperanza hay de que el problema del mal, si es que «problema» es la palabra adecuada para referirse al mal, si es que es lo bastante grande para contenerlo, se vaya a resolver hablando?

Pero para cuando le llegó la invitación estaba bajo el influjo maligno de una novela que estaba leyendo. La novela trataba sobre la peor depravación posible y la llevó a un estado de abatimiento absoluto. «¿Por qué me hacéis esto?», quería gritar mientras leía, dirigiéndose a Dios sabe quién. El mismo día le llegó la carta de invitación. ¿Querría Elizabeth Costello, la ilustre escritora, honrar a un grupo de teólogos y filósofos con su presencia y hablar, si le parecía bien, bajo el epígrafe general de «Silencio, complicidad y culpa»?

El libro que estaba leyendo por entonces era de Paul West, un autor inglés, aunque parecía haberse liberado de las preocupaciones nimias de la novela inglesa. Su libro trataba de Hitler y de la gente que intentó asesinar a Hitler en la Wehrmacht, y le estaba gustando hasta que llegó a los capítulos que describían la ejecución de los conspiradores. ¿De dónde podía haber sacado West aquella información? ¿Es posible que aquella noche hubiera testigos que se fueran a sus casas y antes de olvidarse, antes de que se les borrara la memoria para salvarse a sí misma, escribieran, con unas palabras que debieron de calcinar la página, un relato de lo que habían visto, incluyendo las palabras que el verdugo había dicho a las almas asignadas a sus manos, en su mayoría viejos balbuceantes, despojados de sus uniformes, ataviados para su última hora con ropa vieja de la cárcel, pantalones de sarga llenos de roña, jerséis con agujeros de polilla, sin zapatos ni cinturones, despojados de sus dentaduras postizas y sus gafas, agotados, temblando, con las manos en los bolsillos para evitar que se les cayeran los pantalones, gimiendo de frío, tragándose las lágrimas, obligados a escuchar cómo aquella hosca criatura, aquel verdugo con las uñas sucias de la sangre de la semana pasada, los hostigaba, les decía lo que les iba a pasar cuando la soga se tensara, les explicaba que la mierda les caería por sus canillas de ancianos y que sus penes nacidos y viejos temblarían por última vez? Uno tras otro fueron al cadalso, situado en un espacio anodino que podría haber sido lo mismo un garaje que un matadero, bajo unas luces de arco de carbono destinadas a que en su guarida Adolf Hitler, el comandante en jefe, pudiera ver la filmación de sus sollozos y de sus temblores y luego de su inmovilidad, la inmovilidad inerte de la carne muerta, y quedarse satisfecho de su venganza.

Eso es lo que el novelista Paul West había escrito, página tras página tras página, sin dejar nada fuera. Y eso es lo que ella leyó, harta del espectáculo, harta de sí misma, harta de un mundo en que pasaban aquellas cosas, hasta que finalmente dejó el libro y se sentó con la cabeza apoyada en las manos. «¡Obscenidad!», quería gritar, pero no lo hizo porque no sabía a quién iba dirigida la palabra: a sí misma, a West o al comité de ángeles que observan impasibles todo lo que pasa. Obscenidad porque esas cosas no deberían suceder, y nuevamente obsceno porque después de que hayan tenido lugar nadie debería sacarlas a la luz, sino que habría que taparlas y esconderlas para siempre en las entrañas de la tierra, igual que lo que pasa en los mataderos de todo el mundo, si uno quiere conservar la cordura.

La carta de invitación llegó mientras la impresión obscena del libro de West seguía fresca en su memoria. Y esa, resumiendo, es la razón de que haya venido a Amsterdam, con la palabra «obscenidad» todavía atascada en la garganta. Obscenidad: no solamente los actos de los verdugos de Hitler, no solamente los actos del que blande el hacha, sino también las páginas del libro negro de Paul West. Unas escenas que no deberían aparecer a la luz del día, que habría que ocultar a los ojos de las doncellas y los niños.

¿Cómo reaccionará Amsterdam ante Elizabeth Costello en su estado actual? ¿Acaso la recia palabra calvinista «mal» sigue teniendo poder entre esta gente sensata, pragmática y perfectamente adaptada de la Nueva Europa? Hace más de medio siglo que el diablo caminó por última vez con andares descarados de fantoche por sus calles, pero seguramente no lo han olvidado. Adolf y sus secuaces todavía impresionan a la imaginación popular. Algo curioso, considerando que el recuerdo de Koba, el Oso, su hermano mayor y mentor, claramente más asesino, más vil y más espantoso para el alma, casi se ha desvanecido. Se trata de un cálculo de perversión contra perversión que deja un regusto amargo. Veinte millones, seis millones, tres millones, cien miclass="underline" llega un punto en que la mente se colapsa ante la cantidad. Y cuando más viejo es uno -o al menos es lo que le ha pasado a ella-, antes llega ese punto. Un gorrión derribado de una rama por un tirachinas, una ciudad aniquilada desde el aire: ¿quién puede decir qué es peor? Todo es maldad, un universo malvado inventado por un dios malvado. ¿Se atreve ella a decirles eso a sus amables anfitriones holandeses, a su público amable, inteligente y sensato en esta ciudad bien gobernada, ilustrada y racionalmente organizada? Es mejor mantener la paz, es mejor no gritar demasiado. Ya se imagina el próximo titular del Age: «EL UNIVERSO ES MALVADO, OPINA COSTELLO».