– Pero, Elizabeth Costello, usted ha sacado a Molly de la casa, si puedo continuar con su metáfora, la ha sacado de La casa de Eccles Street, donde su marido y su amante y en cierta forma su autor la habían encerrado, donde la habían convertido en una especie de abeja reina incapaz de volar, y la ha soltado por las calles de Dublín. ¿No le parece a usted un desafío a Joyce por su parte, una réplica?
– Abeja reina, puta… Revisemos su figura y llamémosla más bien leona, una leona que acecha por las calles, olisquea y otea el paisaje. E incluso busca una presa. Sí, quería liberarla de aquella casa, y sobre todo de aquel dormitorio, con la cama de muelles chirriantes, y soltarla, como dice usted, por Dublín.
– Si ve usted a Molly, a la Molly de Joyce, como prisionera de La casa de Eccles Street, ¿ve a las mujeres en general como prisioneras del matrimonio y de lo doméstico?
– No se puede decir de las mujeres de hoy día. Pero sí, en cierta medida Molly es prisionera del matrimonio, de la clase de matrimonio que había en oferta en Irlanda en mil novecientos cuatro. Y su marido Leopold también es prisionero. Si ella está encerrada en el hogar conyugal, él está atrapado en el exterior. Así que tenemos a Odiseo intentando entrar y a Penélope intentando salir. Esa es la comedia, el mito cómico, que Joyce y yo estamos honrando, cada cual a su manera.
Debido a que ambas mujeres llevan auriculares y se dirigen a sus micrófonos en lugar de dirigirse la una a la otra, a John le cuesta ver qué relación se está estableciendo entre ambas. Pero, como siempre, le impresiona el personaje que su madre consigue proyectar: dotado de un sentido común jovial, carente de malicia pero también cargado de un ingenio afilado.
– Quiero decirle -continúa la entrevistadora (con voz serena, piensa él, una mujer serena y capaz, para nada alguien de poca monta)- cuánto me impactó La casa de Eccles Street la primera vez que la leí, en los años setenta. Yo era estudiante, había estudiado el libro de Joyce, había absorbido el famoso capítulo de Molly Bloom y la ortodoxia crítica que lo acompañaba, es decir, la idea de que Joyce había dado a conocer en aquel capítulo la verdadera voz de lo femenino, la realidad sensual de las mujeres y todo eso. Y luego leí el libro de usted y me di cuenta de que Molly no tenía que estar limitada de la forma en que Joyce la había obligado a estar, que también podía ser una mujer inteligente interesada en la música y con un círculo de amistades propio y con una hija con la que compartir confidencias. Fue una revelación, como digo. Y empecé a pensar en otras mujeres que creíamos que habían recibido su voz de escritores varones, en aras de su liberación, pero en última instancia solamente para servir a una filosofía masculina. Pienso sobre todo en las mujeres de D. H. Lawrence, pero si uno va más allá puede incluir a Tess D'Urbervilles y a Anna Karenina, por nombrar solamente a dos. Es una cuestión muy amplia, pero me pregunto si querría usted decir algo al respecto. No solamente sobre Marion Bloom y las demás, sino también sobre el proyecto de reclamar las vidas de las mujeres en general.
– No, creo que no quiero decir nada. Creo que usted lo ha expresado perfectamente. Por supuesto, para ser justos, los hombres también tendrían que rescatar a los Heathcliff y los Rochester de los estereotipos románticos, por no hablar del viejo y acartonado Casaubon. Sería un espectáculo magnífico. Pero, en serio, no podemos pasarnos la vida parasitan-do a los clásicos. Y no me excluyo a mí misma de la acusación. Tenemos que ponernos a inventar cosas nuevas.
Eso no estaba en absoluto en el guión. Un nuevo derrotero. ¿Adonde llevará? Pero, ay, la señorita Moebius (que ahora está mirando el reloj del estudio) se niega a tomarlo.
– En sus novelas más recientes ha regresado usted a los escenarios australianos. ¿Puede decirnos algo acerca de cómo ve Australia? ¿Qué significa para usted ser una escritora australiana? Australia es un país que queda muy lejos, por lo menos para los americanos. ¿Forma eso parte de su conciencia cuando escribe? ¿El hecho de estar informando desde los confines más lejanos?
– Los confines lejanos. Es una expresión interesante. No encontrará usted muchos australianos hoy día preparados para aceptarla. «¿Lejos de qué?», le dirían. No obstante, tiene cierto significado, aunque sea un significado que nos ha impuesto la historia. No somos un país de extremismos, yo diría que somos bastante pacíficos, pero sí somos un país de extremos. Hemos vivido de forma extrema porque no ha habido gran resistencia en ninguna dirección. Si uno empieza a caer, no hay gran cosa que lo detenga.
Regresan a los lugares comunes, al terreno conocido. John ya puede dejar de escuchar.
Pasamos a la velada, al evento principal, la presentación del premio. Como hijo y compañero de la oradora, él se encuentra sentado en primera fila del público, entre los invitados especiales. La mujer que tiene a la izquierda se presenta.
– Nuestra hija está en el Aliona College -le dice la mujer-. Está escribiendo su tesis de licenciatura sobre su madre. Es una gran fan. Nos ha hecho leerlo todo. -Da unos golpecitos en la muñeca del hombre que tiene al lado. Tienen aspecto de dinero, de dinero viejo. Son benefactores de la universidad, no hay duda-. A su madre se la admira mucho en este país. Sobre todo las jóvenes. Confío en que se lo diga usted.
Por toda América hay jóvenes que escriben tesis sobre su madre. Admiradoras, adeptas, discípulas. ¿Le gustaría a su madre oír que tiene discípulas?
La escena en sí de la presentación nos la saltamos. No es buena idea interrumpir el relato demasiado a menudo, ya que la narración funciona arrullando al lector o al oyente hasta que alcanza un estado onírico en que el tiempo y el espacio del mundo real se desvanecen y son reemplazados por el tiempo y el espacio de la ficción. Irrumpir en el sueño llama la atención hacia el hecho de que la historia está construida y siembra el caos en la ilusión del realismo. Sin embargo, si no nos saltamos ciertas escenas no vamos a terminar nunca. Los saltos no son parte del texto, son parte de su puesta en escena.
Así que le entregan el premio a su madre y luego la dejan sola en el estrado para que pronuncie su discurso de aceptación, que en el programa se titula «¿Qué es el realismo?». Ha llegado la hora de que demuestre de qué es capaz.
Elizabeth Costello se pone las gafas de leer.
– Damas y caballeros -dice, y empieza a leer.
»Publiqué mi primer libro en mil novecientos cincuenta y cinco, cuando vivía en Londres, que por entonces era la gran metrópoli cultural de la gente de las antípodas. Recuerdo con claridad el día que me llegó por correo un paquete con un ejemplar justificativo para la autora. Como es natural, me sentí emocionada por tenerlo en las manos, impreso y encuadernado. Era real, innegable. Pero algo me inquietaba. Llamé por teléfono a mis editores. "¿Han salido ya los ejemplares para las bibliotecas?", pregunté. Y no descansé hasta que me garantizaron que los ejemplares se iban a enviar aquella misma tarde, a Escocia, a la Bodleian Library y todo eso, pero sobre todo al Museo Británico. Aquella era mi mayor ambición: tener un sitio en las estanterías del Museo Británico, codo con codo con el resto de autores de la letra C, los grandes: Carlyle, Chaucer, Coleridge y Conrad. (El chiste es que mi vecino literario más cercano resultó ser Marie Corelli.)
»Ahora una sonríe ante aquella ingenuidad. Y, sin embargo, detrás de mi petición ansiosa había algo serio, y a su vez detrás de aquella seriedad había algo patético y menos fácil de admitir.
»Déjenme que se lo explique. Si nos olvidamos de todos los ejemplares del libro que uno ha escrito que van a desaparecer, que se van a convertir en pulpa porque no van a encontrar comprador, que alguien va a abrir para leer un par de páginas y luego olvidarlo y dejarlo a un lado para siempre, que van a ser olvidados en hoteles de playa o en trenes, si nos olvidamos de todos esos ejemplares perdidos, tenemos que pensar que hay por lo menos un ejemplar que no solamente alguien va a leer, sino que lo va a cuidar, le va a dar una casa y un lugar en una estantería que va a ser suyo a perpetuidad. Lo que había detrás de mi preocupación por los ejemplares para bibliotecas era el deseo de que, incluso si a mí me arrollaba un autobús al día siguiente, mi primogénito tendría un hogar donde poder dormitar, si así lo decretaba el destino, durante los siguientes cien años, y donde nadie llegaría para pincharlo con un palo a ver si seguía vivo.