Se queda despierta toda la noche peleándose con su texto. Primero intenta omitir el nombre de West. «Una novela reciente -llama al libro-, procedente de Alemania.» Pero, por supuesto, no funciona. Incluso si consigue colarle el gol a la mayoría del público, West sabrá que está hablando de él.
¿Y si intenta suavizar su tesis? ¿Y si sugiere que, al representar el funcionamiento del mal, el escritor puede conseguir sin saberlo que el mal resulte atractivo y por tanto esté haciendo más mal que bien? ¿Y si suaviza el golpe? Elimina el primer párrafo de la página ocho, la primera de las páginas problemáticas, luego el segundo, luego el tercero, empieza a anotar revisiones en los márgenes y por fin mira desolada el desastre. ¿Por qué no ha hecho una copia antes de empezar?
El joven del mostrador de recepción está sentado con los auriculares puestos, meneando los hombros de un lado a otro. Cuando la ve, vuelve de golpe a la realidad.
– Una fotocopiadora -dice ella-. ¿Hay alguna fotocopiadora que pueda usar?
El le coge el fajo de papeles y mira el encabezamiento. En ese hotel se celebran muchas conferencias, el joven debe de estar acostumbrado a un montón de extranjeros angustiados que reescriben sus conferencias en plena noche. Las vidas de las estrellas enanas. Los rendimientos de las cosechas en Bangladesh. El alma y sus múltiples corrupciones. Para él todo es lo mismo.
Con la copia en la mano, procede a la tarea de suavizar su documento, pero cada vez con más dudas en el corazón. El escritor como víctima de Satanás: ¡qué tontería! De forma inevitable, se está poniendo con sus argumentos en la posición del censor a la vieja usanza. ¿Y a qué vienen todas estas indecisiones? ¿Qué quiere, evitar un escándalo insignificante? ¿Qué pasa, que no quiere ofender a nadie? Pronto estará muerta. ¿Qué importa entonces si una vez le hinchó las narices a un extranjero en Amsterdam?
Recuerda que cuando tenía diecinueve años se dejó seducir en el puente de Spencer Street, cerca de los muelles de Melbourne, por entonces una zona conflictiva. El hombre era estibador, treintañero, atractivo de una forma tosca, y se hacía llamar Tim o Tom. Ella era estudiante de arte y una rebelde, principalmente en rebeldía contra la matriz que la había formado: respetable, pequeñoburguesa y católica. A sus ojos, en aquella época, solamente eran auténticos la clase obrera y sus valores.
Tim o Tom la llevó a un bar y luego a la casa de huéspedes donde vivía. No era la primera vez que ella hacía aquello, dormir con un desconocido. En el último momento no pudo hacerlo. «Lo siento -dijo-. Lo siento de verdad, ¿podemos dejarlo?» Tim o Tom no le hizo caso. Cuando ella se resistió, él intentó forzarla. Durante un buen rato, en silencio, jadeando, intentó mantenerlo a raya, lo estuvo empujando y arañando. Al principio él lo tomó por un juego. Luego se cansó, o bien su deseo se cansó y se convirtió en otra cosa, y empezó a pegarle en serio. La levantó de la cama, le dio puñetazos en los pechos, en la barriga y le propinó un codazo terrible en la cara. Cuando se aburrió de pegarle, le arrancó la ropa e intentó quemarla en la papelera. Completamente desnuda, ella salió a rastras y se escondió en el baño del rellano. Una hora más tarde, cuando estuvo segura de que él se había dormido, salió con sigilo y recuperó lo que quedaba. Vestida con los restos chamuscados de su vestido y nada más, paró un taxi. Se pasó una semana en casa de una amiga y una semana más en casa de otra, y se negó a explicar lo que le había pasado. Tenía la mandíbula rota y se la tuvieron que recomponer. Vivía de leche y zumo de naranja que bebía con una pajita.
Fue su primer roce con el mal. Se dio cuenta de que no era nada menos que eso, maldad, cuando la afrenta del hombre fue quedando atrás y fue reemplazada por un regodeo continuo en el dolor. Ella se dio cuenta de que a él le había gustado hacerle daño. Probablemente le gustó más que el sexo que iban a practicar. Aunque tal vez no lo sabía cuando ligó con ella, la llevó a su habitación más para hacerle daño que para hacerle el amor. Al plantarle cara, ella había creado una abertura para que emergiera la maldad que él tenía dentro. Y emergió primero en forma de placer, primero al ver su dolor («Te gusta, ¿verdad? -susurró mientras le retorcía los pezones-. ¿Te gusta?»), luego en la destrucción maliciosa e infantil de su ropa.
¿Por qué su mente regresa a ese episodio largo tiempo olvidado y -realmente- importante? La respuesta: porque nunca se lo ha revelado a nadie, nunca lo ha usado. En ninguna de sus historias hay ningún hombre que ataque a una mujer como venganza porque ella lo haya rechazado. A menos que el propio Tim o Tom haya sobrevivido hasta la ancianidad chocheante, a menos que el comité de observadores angélicos haya grabado los minutos de lo que pasó aquella noche, lo que pasó en la casa de huéspedes le pertenece a ella y a nadie más que a ella. Durante medio siglo el recuerdo ha permanecido en su interior como un huevo, un huevo de piedra que nunca se abrirá, que nunca dará a luz. A ella le parece bien, le complace este silencio suyo, un silencio que espera mantener hasta la tumba.
¿Acaso le está pidiendo a West una reticencia equivalente? ¿La historia de una conjura asesina en la que no cuente lo que les pasó a los conspiradores cuando cayeron en las manos de sus asesinos? Seguramente no. Entonces ¿qué es lo que les quiere decir exactamente a esa reunión de desconocidos dentro de -mira su reloj- menos de ocho horas?
Intenta aclararse la cabeza y volver al principio. ¿Qué había dentro de ella que se rebeló contra West y contra su libro la primera vez que lo leyó? Como aproximación inicial, fue el hecho de que había devuelto la vida a Hitler y a sus matones y les había dado algo nuevo a lo que aferrarse en este mundo. Muy bien. Pero ¿qué tiene eso de malo? West es novelista, igual que ella. Los dos viven contando o recreando historias. Y en sus historias, si es que sus historias son buenas, los personajes, incluso los verdugos, cobran vida. Así pues, ¿por qué es ella mejor que West?
La respuesta, según lo entiende Elizabeth, es que ella ya no cree que la narración sea buena en sí misma, mientras que para West, o por lo menos para la persona que era West cuando escribía el libro sobre Von Stauffenberg, la cuestión parece no ser relevante. Si ella, o la persona que ella es ahora, tuviera que elegir entre contar una historia y hacer algo bueno, preferiría hacer algo bueno. West, cree ella, preferiría contar una historia, aunque tal vez no debería juzgarlo hasta oír eso de sus labios.
El negocio de contar historias se parece a muchas cosas. Una de ellas (eso dice ella en uno de los párrafos que todavía no ha tachado) es una botella con un genio dentro. Cuando el narrador abre la botella, el genio es liberado al mundo y cuesta Dios y ayuda volver a meterlo dentro. La posición de ella, su posición revisada, su posición en el crepúsculo de la vida: es mejor, en general, que el genio se quede en la botella.
La lección de la comparación, la lección de los siglos (por eso prefiere pensar con comparaciones que razonar las cosas), es que no dice nada de la vida que lleva el genio encerrado en la botella. Lo único que dice es que el mundo sería mejor si el genio se quedara encerrado.
Un genio o un diablo. Aunque ella cada vez sabe menos qué puede querer decir creer en Dios, no tiene dudas acerca del diablo. El diablo está por doquier bajo la superficie de las cosas, buscando una forma de salir a la luz. El diablo poseyó al estibador aquella noche en Spencer Street y el diablo poseyó al verdugo de Hitler. Y a través del estibador, en aquella época lejana, el diablo la poseyó a ella: lo nota encogido en su interior, con las alas plegadas como un pájaro, esperando la oportunidad de echar a volar. Y a través del verdugo de Hitler poseyó a Paul West, y con su libro West ha dado a su vez libertad a ese diablo, lo ha soltado sobre el mundo. Ella sintió el roce de su ala correosa, más claro que el agua, cuando leyó aquellas páginas oscuras.