Ella es muy consciente de lo anticuado que suena todo eso. A West le saldrán millares de defensores. «¿Cómo podemos conocer los horrores de los nazis -dirán esos defensores-, si prohibimos que nuestros artistas los recreen para nosotros? Paul West no es un diablo, sino un héroe: se ha aventurado en el laberinto del pasado de Europa, se ha enfrentado al Minotauro y ha regresado para contarlo.»
¿Cómo puede responder a eso? ¿Qué habría sido mejor, que el héroe se quedara en casa o por lo menos que se hubiera guardado sus hazañas para sí mismo? En una época en que los artistas se aferran con celo a los escasos retazos de dignidad que les quedan, ¿qué gratitud por parte de sus colegas escritores le va a valer una respuesta como esa? «Nos ha abandonado -dirán-, Elizabeth Costello se ha convertido en una vieja cascarrabias.»
Elizabeth desearía tener con ella el ejemplar de Las horas espléndidas del conde Von Sauffenberg. Si pudiera revisar sus páginas, pasarles la mirada por encima, se disiparían todas sus dudas, está segura, las páginas en que West le da voz al verdugo, al carnicero -Elizabeth ha olvidado su nombre, pero no puede olvidar sus manos, igual que sus víctimas conservaron sin duda el recuerdo de sus manos, manoseándoles el cuello, y se lo llevaron a la eternidad-, donde le da voz, donde recrea sus burlas toscas, peor que toscas, las burlas indecibles que les dedica a los viejos temblorosos a los que está a punto de matar, unas burlas que les dicen que sus cuerpos los van a traicionar cuando estén retorciéndose y bailando colgados de la soga. Es terrible, más terrible de lo que se puede expresar: es terrible que existiera un hombre así y más terrible todavía que alguien lo saque de la tumba cuando creíamos que estaba felizmente muerto.
«Obscenidad.» Esa es la palabra, una palabra de etimología discutida, a la que debe aferrarse como a un talismán. Elige creer que «obscenidad» significa «fuera de escena». Para salvar nuestra humanidad, ciertas cosas que tal vez queramos ver (¡queremos ver porque somos humanos!) deben permanecer fuera de escena. Ese debe ser el hilo de su discurso cuando tenga al público delante, y no puede soltarlo.
Se queda dormida sentada al escritorio, vestida, con la cabeza. apoyada en los brazos. A las siete suena el despertador. Aturdida y agotada, hace lo que puede para arreglarse la cara y coge el pequeño ascensor que lleva al vestíbulo.
– ¿Se ha registrado ya el señor West? -le pregunta al chico del mostrador, el mismo chico.
– El señor West… Sí, el señor West está en la trescientos once.
El sol entra a raudales por las ventanas de la sala de desayunos. Elizabeth coge un café y un cruasán, encuentra una silla cerca de una ventana e inspecciona a la media docena de madrugadores que hay con ella. ¿Es posible que el hombre bajo y fornido de las gafas que lee el periódico sea West? No se parece a la fotografía de la solapa, pero eso no demuestra nada. ¿Tendría que ir a preguntarle? «Señor West, ¿cómo está? Soy Elizabeth Costello y tengo una declaración un poco complicada que hacer, si me presta atención. Tiene que ver con usted y sus tratos con el diablo.» ¿Cómo se sentiría ella si algún extraño le dijera eso mientras está desayunando?
Se levanta y toma la ruta más larga hasta el bufet, caminando entre las mesas. El periódico que está leyendo el hombre es holandés, el Volkskrant. Tiene caspa en el cuello de la chaqueta. Echa un vistazo por encima de sus gafas. Una cara tranquila y corriente. Podría ser cualquiera: un vendedor de telas o un profesor de sánscrito. También podría ser Satanás con uno de sus disfraces. Ella vacila y pasa de largo.
El periódico holandés, la caspa… Aunque Paul West podría leer holandés, y también podría tener caspa. Pero si va a proponerse a sí misma como experta en el mal, ¿no tendría que ser capaz de oler el mal? ¿A qué huele el mal? ¿A azufre? ¿A pedernal? ¿A Zyklon B? ¿O acaso el mal se ha vuelto incoloro e inodoro, como la mayoría del resto del mundo moral?
A las ocho y media, Badings pasa a recogerla. Los dos juntos recorren a pie las pocas manzanas que los separan del teatro donde se va a celebrar la conferencia. En el auditorio, Badings señala a un hombre que está sentado solo en la última fila. -Ese es Paul West -dice-. ¿Quiere que se lo presente?
Aunque no es el hombre que ha visto a la hora del desayuno, tiene un porte y un aspecto parecidos.
– Tal vez más tarde -murmura ella.
Badings se excusa y va a atender sus asuntos. Quedan unos veinte minutos para que empiece la sesión. Ella cruza el auditorio.
– ¿Señor West? -dice, en el tono más amable que puede. Hace años que no emplea lo que se podrían llamar artimañas femeninas, pero si las artimañas funcionan, las usará-. ¿Puedo hablar un momento con usted?
West, el West de verdad, levanta la vista de lo que está leyendo, que asombrosamente resulta ser algo parecido a un cómic.
– Me llamo Elizabeth Costello -dice, y se sienta a su lado-. Esto no me resulta fácil, así que déjeme que vaya al grano. Mi conferencia de hoy contiene referencias a uno de sus libros, el libro sobre Von Stauffenberg. De hecho, la conferencia trata principalmente sobre ese libro. Cuando preparé el texto no esperaba que estuviera usted en Amsterdam. Los organizadores no me informaron de ello. Pero, claro, ¿por qué iban a hacerlo? No tenían ni idea de lo que me proponía decir.
Hace una pausa. West está mirando a lo lejos, no la ayuda en nada.
– Supongo que podría -sigue ella, y ahora la verdad es que no sabe qué decir a continuación- pedirle disculpas por adelantado, pedirle que no se tome mis comentarios como algo personal. Pero usted también podría preguntarme, de forma justificada, por qué insisto en hacer comentarios que requieran una disculpa por adelantado, por qué nos los elimino simplemente de la conferencia.
»De hecho, consideré la posibilidad de eliminarlos. Me he pasado casi toda la noche en vela, después de saber que usted iba a estar aquí, intentando encontrar una forma de hacer que mis comentarios sonaran menos duros, menos ofensivos. Incluso he pensado en ausentarme del evento, en fingir que estoy enferma. Pero eso no habría sido una forma correcta de tratar a los organizadores, ¿no cree?
Hay una abertura, una oportunidad para que él hable. Él carraspea, pero luego no dice nada, continúa mirando hacia delante, mostrándole a ella su perfil más atractivo.
– Lo que digo -dice Elizabeth, mirándose el reloj (quedan diez minutos, el teatro se está empezando a llenar, ella tiene que seguir adelante, no hay tiempo para ser amable)-, lo que sostengo es que tenemos que tener cuidado con los horrores como los que usted describe en su libro. Nosotros los escritores. No solamente por el bien de nuestros lectores, sino también pensando en nosotros mismos. Lo que escribimos puede ponernos en peligro, o eso creo yo. Porque si lo que escribimos tiene el poder de hacernos mejores, seguramente también tiene el poder de hacernos peores. No sé si está de acuerdo.
Una nueva abertura. Y nuevamente, el hombre se encierra en su silencio. ¿Qué le está pasando por la cabeza? ¿Se está preguntando qué hace en esta reunión en Holanda, la tierra de los tulipanes y los molinos de viento, soportando la arenga de una bruja vieja y loca y con la perspectiva de tener que soportar la misma arenga por segunda vez? «La vida de escritor -tendría que recordarle ella- no es fácil.»
Un grupo de jóvenes, probablemente estudiantes, ocupa los asientos que tienen directamente delante. ¿Por qué no contesta West? Ella se está irritando. Tiene ganas de levantarle la voz, de blandir un dedo huesudo delante de su cara.
– Su libro me impresionó mucho. Es decir, dejó una marca en mí como si fuera un hierro de marcar ganado. En algunas páginas ardían los fuegos del infierno. Tiene que saber usted de qué le estoy hablando. En concreto, la escena de los ahorcamientos. Yo no creo que fuera capaz de escribir páginas como esas. Es decir, sería capaz de escribirlas pero no querría, no me lo permitiría, ya no, no la persona que soy ahora. No creo que uno pueda salir intacto, como escritor, después de invocar escenas como esas. Creo que esa clase de escritura le puede hacer daño a uno. Eso es lo que pretendo decir en mi conferencia. -Le muestra la carpeta verde donde lleva su texto y le da un golpecito-. Así que no le estoy pidiendo perdón, solamente estoy haciendo lo correcto y le estoy informando, le estoy avisando, de lo que está a punto de tener lugar. Porque -y de pronto se siente más fuerte, más segura de sí misma, más dispuesta a expresarle su irritación, incluso su furia, a este hombre que no se molesta en contestarle-, después de todo, no es usted un niño, debió de conocer el riesgo que estaba corriendo, debió de darse cuenta de que podía haber consecuencias, consecuencias impredecibles, y ahora, mire por dónde -se pone de pie y abraza la carpeta contra el pecho como para protegerse de las llamas que parpadean a su alrededor-, las consecuencias han llegado. Eso es todo. Gracias por escucharme, señor West.