Al frente del auditorio, Badings les está haciendo señas con discreción. Es la hora.
La primera parte de la conferencia es pura rutina y trata de temas familiares: la autoría y la autoridad, las afirmaciones que a lo largo de los siglos han hecho los poetas según las cuales enunciaban una verdad superior, una verdad cuya autoridad viene de la revelación, y su afirmación posterior, en la época romántica, que resulta ser una época de exploración geográfica sin precedentes, del derecho a aventurarse en lugares tabú o prohibidos.
– La pregunta que planteo hoy -continúa- es si el artista es realmente el héroe explorador que pretende ser, si tenemos siempre razón al aplaudir cuando sale de la caverna con la espada pestilente en una mano y la cabeza del monstruo en otra. Para ilustrar mi argumento me voy a referir a un producto de la imaginación que apareció hace unos pocos años, un libro importante y en muchos sentidos valiente sobre la aproximación más cercana al monstruo mitológico que hemos llevado a cabo en nuestra época desilusionada, es decir, Adolf Hitler. Me refiero a la novela de Paul West Las horas espléndidas del conde Von Stauffenberg, y en concreto al gráfico capítulo en el que el señor West relata la ejecución de los conspiradores de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro (salvo de Von Stauffenberg, al que ya había matado a tiros un oficial militar fanático, para disgusto de Hitler, que quería que su enemigo muriera de forma lenta).
»Si esta fuera una conferencia ordinaria, llegado este punto les leería un par de párrafos para darles una impresión de este libro extraordinario. (No es ningún secreto, por cierto, que su autor está hoy entre nosotros. Déjenme que le pida perdón al señor West por atreverme a sermonearle en su cara: cuando escribí este texto no tenía ni idea de que iba a estar aquí.) Debería leerles algún fragmento de estas páginas terribles, pero no lo voy a hacer, porque no creo que oírlas fuera bueno para ustedes ni para mí. Incluso afirmo (y al hacerlo llego al grano de la cuestión) que no creo que escribir esas páginas fuera bueno para el señor West, si puede perdonarme que lo diga.
»Esta va a ser hoy mi tesis: que no es bueno leer ni escribir ciertas cosas. Para explicarlo de otro modo: me tomo en serio la afirmación de que el artista arriesga mucho al aventurarse en lugares prohibidos: se arriesga él mismo de forma específica. Y tal vez lo arriesga todo. Afirmo esto en serio porque me tomo en serio el hecho de que los lugares prohibidos están prohibidos. El sótano en que fueron colgados los conspiradores de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro es uno de esos lugares. No creo que ninguno de nosotros tengamos que entrar en ese sótano. No creo que el señor West tuviera que ir allí. Y si decide ir a pesar de todo, creo que no deberíamos seguirlo. Al contrario, creo que habría que levantar barrotes frente a la entrada del sótano, poner una placa de bronce que dijera: "Aquí murieron…", y debajo una lista de los muertos y las fechas de sus muertes y ya está.
»El señor West es escritor, o, como decían antaño, poeta. Yo también soy poeta. No he leído toda la obra del señor West, pero sí lo bastante como para saber que se toma en serio su vocación. Así que cuando leo al señor West no solamente lo hago con respeto, sino también con simpatía.
»Leí el libro sobre Von Stauffenberg con simpatía, incluyendo (y deben creerme) las escenas de la ejecución, hasta el punto de que podría ser yo igual que el señor West quien cogiera la pluma y las escribiera. Palabra a palabra, paso a paso, latido tras latido del corazón, lo acompañé a la oscuridad. "Nadie ha estado aquí antes", lo oigo susurrar, así que yo también lo susurro. Nuestras respiraciones son una sola. "Nadie ha visitado este lugar, excepto los hombres que murieron y el hombre que los mató. Nuestra es la muerte que tuvo lugar y nuestra es la mano que anudó la cuerda." ("Usa cuerda fina -ordenó Hitler a aquel hombre-. Estrangúlalos. Quiero que sientan cómo mueren." Y aquel hombre, su criatura, su monstruo, obedeció.)
»¡Qué arrogancia, reivindicar el sufrimiento y la muerte de aquellos hombres lastimosos! Sus últimas horas les pertenecen a ellos únicamente, no estamos autorizados para entrar y poseerlos. Si no resulta amable decir eso de un colega, si esto va a ayudar a aliviar la tensión, finjamos que el libro en cuestión no lo escribió el señor West sino yo, la locura de mi lectura lo ha hecho mío. En el nombre del cielo, finjamos lo que sea que tengamos que fingir y sigamos adelante.
Le faltan varias páginas por leer, pero de pronto se siente demasiado angustiada para continuar, o bien le falla el ánimo. Una homilía: dejémosla así. La muerte es un asunto privado. El artista no tendría que invadir las muertes ajenas. No es una posición muy extravagante en un mundo donde las lentes de las cámaras apuntan de forma habitual a las caras de los heridos y los muertos.
Cierra la carpeta verde. Se oyen unos aplausos débiles. Se mira el reloj de pulsera. Faltan cinco minutos para que termine la sesión. Es sorprendente cuánto tiempo ha necesitado, teniendo en cuenta lo poco que ha dicho. Es el momento de una pregunta, dos como mucho, gracias a Dios. La cabeza le da vueltas. Confía en que nadie le vaya a pedir que diga nada más sobre Paul West, que, por lo que ve (cuando se pone las gafas), sigue en su asiento de la última fila. (Un colega víctima de largos sufrimientos, piensa, y de pronto su simpatía hacia él aumenta.)
Un hombre de barba oscura tiene la mano levantada.
– ¿Cómo lo sabe usted? -dice-. ¿Cómo sabe usted que el señor West (parece que hoy estamos hablando mucho del señor West, espero que él tenga derecho a réplica, me interesa oír su respuesta) ha salido perjudicado de lo que ha escrito? Si la he entendido bien, está diciendo que si usted hubiera escrito ese libro sobre Von Stauffenberg y Hitler habría salido contaminada de la maldad nazi. Pero tal vez lo único que eso quiere decir es que usted es, por decirlo de alguna forma, un recipiente débil. Tal vez el señor West esté hecho de una materia más sólida. Y tal vez nosotros, sus lectores, también. Tal vez podemos leer lo que escribe el señor West y aprender de ello, y no salir debilitados sino fortalecidos, más decididos a no permitir que el mal regrese nunca. ¿Podría usted decir algo al respecto?
No tendría que haber venido, no tendría que haber aceptado la invitación, ahora se da cuenta. No porque no tenga nada que decir sobre el mal, el problema del mal o el problema de llamar «problema» al mal, ni siquiera por la mala suerte que ha sido la presencia de West, sino porque se ha llegado a un límite, al límite de lo que se puede conseguir con un grupo de gente moderna, equilibrada y bien informada en un local de conferencias limpio y bien iluminado en una ciudad europea ordenada y bien gobernada en el amanecer del siglo veintiuno.