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– Créame, no soy un recipiente débil -dice lentamente. Las palabras le salen una a una, como piedras-. Tampoco creo que lo sea el señor West. La experiencia que ofrece la escritura, o la lectura… que, para lo que me ocupa hoy aquí, son lo mismo -pero ¿son realmente lo mismo?; está perdiendo el rumbo?; ¿cuál es su rumbo?-, la escritura verdadera, la lectura verdadera, no es relativa, relativa al escritor y a sus capacidades, relativa al lector. -Hace una eternidad que no duerme, lo que hizo en el avión no fue dormir-. El señor West, cuando escribió esos capítulos, entró en contacto con algo absoluto. Con el mal absoluto. Yo lo llamaría su bendición y su maldición. Y al leerlo yo también he entrado en contacto con el mal. Como una descarga. Como electricidad. -Mira a Badings, que está de pie entre bastidores. «Ayúdeme», dice su mirada. «Ponga fin a esto»-. No es algo que se pueda demostrar -dice, regresando por última vez a su respuesta-. Es algo que solamente se puede experimentar. De todas formas, le recomiendo que no lo intente. De esas experiencias no se aprende. No será bueno para usted. Eso es lo que quería decir hoy. Gracias.

Mientras el público se levanta y se dispersa (Es hora de tomar una taza de café, ya estamos hartos de esa extraña mujer que encima es australiana, ¿qué saben allí del mal?), intenta seguir con la vista a Paul West en la última fila. Si lo que ha dicho esta noche tiene alguna razón (aunque está llena de dudas y desesperada), si la electricidad del mal saltó realmente de Hitler al verdugo de Hitler y de este a Paul West, seguramente West le mandará alguna señal. Pero no puede detectar ninguna señal, no desde tan lejos. Lo único que ve es a un hombre bajo de camino a la máquina de café. Badings está a su lado.

– Muy interesante, señora Costello -murmura, en cumplimiento de sus deberes de anfitrión.

Ella se lo quita de encima, no tiene ganas de que la halaguen. Cabizbaja y sin mirar a nadie, va hasta el lavabo de señoras y se encierra en un cubículo.

La banalidad del mal. ¿Es esa la razón de que ya no haya olores ni auras? ¿Acaso los grandiosos Luciferes de Dante y de Milton se han retirado para siempre y su lugar ha sido ocupado por una manada de diablillos polvorientos que se posan en el hombro de la gente como loros y no emiten ningún brillo potente, sino que, al contrario, absorben la luz? ¿O bien todo lo que ella ha dicho, todas sus acusaciones y todos sus gestos de inculpación no solamente han estado desencaminados sino que han sido locos, completamente locos? ¿Cuál es la tarea del novelista a fin de cuentas, cuál ha sido la tarea de su vida más que insuflar vida a la materia inerte? ¿Y qué ha hecho Paul West, tal como ha señalado el hombre de la barba, más que insuflar vida de nuevo a la historia de lo que sucedió en aquel sótano de Berlín? ¿Qué ha traído ella a Amsterdam y les ha mostrado a estos perplejos desconocidos más que una obsesión, una obsesión que es solamente suya y que está claro que no entiende?

«Obscenidad.» Regresar a la palabra talismán. Aferrarse deprisa a ella. Aferrarse deprisa a la palabra y buscar la experiencia que hay detrás: esa ha sido siempre su regla en las ocasiones en que siente que está cayendo en lo abstracto. ¿Qué experiencia fue esa? ¿Qué le pasó aquel sábado por la mañana cuando estaba leyendo el libro maldito sobre la hierba? ¿Qué fue lo que la angustió tanto que un año más tarde sigue escarbando en busca de sus raíces? ¿Puede encontrar el camino de vuelta?

Antes de empezar el libro ya conocía la historia de los conspiradores de julio, sabía que días después de un intento de acabar con Hitler capturaron a la mayoría de ellos, los juzgaron y los ejecutaron. Incluso sabía, de una forma general, que los mataron con la crueldad maliciosa en la que Hitler y sus secuaces eran especialistas. Así que nada del libro fue una sorpresa verdadera.

Regresa al verdugo, se llamara como se llamase. En sus burlas dirigidas a los hombres que estaban a punto de morir en sus manos había una energía gratuita y obscena que iba más allá de su encargo. ¿De dónde venía esa energía? Para sí misma, Elizabeth la ha llamado satánica, pero tal vez ahora debería renunciar a esa palabra. Porque, en cierto sentido, la energía procedió del propio West. Fue West quien inventó las burlas (eran burlas en inglés, no en alemán) y las puso en boca del verdugo. Ajustar el habla al personaje: ¿qué hay de satánico en eso? Ella lo hace todo el tiempo.

Regresar. Regresar a Melbourne, a ese sábado por la mañana en que podría jurar que sintió el roce del ala cálida y correosa de Satanás. ¿Fue una alucinación? No quiero leer esto, se dijo a sí misma. Y, sin embargo, siguió leyéndolo, excitada a pesar de sí misma. El diablo me está guiando: ¿qué clase de excusa es esa?

Paul West solamente estaba cumpliendo con su deber de escritor. En la persona de su verdugo estaba abriendo los ojos de ella a la depravación humana en otra de sus múltiples formas. En las personas de las víctimas del verdugo le estaba recordando que todos somos criaturas desdichadas, hendidas y temblorosas. ¿Qué hay de malo en eso?

¿Qué dijo ella? «No quiero leer esto.» Pero ¿qué derecho tenía a negarse? ¿Qué derecho tenía a no saber que, en un sentido demasiado claro, ella ya lo sabía todo? ¿Qué hubo en ella que quisiera resistirse, rechazar ese cáliz? ¿Y por qué bebió de él a pesar de todo? ¿Por qué lo bebió hasta las heces, de forma que un año más tarde continúa clamando contra el hombre que se lo puso en los labios?

Si en el interior de esta puerta hubiera un espejo en lugar de un simple gancho, si fuera a quitarse la ropa y a arrodillarse ante él, ella tendría, con sus pechos colgantes y sus caderas huesudas, el mismo aspecto que las mujeres de aquellas fotografías íntimas, demasiado íntimas, de la guerra europea, aquellos vislumbres del infierno, que estaban arrodilladas desnudas al borde de la fosa en la que caerían al cabo de un momento, muertas o agonizando con una bala en el cerebro, salvo que en su mayoría aquellas mujeres no eran tan viejas como ella, simplemente estaban maltrechas por culpa del terror y la malnutrición. Ella se siente cercana a aquellas hermanas muertas, y también a los hombres que murieron en manos de sus carniceros, unos hombres lo bastante viejos y feos como para ser sus hermanos. No le gusta ver humillados a sus hermanos y hermanas, de esa forma tan fácil en que se humilla a los viejos, haciendo que se desnuden, por ejemplo, quitándoles las dentaduras postizas, riéndose de sus partes pudendas. Si van a colgar a sus hermanos en Berlín, si van a mecerse colgando de una soga, con la cara amoratada, con la lengua y los ojos protuberantes, ella no quiere verlo. Es recato de hermana. Dejadme mirar a otro lado.

«Déjame mirar a otro lado.» Eso es lo que le suplicó a Paul West (salvo que por entonces no conocía a Paul West, no era más que un nombre en la portada de un libro). «¡No me hagas pasar por esto!» Pero Paul West no cedió. La obligó a leer, la excitó para que leyera. Y ella no se lo va a perdonar con facilidad. Por esa razón lo ha perseguido a través del mar hasta Holanda. ¿Es esa la verdad? ¿Servirá eso como explicación? Y, sin embargo, ella se dedica a lo mismo. O se dedicaba. Hasta que se lo pensó mejor, no tenía reparos en ponerle a la gente ante las narices lo que pasaba en los mataderos, por ejemplo. Si Satanás no se manifiesta de forma galopante en el matadero, proyectando la sombra de sus alas sobre las bestias que, con la nariz ya inundada de olor a muerte, son azuzadas por la rampa que lleva hasta el hombre de la pistola y el cuchillo, un hombre tan despiadado y tan banal (aunque ella ha empezado a pensar que habría que retirar ya esta palabra, que ya ha pasado su momento). Si Satanás no se manifiesta de forma rampante en el matadero, ¿dónde está entonces? Igual que Paul West, ella sabía jugar con las palabras hasta dar con la combinación correcta, con las palabras que enviaban una descarga eléctrica al espinazo del lector. «A nuestro modo, también somos carniceros.»