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Así pues, ¿qué le ha pasado ahora? Ahora, de pronto, se ha vuelto mojigata. Ya no le gusta verse en el espejo, ya que le trae la muerte a la cabeza. Las cosas feas las prefiere envueltas y guardadas en un cajón. Una vieja que hace retroceder el reloj, de vuelta al Melbourne irlandés y católico de su infancia. ¿Es eso lo que se propone?

«Regresar a la experiencia.» El aletazo del ala correosa de Satanás: ¿qué la convenció de haberlo sentido? ¿Y por cuánto tiempo se puede ocupar uno de los dos cubículos de este lavabo de señoras diminuto antes de que alguna persona bienintencionada decida que ha habido un desmayo y llame al conserje para que eche la puerta abajo?

El siglo veinte de Nuestro Señor, el siglo de Satanás, ya está terminado. El siglo de Satanás y también el de ella. Si resulta que ella ha traspasado la línea de meta de la nueva era, ciertamente no se siente cómoda en ella. En esta época poco familiar, Satanás sigue buscando su camino a tientas, sigue probando artimañas nuevas y sigue alojándose en moradas nuevas. Planta su tienda en lugares extraños: por ejemplo, en Paul West, un buen hombre por lo que ella sabe, o tan bueno como puede serlo un hombre que también sea novelista, es decir, tal vez nada bueno pero con tendencia a serlo, en última instancia. De no ser así, ¿para qué escribir? Y también se aloja en mujeres. Como el trematodo, como las lombrices intestinales: uno puede vivir y morir sin saber que ha sido el anfitrión de varias generaciones de ellos. ¿Quién tenía a Satanás en su hígado, en su intestino, aquel día fatídico del año pasado, o cuando volvió a sentir su presencia de forma indudable: West o ella?

Ancianos, hermanos, colgando de una soga con los pantalones caídos en los tobillos, ejecutados. En Roma habría sido distinto. En Roma las ejecuciones eran un espectáculo: tiraban de sus víctimas entre multitudes aullantes hasta la morada de las calaveras y allí los empalaban o los desollaban o los azotaban o los untaban de brea y les prendían fuego. Por comparación, los nazis eran mezquinos y avaros, ametrallando a gente en un descampado, gaseándolos en un bunker o ahorcándolos en un sótano. Entonces, ¿acaso lo que era excesivo en la muerte a manos de los nazis no era excesivo en Roma, donde todos los esfuerzos iban encaminados a sacar de la muerte el máximo de sufrimiento y dolor? ¿No es simplemente lo mugriento de ese sótano berlinés, una mugre que se parece demasiado a la realidad, al mundo moderno, lo que ella no puede soportar?

Es como golpearse una y otra vez contra una pared. No quería leer, pero leyó. La violaron, pero ella conspiró en la violación. «Él me obligó», dice ella, pero ella obliga a otros.

No tendría que haber venido. Las conferencias son para intercambiar ideas, al menos esa es la teoría de las conferencias. Y uno no puede intercambiar ideas cuando no sabe lo que piensa.

Alguien rasca la puerta y se oye la voz de una niña:

– Mammie, er zit een vrouw erin, ik kan haar schoenen zien! Elizabeth tira de la cadena a toda prisa, abre el pestillo y sale.

– Lo siento -dice, eludiendo las miradas de la madre y la hija.

¿Qué estaba diciendo la niña? «¿Por qué tarda tanto?» Si entendiera su idioma, podría informar a la niña. «Porque cuanto más vieja eres, más tardas. Porque a veces una necesita estar sola. Porque hay cosas que ya nunca se hacen en público.»

Sus hermanos. ¿Los dejaron usar el lavabo por última vez, o el hecho de estar cagándose era parte del castigo? Por lo menos Paul West corrió un velo sobre eso, por lo menos un poco de piedad, gracias.

Y después, nadie para lavarlos. Desde tiempos inmemoriales, un trabajo de mujeres. Y en el asunto del sótano no se permiten mujeres. Reservado el derecho de admisión: solamente hombres. Pero tal vez cuando todo terminó, cuando los dedos rosados del alba tocaron los cielos orientales, llegaron las mujeres, infatigables mujeres de la limpieza alemanas venidas de Brecht, y se pusieron a limpiarlo todo, a lavar las paredes, a fregar el suelo, a dejarlo todo como los chorros del oro, de forma que cuando terminaron uno nunca diría a qué habían estado jugando los chicos la noche anterior. Nadie lo habría sabido hasta que llegó el señor West y lo sacó todo a la luz de nuevo.

Son las once en punto. La siguiente sesión, la siguiente conferencia, debe de haber empezado ya. Elizabeth puede elegir. Puede irse al hotel, esconderse en su habitación y seguir lamentándose. O puede volver al auditorio de puntillas, sentarse en la última fila y hacer la segunda cosa para la que la han traído a Amsterdam: escuchar lo que otra gente tiene que decir sobre el problema del mal.

Tendría que haber una tercera opción, alguna forma de rematar la mañana y darle cierta forma y significado: algún enfrentamiento que dé pie a una última palabra. Se tendrían que organizar las cosas para que ella se encontrara con alguien en el pasillo, tal vez con el mismo Paul West. Entre ellos tendría que pasar algo, repentino como un relámpago, algo que a ella le iluminara el paisaje, aunque después regresara a su oscuridad natal. Pero el pasillo parece estar vacío.

7. EROS

Con Robert Duncan coincidió en una sola ocasión, en 1963, poco después de regresar de Europa. A Duncan y a otro poeta menos interesante llamado Philip Whalen los había traído de gira el US Information Service: eran los años de la guerra fría, así que había dinero para propaganda cultural. Duncan y Whalen hicieron una lectura en la Universidad de Melbourne. Después de la lectura fueron todos a un bar, los dos poetas, el hombre del consulado y media docena de escritores australianos de todas las edades, entre ellos Elizabeth.

Aquella noche, Duncan leyó su largo «Poema que empieza con un verso de Píndaro» y ella se quedó impresionda y conmovida. Se sentía atraída hacia Duncan y hacia su perfil romano adustamente atractivo. No le habría importado tener una aventura con él, y era tal su estado de ánimo en aquella época que ni siquiera le habría importado quedarse embarazada de él. Como una de esas mujeres mortales de los mitos que son embarazadas por un dios de paso y se quedan solas para criar a un vástago semidivino.

Ahora se acuerda de Duncan porque en un libro que le ha enviado un amigo americano se ha encontrado con una nueva versión de la historia de Eros y Psique, escrita por una tal Susan Mitchell, a quien no había leído nunca. Se pregunta por qué a los poetas americanos les interesa tanto Psique. ¿Encuentran algo americano en ella, en esa muchacha que, no contenta con el éxtasis que el visitante lleva cada noche a su cama, tiene que encender una lámpara, apartar la oscuridad y verlo desnudo? En su nerviosismo, en su incapacidad para marcharse sola, ¿acaso ven algo de sí mismos?

Ella también siente cierta curiosidad por los encuentros sexuales entre dioses y mortales, aunque no ha escrito nunca sobre ellos, ni siquiera en su libro sobre Maripn Bloom y su marido Leopold, acosado por los dioses. Lo que la intriga no es tanto la metafísica de esos encuentros como su mecánica, los detalles prácticos de la relación sexual a través de un abismo ontológico. Debe de ser duro tener a un cisne macho adulto empujando tu trasero con sus extremidades palmípedas mientras te penetra, o a un toro de una tonelada apoyando su peso gimiente en tu cuerpo. ¿Cómo se acomoda el cuerpo humano a la explosión del deseo divino cuando el dios no se molesta en cambiar de forma, sino que conserva su yo sobrecogedor?

Hay que decir a favor de Susan Mitchell que no elude semejantes preguntas. En su poema, Eros, que parece haber cobrado dimensiones humanas para la ocasión, está acostado boca arriba en la cama con las alas caídas a los lados, y la chica (es de suponer) está encima de él. La semilla de los dioses debe de haber fluido a mares (esta debió de ser también la experiencia de María de Nazareth, cuando se despertó de su sueño con la descarga del Espíritu Santo goteándole por los muslos). Cuando el amante de Psique se corre, sus alas quedan empapadas. O quizá las alas exudan semillas. Tal vez también se convierten en órganos de consumación. En los momentos en que ambos llegan juntos al climax, él se rompe como (en palabras de Mitchell, más o menos) un pájaro alcanzado por una bala en pleno vuelo. («¿Y la chica? -quiere preguntarle a la poetisa-. Si puedes explicar cómo ha sido para él, ¿por qué no nos dices cómo ha sido para ella?»)