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«Los dioses existen -escribe Friedrich Hölderlin, que ha leído a Kant-. Pero hacen sus vidas en alguna parte por encima de nosotros, en otro reino, al parecer no muy interesados en la cuestión de si existimos o no.» En tiempos pasados, aquellos dioses se pasearon por la tierra y caminaron entre los hombres. Pero para la gente moderna ya no es posible divisarlos, mucho menos recibir su amor. «Llegamos demasiado tarde.»

Ella lee cada vez menos a medida que envejece. Un fenómeno habitual. Sin embargo, siempre tiene tiempo para Hölderlin. «Hölderlin el del alma grandiosa», lo llamaría si fuera griega. Sin embargo, tiene sus dudas sobre el tema de los griegos en Hölderlin. Le parece demasiado inocente, demasiado propenso a creerse las cosas. No lo bastante alerta a los engaños de la historia. Le gustaría enseñarle a Hölderlin que las cosas casi nunca son lo que parecen. Cuando alguien nos mueve a lamentar la pérdida de los dioses, es más que probable que sean los propios dioses quienes nos mueven a ello. Los dioses no se han retirado. Es algo que no pueden permitirse.

Es extraño que el mismo hombre que delata la apatheia divina, la incapacidad de sentir de los dioses y su necesidad consiguiente de que otros sientan por ellos, no pudiera ver los efectos de esa apatheia en su vida erótica.

El amor y la muerte. Los dioses, los inmortales, fueron quienes inventaron la muerte y la corrupción. Y, sin embargo, con un par de excepciones notables, no han tenido valor para probar su invento con ellos mismos. Por eso sienten tanta curiosidad por nosotros, por eso no paran de investigar. Consideramos a Psique una chica tonta y entrometida, pero ¿qué estaba haciendo un dios en su cama? Al marcarnos para la muerte, los dioses nos han dado una ventaja sobre ellos. De los dos, de los dioses y los mortales, somos nosotros los que vivimos con más ansia y sentimos con mayor intensidad. Por eso no se nos pueden sacar de la cabeza, no pueden pasar sin nosotros, nos vigilan sin parar y nos convierten en sus presas. Por eso, finalmente, no proscriben el sexo con nosotros, simplemente inventan reglas sobre dónde hacerlo, bajo qué forma y con cuánta frecuencia. Los inventores de la muerte y también los inventores del turismo sexual. Los éxtasis sexuales de los mortales, el escalofrío de la muerte, sus contorsiones y sus relajamientos: es de esas cosas que hablan sin parar cuando han bebido demasiado. De con quién lo experimentaron primero y de cómo les fue. Desearían tener ese pequeño temblor inimitable en su propio repertorio erótico para animar los encuentros sexuales entre ellos. Pero no están preparados para pagar el precio. La muerte, la aniquilación: ¿Y si luego no hubiera resurrección?, se preguntan recelosos.

Pensamos que esos dioses son omniscientes, pero la verdad es que saben muy poco y lo que saben lo saben muy en líneas generales. No tienen un corpus de conocimientos que pueden considerar propio, no tienen una filosofía propiamente dicha. Su cosmología es un surtido de lugares comunes. Su único talento es el vuelo astral y la única ciencia que han cultivado es la antropología. Se especializan en la humanidad debido a lo que nosotros tenemos y a ellos les falta. Nos estudian porque nos envidian.

En cuanto a nosotros, ¿acaso imaginan los dioses (¡qué ironía!) que lo que hace que nuestros abrazos sean tan intensos, tan inolvidables, es el vislumbre que nos proporcionan de la vida que imaginamos que tienen ellos, una vida que llamamos «el más allá» (ya que nuestro lenguaje no tiene una palabra para ello)? «No me gusta ese otro mundo», le escribe Martha Clifford a su corresponsal Leopold Bloom, pero miente: ¿por qué estaría escribiendo si no quisiera que un amante demoníaco se la llevara volando a otro mundo?

Entretanto, Leopold se pasea por la Biblioteca Pública de Dublín y, cuando nadie lo ve, mira furtivamente la entrepierna de las estatuas de las diosas. Si Apolo tiene una polla y unas pelotas de mármol, se pregunta, ¿tiene Artemis un orificio a juego? Una investigación estética, así es como le gusta llamar a la actividad en que está enfrascado: ¿hasta dónde llega el deber del artista hacia la naturaleza? Lo que realmente quiere saber, sin embargo, aunque no tenga palabras para ello, es si es posible la cópula con una divinidad.

¿Y ella misma? ¿Cuánto ha aprendido de los dioses en sus paseos por Dublín con ese hombre irremediablemente ordinario? Es casi como si estuviera casada con él. Elizabeth Bloom, la segunda y fantasmagórica esposa.

Lo que sabe a ciencia cierta de los dioses es que se pasan todo el tiempo mirándonos, nos miran la entrepierna, llenos de curiosidad y de envidia. A veces llegan a aporrear nuestra jaula terrenal. Pero ¿hasta dónde, sé pregunta hoy, llega realmente esa curiosidad? Más allá de nuestros dones eróticos, ¿sienten curiosidad, por nosotros, por sus especímenes antropológicos, igual que nosotros sentimos curiosidad por los chimpancés, por los pájaros o por las moscas? Le gustaría pensar que los dioses admiran a regañadientes nuestra energía, el ingenio interminable que ponemos en intentar eludir nuestro destino. «Unas criaturas fascinantes -le gustaría pensar que comentan entre ellos mientras beben ambrosía-. En muchos sentidos se nos parecen mucho. En concreto, tienen unos ojos muy expresivos. ¡Qué pena que les falte ese je ne sais quoi sin el cual nunca podrán ascender y sentarse entre nosotros!»

Pero tal vez se equivoca con respecto al interés que tienen por nosotros. O mejor dicho, tal vez antes tuviera razón, pero ahora se equivoca. En sus años mozos, le gustaría pensar, podría haberle dado al alado Eros razones para hacer una visita a la tierra. No porque fuera una gran belleza, sino porque ansiaba el contacto con el dios, lo ansiaba hasta el punto de sentir dolor. Porque su ansia, tan imposible de corresponder y por tanto tan cómica cuando guiaba sus movimientos, podría haber constituido una muestra genuina de lo que se estaba perdiendo en el Olimpo. Pero ahora parece que todo ha cambiado. ¿Acaso en el mundo actual se encuentran ansias tan inmortales como las que tenía ella? No en las columnas de anuncios personales, está claro. «Mujer blanca soltera, 1,60 m, treintañera, morena, interesada en la astrología y en ir en bicicleta, busca hombre blanco soltero de entre 35 y 45 años para amistad, diversión y aventura.» En ningún sitio dice: «Mujer blanca divorciada, 1,60 m, sexagenaria, con un pie en la tumba y el otro acercándose, busca dios, inmortal, forma terrenal inmaterial, para actividades no expresables en palabras». En la redacción fruncirían el ceño. Deseos indecentes, dirían, y la pondrían en el mismo saco que a los pederastas.

«Ya no apelamos a los dioses porque ya no creemos en ellos.» Elizabeth odia las frases que se apoyan en la palabra «porque». Las mandíbulas de la ratonera se cierran de golpe, pero el ratón se escapa todas las veces. ¡Y qué irrelevante resulta! ¡Qué desencaminado! ¡Peor que Hölderlin! ¿A quién le importa en qué creamos? La única pregunta que queda por hacerse es si los dioses continúan creyendo en nosotros, si podernos mantener vivo el último rescoldo de la llama que antes ardía en ellos. «Amistad, diversión y aventura»: ¿qué atractivo puede representarle eso a un dios? En el sitio de donde vienen hay diversión de sobra. Y belleza de sobra.

Es extraño que, a medida que el deseo va abandonando su cuerpo, ella vea de forma cada vez más clara un universo regido por el deseo. «¿Es que no habéis leído a Newton?», tiene ganas de decirle a la gente de la agencia matrimonial (también le gustaría decírselo a Nietzsche, si pudiera ponerse en contacto con él). «El deseo es bidireccionaclass="underline" A tira de B porque B tira de A, y viceversa: así es como se construye un universo.» O bien, si «deseo» sigue siendo una palabra demasiado tosca, ¿qué tal «apetencia»? La apetencia y el azar: un dúo poderoso, poderoso de sobra para construir una cosmología sobre él, desde los átomos y las cositas de nombre absurdo que componen los átomos hasta Alfa Centauri y Casiopea y la gran oscuridad de fondo que hay más allá. Los dioses y nosotros, arrastrados sin remedio por los vientos del azar y sin embargo atraídos los unos hacia los otros, no solo hacia B, C y D, sino hacia X, Y, Z, y también hacia omega. No es lo más insignificante, ni lo último, pero el amor lo reclama.