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Una visión, una abertura, igual que un arco iris abre los cielos cuando deja de llover. ¿Es suficiente para los ancianos tener de vez en cuando estas visiones, estos arco iris, a modo de alivio, antes de que regresen los chaparrones? ¿Es que hay que estar demasiado arruinado para unirse al baile antes de poder ver cómo funcionan las cosas?

8. EN LA PUERTA

Es una tarde calurosa. La plaza está abarrotada de visitantes. Pocos de ellos echan un vistazo a la mujer canosa que baja del autobús con una maleta en la mano. Lleva un vestido de algodón azul. Bajo el sol, tiene el cuello quemado y lleno de gotas de sudor.

Deja atrás las mesas de la acera y a la gente joven, mientras las ruedas de la maleta traquetean sobre los adoquines, y llega a la puerta, donde un hombre uniformado monta guardia con expresión soñolienta, apoyado en el rifle que sostiene delante de sí con la culata hacia abajo.

– ¿Es esta la puerta? -pregunta.

El guardia, a modo de confirmación, parpadea una vez por debajo de su gorro en punta.

– ¿Puedo entrar?

Con un movimiento de los ojos, el guardia indica la garita que hay a un lado.

La garita está hecha de paneles de madera prefabricados y dentro hace un calor asfixiante. En el interior, detrás de una pequeña mesa de caballete, está sentado un hombre en mangas de camisa, escribiendo. Un pequeño ventilador eléctrico le envía un chorro de aire a la cara.

– Perdone -dice ella. El hombre no le presta atención-. Perdone. ¿Puede alguien abrirme la puerta?

El hombre está rellenando un formulario. Sin dejar de escribir, dice:

– Primero tiene que hacer una declaración.

– ¿Hacer una declaración? ¿Ante quién? ¿Ante usted?

El hombre le pasa una hoja de papel con la mano izquierda. Ella deja la maleta y coge la hoja. Está en blanco.

– Antes de entrar tengo que hacer una declaración -repite ella-. ¿Una declaración de qué?

– De sus creencias. Tiene que decir en qué cree.

– Mis creencias. ¿Eso es todo? ¿No es una declaración de fe? ¿Y qué pasa si no creo? ¿Si no soy creyente?

El hombre se encoge de hombros. Por primera vez la mira directamente.

– Todos creemos. No somos ganado. Todos creemos en algo. Ponga usted en qué cree. Póngalo en la declaración.

Ya no tiene ninguna duda acerca de dónde está y de quién es. Es una solicitante ante la puerta. El viaje que la ha traído aquí, a este país y a este pueblo, el viaje que pareció llegar a su fin cuando el autobús se detuvo y su puerta se abrió a la plaza abarrotada, no ha terminado en absoluto. Ahora empieza un proceso de naturaleza distinta. Ahora se le pide que haga algo, que lleve a cabo una afirmación prescrita pero indeterminada, antes de que la consideren apta y la dejen entrar. Pero ¿acaso es este tipo el que la va a juzgar, este hombre fornido y rubicundo en cuyo uniforme más bien esquemático (¿es un guardia civil o militar?) no puede detectar marcas de rango y sobre el cual el ventilador, que no gira a la izquierda ni a la derecha, arroja una frescura que ella desearía que le fuera arrojada a ella?

– Soy escritora -dice ella-. Probablemente aquí no hayan oído hablar de mí, pero escribo, o he escrito, bajo el nombre de Elizabeth Costello. Mi profesión no es creer, sino escribir. Creer no es mi negocio. Yo hago imitaciones, como diría Aristóteles.

Hace una pausa y pronuncia la siguiente frase, la frase que determinará si este es su juez, si es la persona adecuada para juzgarla o, al contrario, si es simplemente el primero de una larga cola que lleva a quién sabe qué funcionario impersonal en alguna cancillería en algún castillo.

– Puedo hacer una imitación de la fe, si quiere. ¿Cumple eso con sus requisitos?

Aunque es una oferta que le han hecho muchas veces, la respuesta del hombre tiene cierto aire de impaciencia.

– Escriba la declaración tal como se la he pedido -dice-. Y tráigala cuando haya terminado.

– Muy bien, lo haré. ¿Hay algún momento en que no trabaje usted?

– Siempre estoy aquí -responde él. De lo cual ella deduce que este pueblo donde se encuentra, donde el guardián de la puerta no duerme nunca y la gente que hay en los cafés parece no tener ningún sitio adonde ir y ninguna obligación más que llenar el aire con sus conversaciones, no es más real que ella: no más, pero tal vez tampoco menos.

Sentada a una de las mesas de la acera, redacta con eficiencia la que va a ser su declaración. «Soy escritora, vendo ficciones -dice-. Solamente mantengo creencias de forma provisionaclass="underline" las creencias fijas serían un obstáculo para mí. Cambio de creencias igual que cambio de habitación o de ropa, de acuerdo con mis necesidades. Por esta razón (profesional, vocacional) solicito quedar exenta de una norma que oigo por primera vez, a saber: que todo solicitante ante la puerta debe afirmar una o más creencias.»

Lleva la declaración a la garita. Tal como casi esperaba, se la rechazan. El hombre de la mesa no la tramita a una autoridad superior: por lo visto, su declaración no merece ese trato. Se limita a negar con la cabeza, la deja caer al suelo y le da una hoja de papel nueva.

– Escriba en qué cree -le dice.

Ella regresa a su silla en la acera. ¿Me voy a convertir en una institución?, se pregunta. ¿En la vieja que afirma ser una escritora exenta de la ley? ¿En la mujer que, con su maleta negra siempre a cuestas (¿y qué hay dentro?, ya no se acuerda), escribe peticiones, una tras otra, que luego lleva al hombre de la garita y que el hombre de la garita desestima porque no son lo que se requiere para entrar?

– ¿Puedo echar un vistazo al otro lado? -dice en su segundo intento-. Un vistazo a ver qué hay al otro lado. Solo para ver si vale la pena el esfuerzo.

El hombre se levanta pesadamente de su mesa. No es tan viejo como ella, pero tampoco es joven. Lleva botas de montar. Sus pantalones azules de sarga tienen una raya roja al lado. ¡Qué calor debe de tener!, piensa ella. Ser el guardián de la puerta no es un trabajo cómodo.

El hombre la lleva más allá del soldado apoyado en su rifle, hasta que los dos están delante de la puerta, que es lo bastante grande como para resistir a un ejército. Se saca una llave casi tan larga como su antebrazo de una bolsa que lleva colgada del cinturón. ¿Será este el momento en que le dice que la puerta está destinada a ella y a nadie más que a ella, y que además el destino de ella es no cruzarla nunca? ¿Debería ella recordarle o informarle de que conoce la situación?

La llave gira dos veces en la cerradura.

– Adelante, quédese satisfecha -dice el hombre.

Ella se asoma por la abertura. El hombre abre la puerta un milímetro, dos milímetros y la vuelve a cerrar.

– Ya lo ha visto -dice-. Constará en acta.

¿Qué ha visto ella? A pesar de su escepticismo, esperaba que lo que hubiera detrás de esa puerta hecha de teca y de metal, pero también sin duda del tejido de la alegoría, fuera algo inimaginable: una luz tan cegadora que obnubilara los sentidos terrenales. Pero la luz no es para nada inimaginable. Es simplemente brillante, tal vez más brillante que las variedades de luz que ha conocido hasta ahora, pero no cualitativamente distinta, no más brillante que, por decir algo, un flash de magnesio prolongado indefinidamente.

El hombre le da una palmadita en el brazo. Es un gesto sorprendente viniendo de él, sorprendentemente personal. Como uno de esos torturadores, reflexiona ella, que afirman que no quieren hacerte daño y que simplemente están cumpliendo con su triste deber.

– Ahora que lo ha visto -le dice-, pondrá más empeño.

En el café pide una copa en italiano -el lenguaje adecuado, piensa ella, para un pueblo tan de ópera bufa- y paga con unos billetes que encuentra en su bolso, unos billetes que no recuerda haber adquirido. De hecho, son sospechosamente parecidos a dinero de juguete: por un lado tienen la imagen de un personaje ilustre del siglo diecinueve y por otro el valor, 5, 10, 25, 100, en distintos tonos de verde y guinda. ¿Cinco qué? ¿Diez qué? Pero el camarero acepta los billetes: de alguna forma deben de ser válidos.