– Su cinismo, quiere decir.
Cinismo. La palabra no le gusta, pero en esta ocasión está dispuesta a considerarla. Con suerte, será la última vez. Con suerte, no tendrá que someterse más a una situación de autodefensa y a las pomposidades que la acompañan.
– Sobre mí misma, sí, puede que sea cínica, en un sentido técnico. No puedo permitirme tomarme demasiado en serio ni a mí misma ni mis motivaciones. Pero hacia el resto de la gente, el resto de la especie humana o de la humanidad, no, no creo que sea cínica en absoluto.
– Entonces no es usted una escéptica -dice el hombre de en medio.
– No. El escepticismo es una creencia. Soy una no creyente, si me aceptan la distinción, aunque a veces creo que la no creencia también se convierte en un credo.
Se hace el silencio.
– Continúe -dice el hombre-. Continúe con su declaración.
– Eso es todo. No me he dejado nada en el tintero. A las pruebas me remito.
– Las pruebas son que usted es una secretaria. De lo invisible.
– Y que no puedo permitirme creer.
– Por razones profesionales.
– Por razones profesionales.
– ¿Y qué pasa si lo invisible no la considera a usted una secretaria? ¿Y si su cargo hace tiempo que fue derogado y no le llegó la carta de despido? ¿Y si tal vez nunca la nombraron secretaria? ¿Ha tenido en cuenta usted esa posibilidad?
– La tengo en cuenta todos los días. Estoy obligada a tenerla en cuenta. Si no soy lo que digo que soy, entonces soy una farsante. Si ese es el veredicto que ustedes consideran apropiado, que soy una falsa secretaria, lo único que puedo hacer es inclinar la cabeza y aceptarlo. Doy por sentado que han tenido ustedes en cuenta mi historial, el historial de toda una vida. Si me quieren hacer justicia, no pueden pasar por alto ese historial.
– ¿Qué pasa con los niños?
La voz suena cascada y sibilante. Al principio no puede distinguir a quién pertenece. ¿Es el Numero Ocho, el de las mejillas rechonchas y la piel rubicunda?
– ¿Los niños? No entiendo.
– ¿Y qué pasa con los tasmanios? -continúa-. ¿Con el destino de los tasmanios?
¿Los tasmanios? ¿Ha sucedido algo en Tasmania en el ínterin y ella no se ha enterado?
– No tengo ninguna opinión formada sobre los tasmanios -responde con cautela-. Siempre me han parecido una gente perfectamente decente.
El tipo hace un gesto impaciente:
– Me refiero a los antiguos tasmanios, los que fueron exterminados. ¿Tiene una opinión formada sobre ellos?
– ¿Se refiere a si han venido a mí sus voces? No, no me han venido, todavía no. Probablemente no soy digna a sus ojos. Probablemente querrían usar una secretaria de los suyos, y está claro que tienen derecho a ello.
Ella oye la irritación en la voz del tipo. ¿Qué está haciendo, dándole explicaciones a una pandilla de vejestorios que bien podrían ser unos pueblerinos italianos, o unos pueblerinos austrohúngaros, pero que se sientan ahí para juzgarla? ¿Por qué lo soporta? ¿Qué saben ellos de Tasmania?
– Yo no he hablado de voces -dice el hombre-. Le he preguntado por sus ideas.
¿Sus ideas sobre Tasmania? Si ella está desconcertada, el resto del tribunal también debe de estarlo, ya que su interrogador se ha vuelto hacia ellos para darles explicaciones.
– Tuvieron lugar atrocidades -dice-. Violaciones de niños inocentes. El exterminio de poblaciones enteras. ¿Qué piensa ella de esas cuestiones? ¿Acaso no tiene creencias que la guíen?
El exterminio de los tasmanios a manos de los compatriotas de ella, de sus antepasados. ¿Es eso finalmente lo que se esconde detrás de esta audiencia, de este juicio: la cuestión de la culpa histórica? Ella respira hondo.
– Hay cuestiones sobre las que uno habla y cuestiones sobre las que es apropiado refrenarse, incluso ante un tribunal, incluso ante el tribunal más elevado, si eso es lo que son ustedes. Sé a lo que van, y solamente respondo que, si a partir de lo que les he dicho hoy concluyen ustedes que no me importan esas cuestiones, están equivocados, equivocados del todo. Déjenme añadir, para que se instruyan: las creencias no son los únicos apoyos éticos que tenemos. También podemos apoyarnos en nuestros corazones. Eso es todo. No tengo nada más que decir.
Desacato al tribunal. Se está acercando al desacato. Es uno de los rasgos de su propio carácter que menos le gustan, esa tendencia a montar en cólera.
– Pero ¿y como escritora? Usted se presenta hoy no como una persona ordinaria, sino como caso especial, como destino especial, como una escritora que no solamente ha escrito libros de entretenimiento, sino también libros que exploran la complejidad de la conducta humana. En esos libros usted lleva a cabo un juicio tras otro, no puede ser de otra forma. ¿Insiste usted en decir que es un simple asunto del corazón? ¿Carece usted de creencias como escritora? Si una escritora no es más que un ser humano con un corazón humano, ¿qué tiene su caso de especial?
No es tonto. No es ningún cerdo con toga de satén, ningún porcus magistralis sacado de un grabado de Grandville. No está en la reunión del té del Sombrerero Loco. Por primera vez en lo que va de jornada se siente a prueba. Muy bien: a ver qué se le ocurre.
– Los aborígenes de Tasmania se cuentan hoy entre los invisibles, los invisibles a quienes hago de secretaria, una de tantas secretarias. Todas las mañanas me siento a mi mesa y me preparo para las citas del día. Así es como viven las secretarias y así vivo yo. Cuando los antiguos tasmanios me convoquen, si deciden convocarme, yo estaré lista y escribiré lo mejor que pueda.
»Lo mismo con los niños, ya que menciona usted a los niños violados. Todavía no me ha convocado ningún niño, pero también estoy lista.
»Pero les advierto una cosa. Estoy abierta a todas las voces, no solamente a las de los asesinados y los violados. -Intenta mantener la voz firme llegado este punto, intenta no dejar escapar ninguna nota que pueda ser considerada forense-. Si quien decide convocarme son sus asesinos y sus violadores, para usarme y hablar a través de mí, también les prestaré atención, no los juzgaré.
– ¿Hablaría en nombre de asesinos?
– Sí.
– ¿No hace una distinción entre el asesino y su víctima? ¿En eso consiste ser secretaria: en escribir lo que le digan? ¿En la bancarrota de la conciencia?
Sabe que está arrinconada. Pero ¿qué importa estar arrinconada si eso sirve para que termine de una vez lo que cada vez se parece más a un concurso de retórica?
– ¿Creen que los culpables no sufren también? -dice-. ¿Creen que no llaman a gritos desde las llamas? «¡No me olvidéis!», gritan. ¿Qué clase de conciencia haría caso omiso de semejante agonía moral?
– Y esas voces que la convocan a usted -dice el hombre rechoncho-, ¿no se pregunta usted de dónde vienen?
– No. Mientras me digan la verdad, no.
– Y usted… que solamente consulta a su corazón, ¿es la jueza de la verdad?
Ella asiente con impaciencia. Es como el interrogatorio a Juana de Arco, piensa. «¿Cómo sabe de dónde vienen esas voces?» No puede soportar lo literario que es todo. ¿Es que no tienen ingenio para inventar algo nuevo?
Se ha hecho el silencio.
– Continúe -dice el hombre en tono alentador.
– Eso es todo -dice ella-. Usted ha preguntado y yo he respondido.
– ¿Cree que las voces vienen de Dios? ¿Cree usted en Dios?
¿Cree en Dios? Es una pregunta de la que prefiere mantenerse a distancia. ¿Por qué, incluso asumiendo que Dios existiera -por no preguntar qué quiere decir «existir»-, debería ser trastornado su sueño inmenso y monárquico desde los mundos inferiores por un clamor de «creos» y «no creos», como un plebiscito?
– Eso es demasiado privado -dice ella-. No tengo nada que decir.