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»Esa era una faceta de mi llamada telefónica: si yo, esta carcasa mortal, voy a morir, dejadme al menos vivir a través de mis creaciones.

Elizabeth Costello procede a reflexionar sobre lo efímero de la fama. Nos saltamos esa parte.

– Pero, por supuesto, el Museo Británico, o (ahora) la Biblio teca Británica no van a durar para siempre. También se hundirán y acabarán en ruinas, y los libros de sus estanterías se convertirán en polvo. Y de cualquier modo, mucho antes de que eso pase, a medida que el ácido vaya royendo el papel, a medida que aumente la demanda, los libros feos y no leídos y no deseados serán trasladados a algún otro edificio y metidos en una incineradora, y todo rastro de ellos desaparecerá del catálogo principal. Después será como si no hubieran existido nunca.

»He ahí una visión alternativa de la Biblioteca de Babel, más inquietante para mí que la visión de Jorge Luis Borges.

No una biblioteca donde coexisten todos los libros imaginables del pasado, el presente y el futuro, sino una biblioteca de la que están ausentes todos los libros que realmente fueron imaginados, escritos y publicados. Ausentes incluso de la memoria de los bibliotecarios.

»Así pues, esa es la otra y más patética faceta de mi llamada telefónica. Ya no podemos confiar en que la Biblioteca Británica ni la Biblioteca del Congreso nos salven del olvido, no más que en nuestra propia reputación. Eso es lo que debo recordarme a mí misma, y también a ustedes, en esta noche para mí de orgullo en el Altona College.

»Y ahora déjenme retomar mi tema: "¿Qué es el realismo?".

»Hay un relato de Franz Kafka, tal vez lo conozcan, en el que un simio, vestido para la ocasión, pronuncia un discurso ante una asociación de gente erudita. Se trata de un discurso pero también de un test, un examen, una defensa de tesis. El simio no solamente tiene que demostrar que puede hablar el idioma de su público, sino que ha aprendido a dominar sus modales y convenciones y es apto para entrar en su asociación.

»¿Por qué les estoy recordando el relato de Kafka? ¿Acaso voy a fingir que soy el simio, arrancado de mi entorno natural y obligado a actuar ante una reunión de desconocidos enjuiciadores? Espero que no. Soy una de ustedes, no soy de una especie distinta.

»Si conocen el relato, recordarán que está escrito en forma de monólogo, un monólogo del simio. Debido a esa forma, ni el orador ni el público pueden ser inspeccionados desde una perspectiva externa. Por lo que sabemos, es posible que el orador no sea "realmente" un simio, puede que sea un simple ser humano como nosotros que se cree un simio, o bien un ser humano que se presenta, con profunda ironía y con intenciones retóricas, como un simio. Asimismo, es posible que el público no consista, tal como imaginamos, en caballeros rubicundos y patilludos que han cambiado las cazadoras de safari y los salacots por el esmoquin, sino en congéneres del simio, amaestrados, tal vez no hasta el punto en que lo está el orador, pero sí lo bastante como para pronunciar complejas oraciones en alemán y luego permanecer sentados en silencio y escuchar. Y si no están amaestrados hasta ese punto, están encadenados a sus asientos y adiestrados para no parlotear ni quitarse pulgas ni aliviar sus impulsos públicamente.

»No lo sabemos. No sabemos y no sabremos nunca con certeza lo que está pasando en ese relato: si trata de un hombre que se dirige a otros hombres o de un simio que se dirige a otros simios o de un simio que se dirige a hombres o de un hombre que se dirige a simios (aunque la última posibilidad es improbable, en mi opinión). Ni siquiera si se trata de un loro que se dirige a otros loros.

»Hubo una época en que lo sabíamos. Antes creíamos que cuando el texto decía "En la mesa había un vaso de agua", es que existía una mesa y un vaso de agua encima, y solamente teníamos que mirar el mundo-espejo del texto para verlos.

»Pero todo eso terminó. Parece que el mundo-espejo se ha roto de forma irreparable. Y sobre lo que está pasando en la sala de conferencias, ustedes pueden hacer conjeturas igual que yo: hombres y hombres, hombres y simios, simios y hombres o simios y simios. Puede que la sala de conferencias no sea más que un zoo. Las palabras de las páginas ya no se prestan a revisión ni cada una de ellas proclama: "¡Significo lo que significo!". El diccionario que solía haber junto a la Biblia y las obras de Shakespeare en la repisa de la chimenea, donde se guardaban los dioses lares en los píos hogares romanos, se ha convertido en un simple libro en código entre otros muchos.

»Esta es la situación en que yo aparezco ante ustedes. Confío en no estar abusando del privilegio de este estrado para llevar a cabo chistes ociosos y nihilistas acerca de lo que soy yo, de si soy simio o mujer y de lo que son ustedes, mi público. Ese no es el sentido del relato, y lo digo aunque no estoy en posición de dictar cuál es el sentido del relato. Había una época, creemos, en que podíamos decir quiénes éramos. Ahora no somos más que actores que recitamos nuestros papeles.

El fondo ha desaparecido. Podríamos pensar que se trata de un giro trágico de los acontecimientos, si no fuera porque es difícil sentir respeto por lo que fuera que hacía de fondo y ha desaparecido. Ahora nos parece una ilusión, una de esas ilusiones únicamente sustentadas por la mirada concentrada de todos los que ocupan la sala. Si retiramos la mirada un solo instante, el espejo cae al suelo y se hace añicos.

»Por tanto, existen todas las razones del mundo para que yo me sienta cada vez menos segura de las cosas ahora que estoy ante ustedes. A pesar de este premio espléndido, por el que estoy profundamente agradecida, a pesar de la promesa que supone de que estoy más allá de la zarpa envidiosa del tiempo, congregada en la ilustre compañía de quienes lo han ganado antes que yo, todos sabemos, si somos realistas, que es una simple cuestión de tiempo que los libros que ustedes honran, y con cuya génesis yo tuve algo que ver, dejen de ser leídos y al final acaben siendo olvidados. Tiene que haber algún límite a la carga de recuerdos que les imponemos a nuestros hijos y nietos. Ellos tendrán un mundo propio, del que cada vez formaremos menos parte. Gracias.

El aplauso empieza siendo vacilante y luego crece. Su madre se quita las gafas y sonríe. Es una sonrisa atractiva: parece estar disfrutando del momento. A los actores se les permite bañarse en aplausos, sean o no merecidos: a los actores, los cantantes y los violinistas. ¿Por qué no puede tener también su madre un momento de gloria?

El aplauso se desvanece. El decano Brautegam se acerca al micrófono:

– Habrá un refrigerio…

– ¡Perdón! -Una voz joven, clara y segura de sí misma se impone a la del decano.

Se produce cierta agitación entre el público. Las cabezas se vuelven.

– Habrá un refrigerio en el vestíbulo y una exposición de los libros de Elizabeth Costello. Por favor, únanse a nosotros allí. Sigue siendo para mí…

– ¡Perdón!

– ¿Sí?

– Tengo una pregunta.

La persona que ha hablado está de pie: una joven con una sudadera blanca y roja del Altona College. Brautegam está claramente desconcertado. En cuanto a su madre, ha dejado de sonreír. Conoce esa mirada. Ya ha tenido bastante, quiere marcharse.

– No estoy seguro -dice Brautegam, con el ceño fruncido, mirando a su alrededor en busca de apoyo-. Nuestro formato de esta noche no está abierto a preguntas. Me gustaría dar las gracias…