– No hay nadie más que nosotros. Es libre para decir lo que piense.
– No me han entendido. Quiero decir que sospecho que Dios no contemplaría con amabilidad esa presunción… La Presunción de privacidad. Prefiero dejar en paz a Dios. Y espero que él me deje en paz a mí.
Hay un silencio. Le duele la cabeza. Demasiadas abstracciones, piensa para sí misma: un aviso de la naturaleza.
El portavoz mira a su alrededor.
– ¿Más preguntas? -dice.
No hay ninguna.
Se vuelve hacia ella.
– Tendrá noticias nuestras. A su debido tiempo. Por los canales establecidos.
Está otra vez en la residencia, tumbada en su litera. Preferiría estar sentada, pero las literas tienen los bordes sobresalientes, como bandejas, y no permiten sentarse.
Odia esta sala calurosa y sin aire que le han adjudicado como hogar. Odia el olor, le repugna el contacto con el colchón grasiento. Y las horas aquí parecen más largas que las horas a las que está acostumbrada, en mitad del día. ¿Cuánto hace que ha llegado a este lugar? Ha perdido la noción del tiempo. Parece que haga semanas, incluso meses.
Por las tardes, cuando empieza a aflojar el calor, aparece en la plaza una orquesta. Desde su escenario decorado, los músicos, con sus uniformes blancos almidonados, sus gorros en punta y sus numerosas trenzas de hilo dorado, tocan marchas de Souza, valses de Strauss y canciones populares: «II pipistrello», «Sorrento». El director lleva el bigotito fino y pulcro de un Lotario de pueblo. Después de cada pieza sonríe y se inclina para recibir los aplausos, mientras que el gordo que toca la tuba se quita el gorro y se seca la frente con un pañuelo escarlata.
Exacto, piensa para sí misma, lo que uno esperaría en un poblacho perdido de la frontera italiana o austrohúngara en el año 1912. Algo salido de un libro, igual que está sacada de un libro la residencia, con sus colchones de paja y su bombilla de cuarenta vatios, y también todo lo del tribunal, incluido el alguacil soñoliento. ¿Es que lo han montado todo para ella, porque es escritora? ¿Es la idea que alguien debe de tener de lo que es el infierno para un escritor, o por lo menos el purgatorio: un purgatorio de tópicos? Sea lo que sea, ella tendría que estar fuera, en la plaza, no en este barracón. Podría estar sentada a una de las mesas a la sombra entre los murmullos de los amantes, con una bebida fría delante, esperando el primer roce de la brisa en su mejilla. Un lugar común donde los haya, sin duda, pero ¿qué le importa ya? ¿Qué le importa si la felicidad de las parejas jóvenes de la plaza es una felicidad fingida, si el aburrimiento del centinela es un aburrimiento fingido y las notas falsas que toca el corneta en el registro más agudo son notas falsas fingidas? Así ha sido la vida desde que llegó a este lugar: un sistema elaborado de lugares comunes ensamblados, incluyendo la carraca de autobús con el motor medio ahogado y las maletas sujetas con correas al techo, incluyendo la propia puerta con sus enormes clavos repujados. ¿Por qué no salir e interpretar su papel, el papel del viajero embarrancado en un pueblo y condenado a no salir nunca de él?
Pero, aunque permanezca oculta en el barracón, ¿quién dice que no está interpretando su papel? ¿Por qué iba a pensar que es la única que tiene el poder de permanecer al margen del juego? Y de todos modos, ¿en qué consistiría la verdadera tenacidad, las verdaderas agallas, más que en seguir adelante con su papel a pesar de todo? Que la banda acometa una pieza de baile, que las parejas se saluden con sendas inclinaciones y salgan a la pista, y allí, entre los bailarines, que esté ella, Elizabeth Costello, la veterana, con su vestido fuera de lugar, dando vueltas a su modo rígido pero no carente de elegancia. Y si eso es otro tópico -«ser una profesional, interpretar su papel»-, pues que lo sea. ¿Qué le da derecho a sentir asco por los tópicos cuando el resto del mundo los acepta y vive de acuerdo con ellos?
Pasa lo mismo con la cuestión de las creencias. «Creo en el irreprimible espíritu humano», eso es lo que tendría que haberles dicho a los jueces. Eso le habría permitido seguir adelante, y además entre aplausos y patadas al suelo. «Creo que toda la humanidad es una sola cosa.» Todos los demás parecen creérselo, parecen creer en ello. Hasta ella se lo cree de vez en cuando si está de humor. ¿Por qué no puede fingir por una vez?
Cuando era joven, en un mundo que ya no existe, uno se encontraba con gente que todavía creía en el arte, o por lo menos en el artista, y que intentaba seguir los pasos de los grandes maestros. No importaba que Dios hubiera fracasado y el socialismo también: uno podía seguir a Dostoievski, a Rilke o a Van Gogh con aquella oreja vendada que representaba la pasión. ¿Ha conservado ella esa fe infantil en su edad anciana y más allá: la fe en el artista y en su verdad?
De buenas a primeras diría que no. Está claro que sus libros no demuestran ninguna fe en el arte. Ahora que por fin se ha acabado la tarea de una vida entera de escritura, es capaz desde el presente de echarle un vistazo que resulta lo bastante distante, cree ella, e incluso lo bastante frío como para no llevarse a engaño. Sus libros no enseñan nada ni tampoco predican nada. Simplemente describen, intentando ser claros por encima de todo, cómo vivía la gente en cierto lugar y cierta época. Para decirlo de forma más modesta, describen cómo vivía una persona, una entre miles de millones: la persona a quien ella, para sus adentros, llama «ella», y a quien los demás llaman «Elizabeth Costello». Si resulta que ella cree en sus libros más de lo que cree en esa persona, solamente se trata de una creencia en el mismo sentido en que el carpintero cree en una mesa maciza o un tonelero en un barril recio. Ella cree que sus libros son más consistentes que ella.
Un cambio en el aire, un cambio que penetra incluso el espacio estancado de la residencia, le indica que el sol se está poniendo. Ha dejado pasar la tarde entera. Ni se ha ido a bailar ni ha trabajado en su declaración, simplemente ha estado cavilando. Ha perdido el tiempo.
Se refresca lo mejor que puede en el diminuto lavabo del fondo. Cuando regresa hay una recién llegada, una mujer más joven que ella, desplomada en una litera con los ojos cerrados. Se trata de una mujer a quien ha visto antes, en la plaza, en compañía de un hombre con un sombrero de paja blanco. Pensaba que era alguien del pueblo. Pero es evidente que no. Es evidente que también es una solicitante.
Y se le ocurre una pregunta que ya se le ha ocurrido antes: «¿Es eso lo que somos todos: solicitantes que esperamos nuestros juicios respectivos, algunos de los cuales acaban de llegar mientras que otros, los que tomo por nativos del pueblo, llevan aquí tanto tiempo que se han asentado y se han asimilado y forman parte del escenario?».
Hay algo en la mujer de la litera que le suena pero que no puede identificar. Ya desde que la vio por primera vez en la plaza le resultó familiar. Pero desde el principio la misma plaza y el pueblo le han resultado familiares. Es como si la hubieran transportado al decorado de una película que recuerda vagamente. La mujer de la limpieza polaca, por ejemplo, si eso es lo que es, si es realmente polaca, ¿dónde la ha visto antes y por qué le hace pensar en poesía? ¿Acaso esta mujer más joven también es poetisa? ¿Acaso tal vez no está en un purgatorio, sino en una especie de parque temático sobre la literatura, instalado aquí para entretenerla mientras espera, con actores disfrazados para parecer escritores? Pero, de ser así, ¿por qué están tan mal disfrazados? ¿Por qué no lo han hecho todo mejor?
Esto es en última instancia lo que resulta tan extraño de este sitio, o lo que resultaría extraño si el ritmo de la vida no fuera tan lánguido. La distancia entre los actores y los papeles que interpretan, entre el mundo que le ha sido dado ver a ella y lo que ese mundo representa. En la otra vida, si eso es lo que es esto, démosle ese nombre de momento… Si la otra vida resulta no ser más que un galimatías, una simulación de principio a fin, ¿por qué esa simulación fracasa de forma tan rotunda, y no solo por los pelos? Eso se les podría perdonar, pero es que no fracasa por los pelos, sino de largo.