Pasa lo mismo con Kafka. La muralla, la puerta y el centinela están sacados directamente de Kafka. Igual que la exigencia de confesión, igual que la sala con el alguacil dormitando y el tribunal de viejos con togas de cuervos fingiendo que prestan atención mientras ella intenta soltarse de las redes de sus propias palabras. Kafka, pero solamente la superficie de Kafka. Kafka reducido y aplanado hasta la parodia.
¿Y por qué a ella le han salido en concreto con Kafka? No es ninguna entusiasta de Kafka. La mayor parte del tiempo no puede leerlo sin impaciencia. Mientras Kafka se debate entre la impotencia y la lujuria, entre la rabia y el servilismo, a menudo ella lo encuentra, o por lo menos a sus yos llamados K, simplemente infantil. Así pues, ¿por qué la han metido dentro de una mise en scène tan -odia la palabra, pero no hay otra- kafkiana?
Una respuesta que se le ocurre es que el espectáculo está montado así precisamente porque a ella no le gusta. «No te gusta lo kafkiano, así que te lo vamos a plantar delante de las narices.» Tal vez para eso existen estos pueblos fronterizos: para enseñar una lección a los peregrinos. Muy bien, pero ¿por qué someterse a esa lección? ¿Por qué tomársela en serio? ¿Qué pueden hacerle esos supuestos jueces más que retenerla, día tras día? Y en cuanto a la puerta en sí que le cierra el paso, ya ha visto qué hay al otro lado. Hay luz, cierto, pero no es la luz que Dante vio en el paraíso, ni siquiera se le parece. Si van a impedirle que pase, pues muy bien, vale, que se lo impidan. Se pasará el resto de su vida, por llamarla de algún modo, aquí, holgazaneando de día en la plaza y retirándose por las noches para acostarse en medio del olor a sudor ajeno. No es el peor de los destinos. Seguro que hay cosas que puede hacer para matar el tiempo. Quién sabe, si encuentra una tienda que alquile máquinas de escribir, tal vez podría volver a escribir novelas.
Es por la mañana. Está sentada a su mesa en la acera, trabajando en su declaración, probando una táctica nueva. Ya que se jacta de ser una secretaria de lo invisible, va a concentrar su atención y volverla hacia dentro. ¿Qué voz de lo invisible oye hoy?
De momento, lo único que oye es el lento latido de la sangre en sus oídos, igual que lo único que siente es el suave contacto del sol en su piel. Por lo menos eso no se lo tiene que inventar: ese cuerpo mudo y fiel que la ha acompañado a cada paso del camino, ese monstruo amable y torpe que le ha tocado cuidar, esa sombra hecha carne que se yergue sobre dos patas como un oso y se lava a sí misma continuamente y desde dentro con sangre. No solamente está ella dentro de ese cuerpo, dentro de esa cosa que no podría haber imaginado ni en mil años, tan fuera de su alcance se encuentra, sino que de alguna forma ella es ese cuerpo. Y a su alrededor en la plaza, en esa hermosa mañana, la gente también es en cierta forma sus cuerpos.
De alguna forma, pero ¿cómo? ¿Cómo demonios pueden los cuerpos no solamente mantenerse limpios usando sangre (¡sangre!), sino también reflexionar sobre el misterio de su existencia y hacer declaraciones al respecto y de vez en cuando incluso tener momentos de éxtasis? ¿Acaso la propiedad que sea que le permite continuar siendo ese cuerpo cuando no tiene la menor idea de cómo funciona cuenta como una creencia? ¿Y acaso ellos, los jueces del tribunal que la examina, del tribunal que le exige que desnude sus creencias, se quedarían satisfechos con eso: «Creo que existo. Creo que lo que tienen ustedes delante hoy soy yo»? ¿O bien resultaría demasiado filosófico, demasiado propio de una sala de seminarios?
En la Odisea hay un episodio que siempre le provoca escalofríos. Odiseo ha descendido al reino de los muertos para consultar al vidente Tiresias. Siguiendo instrucciones, le corta la garganta a su carnero favorito y deja que su sangre mane por el surco. A medida que se derrama la sangre, los lívidos muertos se congregan a su alrededor, babeando por probarla, hasta el punto de que Odiseo tiene que sacar la espada para mantenerlos a raya.
El charco de sangre negra, el carnero agonizante, el hombre agazapado y listo para atacar y clavar la espada si es necesario, las almas lívidas y apenas distinguible de cadáveres… ¿por qué la atormenta esa escena? ¿Qué mensaje de lo invisible le trae? Ella cree sin vacilaciones en el carnero, el carnero al que su amo ha arrastrado a ese lugar terrible. El carnero no es una simple idea, el carnero está vivo aunque ahora mismo se esté muriendo. Si ella cree en el carnero, ¿cree también en su sangre, ese líquido sagrado, pegajoso, oscuro, casi negro, que mana a borbotones y cae a un suelo donde nada puede crecer? El carnero favorito del rey de Itaca, dice la historia, pero al final lo tratan como a un simple saco de sangre que cortar y vaciar. Ella podría hacer lo mismo aquí y ahora: convertirse en un saco, cortarse las venas y vaciarse sobre la acera, en la alcantarilla. Porque eso es, finalmente, lo que significa estar vivo: ser capaz de morir. ¿Es esa visión el resumen de su fe: la visión del carnero y de lo que le pasa al carnero? ¿Sería una historia lo bastante buena para ellos, para sus voraces jueces?
Alguien se le sienta al lado. Ella está enfrascada y no levanta la vista.
– ¿Está trabajando en su confesión?
Se trata de la mujer de la residencia, la que tiene acento polaco y que ella llama para sí misma la Kapo. Esta mañana lleva un vestido de algodón floreado de color verde lima, un poco anticuado, con un cinturón blanco. Le queda bien, queda bien con su pelo recio y rubio y con su piel tostada y sus huesos grandes. Parece una campesina en época de cosecha, robusta, eficiente.
– No, no es una confesión. Es una declaración de creencias. Eso es lo que me han pedido.
– Aquí las llamamos confesiones.
– ¿En serio? Yo no la llamaría así. En inglés no. Tal vez en latín o en italiano.
Se pregunta, y no es la primera vez, por qué todo el mundo que conoce habla inglés. ¿O está equivocada? ¿Está realmente esa gente hablando otros idiomas, idiomas que no le resultan familiares -polaco, húngaro, sorabo- y sus palabras están siendo traducidas al inglés, instantáneamente y de forma milagrosa, para ella? O bien en ese lugar el hecho de que todo el mundo hable un idioma común, por ejemplo el esperanto, es una condición de la existencia, y tal vez las palabras que salen de su propia boca no son palabras inglesas, tal como ella cree erróneamente, sino palabras en esperanto, del mismo modo que las palabras que habla la Kapo no son palabras en polaco aunque la mujer pueda creer que sí lo son. Ella, Elizabeth Costello, no recuerda haber estudiado nunca esperanto, pero podría equivocarse, igual que se ha equivocado con otras tantas cosas. Pero entonces ¿por qué son italianos los camareros? ¿O es que lo que ella toma por italiano no es más que esperanto con acento italiano y gestos italianos de las manos?
La pareja que hay sentada a la mesa de al lado tienen los dedos entrelazados. Se ríen y tiran el uno del otro, hacen chocar sus frentes y hablan en susurros. No parece que tengan confesiones que escribir. Pero tal vez no sean actores, tal vez no sean actores del todo como esa mujer polaca o esa mujer que interpreta a una mujer polaca. Tal vez no sean más que extras, instruidos para hacer lo que hacen cada día de sus vidas. Para hacer bulto en el bullicio de la plaza. Para darle verosimilitud y un efecto realista. La vida de un extra parece una vida agradable. Aunque llegada cierta edad uno debe de empezar a ponerse nervioso. Llegada cierta edad, la vida de extra debe de empezar a parecer una pérdida de un tiempo precioso.
– ¿Y que está escribiendo en su confesión?
– Lo que ya he dicho: que no puedo permitirme creer. Que en mi campo de trabajo uno tiene que suspender sus creencias. Que las creencias son una indulgencia, un lujo. Que suponen un obstáculo.