– ¿De verdad? Algunos creemos que el lujo que no podemos permitirnos es no creer.
Ella espera a que la mujer continúe.
– El no creer, el considerar todas las posibilidades, el flotar entre los opuestos, es la señal de una existencia de ocio, de una existencia ociosa -continúa la mujer-. La mayoría tenemos que elegir. Solamente las almas livianas flotan en el aire. -Se acerca más-. Déjeme que le dé un consejo para el alma liviana. Puede que le digan a usted que exigen creencias, pero en la práctica se contentan con pasiones. Muéstreles una pasión y la dejarán entrar.
– ¿Pasión? -responde-. ¿La pasión es la solución del enigma? Yo pensaba que la pasión no lo acercaba a uno a la luz, sino que lo alejaba. Pero usted dice que en este lugar la pasión ya es suficiente. Gracias por informarme.
Lo dice en tono de burla, pero su interlocutora no se ofende. Al contrario, se acomoda en su silla y asiente, esboza una sonrisa, como si diera paso a la pregunta que se avecina.
– Dígame, ¿cuántos pasamos? ¿Cuántos aprobamos el examen y cruzamos la puerta?
La mujer suelta una risa, una risa apagada y extrañamente atractiva. ¿Dónde la ha visto antes? ¿Por qué cuesta tanto recordar? Es como avanzar a tientas por entre la niebla.
– ¿Cruzar qué puerta? -dice la mujer-. ¿Cree usted que hay una sola puerta? -Una nueva risa le recorre el cuerpo, un temblor largo y abundante que hace que sus pechos voluminosos se bamboleen-. ¿Fuma usted? -dice-. ¿No? ¿Le importa?
Saca un cigarrillo de una pitillera dorada, enciende una cerilla y da una calada. Su mano es ancha y nudosa, una mano de campesina. Pero las uñas están limpias y perfectamente pulidas. ¿Quién es? «Solamente las almas livianas flotan en el aire.» Parece una cita.
– Quién sabe qué creemos en realidad -dice la mujer-. Lo tenemos aquí, enterrado en el corazón. -Se da un golpecito suave en el pecho-. Tan enterrado que ni siquiera nosotros podemos llegar. No son las creencias lo que piden las juntas. Basta con sus efectos, con el efecto de las creencias. Muéstreles que siente y ellos la dejarán pasar.
– ¿A qué se refiere con las juntas?
– Las juntas de examinadores. Las llamamos las juntas. Y nos llamamos a nosotros mismos los pájaros cantores. Cantamos para las juntas, para deleitarlos.
– Yo no me dedico al espectáculo -dice ella-. No soy una artista de variedades. -El humo del cigarrillo le va a la cara y ella lo aparta con la mano-. No puedo obtener lo que usted llama pasión si no la tengo. No puedo encenderla y apagarla a voluntad. Si esas juntas que dice usted no entienden eso…
Se encoge de hombros. Está a punto de decir algo sobre su billete, sobre devolver su billete. Pero sería demasiado grandilocuente, demasiado literario para un momento tan banal.
La mujer aplasta su colilla.
– Tengo que irme -dice-. Tengo que hacer unas compras. La mujer no dice de qué naturaleza son esas compras. Pero ella, Elizabeth Costello («Aquí los nombres se olvidan»: pues bueno, ella no está olvidando en absoluto su nombre) se da cuenta de lo pasiva que se ha vuelto y de que ha perdido toda curiosidad. A ella también le gustaría hacer unas compras. Aparte de la fantasía de la máquina de escribir, necesita crema para el sol y un jabón para su uso personal que no sea el tosco jabón carbólico del lavabo. Pero ni siquiera hace el gesto de preguntar dónde están las tiendas en ese lugar.
También se da cuenta de otra cosa. Ya no tiene apetito. Recuerda vagamente haber comido un helado de limón y macarrones con café el día anterior. Hoy la mera idea de comer la llena de asco. Nota el cuerpo desagradablemente pesado, desagradablemente corpóreo.
¿Está llamándola una nueva vocación: la de la gente flaca, los ayunadores compulsivos, los artistas del hambre? ¿Acaso sus jueces se compadecerán de ella si la ven consumirse? Se ve a sí misma, una figura esquelética en un banco público escribiendo su tarea; una tarea que nunca ha de completarse. «¡Que Dios me ayude! -murmura para sí misma-. ¡Demasiado literario, demasiado literario! ¡Tengo que salir de aquí antes de morirme!»
La frase regresa a ella en el crepúsculo, mientras está dando un paseo a lo largo de la muralla del pueblo y viendo cómo las golondrinas descienden en picado sobre la plaza. «Un alma liviana.» ¿Es ella un alma liviana? ¿Qué es un alma liviana? Piensa en burbujas de jabón flotando entre las golondrinas, elevándose más todavía hacia el empíreo azul. ¿Es así como la ve la mujer, la mujer cuyo trabajo es fregar el suelo y limpiar el lavabo (aunque ella nunca la ha visto hacer esas cosas)? Está claro que no ha tenido una vida dura, bajo ningún criterio, pero tampoco la ha tenido fácil. Tal vez tranquila, tal vez protegida: una vida en las antípodas, alejada de lo peor de la historia. Pero también dirigida, la palabra no es excesiva. ¿Tendría que buscar a la mujer y convencerla de la verdad? ¿Lo entendería la mujer?
Suspira y sigue caminando. Qué bello es este mundo, aunque solamente sea un simulacro. Por lo menos le queda eso.
Es la misma sala, con el mismo alguacil, pero los miembros del tribunal (o de la junta, como ahora debe acostumbrarse a llamarla) han cambiado. Ya no hay nueve, ahora hay siete y uno de ellos es una mujer. No reconoce ninguna de las caras. Y los bancos del público ya no están vacíos. Tiene una espectadora, una partidaria: la mujer de la limpieza, que está sentada sola con una bolsa de red sobre el regazo.
– Solicitante Elizabeth Costeño, Audiencia Número Dos -entona el portavoz de la junta de hoy (¿el juez jefe?, ¿el juez líder?)-. Tenemos entendido que tiene usted una declaración revisada. Por favor, proceda a leerla.
Ella da un paso adelante.
– Lo que creo -dice con voz firme, como una niña haciendo un recitado- es que nací en la ciudad de Melbourne, pero pasé parte de mi infancia en la Victoria rural, en una región de extremos climáticos: de sequías abrasadoras seguidas de lluvias torrenciales que llenaban los ríos de cadáveres de animales ahogados. Así es como lo recuerdo, en cualquier caso.
»Cuando bajaban las aguas (y ahora me refiero a las aguas de un río en concreto, del Dulgannon) quedaban atrás acres enteros de barro. De noche se oía el bramido de decenas de miles de ranas regocijándose en la generosidad del cielo. El aire estaba tan lleno de sus gritos como lo estaba a mediodía con el canto de las cigarras.
»¿De dónde llegaban de repente aquellos millares de ranas? La respuesta es que siempre están ahí. En la estación seca se meten bajo tierra, excavan y excavan para alejarse del calor del sol hasta que cada una de ellas ha creado una tumba individual. Y en esas tumbas mueren, por decirlo de algún modo. Los latidos de sus corazones se ralentizan, su respiración se detiene y adoptan el color del barro. Las noches vuelven a ser silenciosas.
»Y siguen así hasta que llegan las siguientes lluvias, que repican, por decirlo de algún modo, sobre los miles de tapas diminutas de sus ataúdes. Y en esos ataúdes empiezan a latir los corazones y empiezan a moverse las patas que llevaban meses sin vida. Los muertos despiertan. A medida que el barro solidificado se ablanda, las ranas empieza a excavar hacia la superficie y pronto sus voces resuenan nuevamente alegres y exultantes bajo la bóveda del cielo.
»Perdonen mi lenguaje. Soy o he sido escritora profesional. Normalmente me preocupo por esconder las extravagancias de la imaginación. Pero hoy, para esta ocasión, he pensando en no esconder nada, en desnudarlo todo. La sangre vivificante, el coro de bramidos gozosos, seguido de la retirada de las aguas y el regreso a la tumba, luego una sequía aparentemente interminable, luego más lluvias y la resurrección de los muertos: es una historia que presento de forma transparente, sin disfrazarla.
»¿Por qué? Porque hoy no estoy ante ustedes como escritora, sino como anciana que una vez fue niña y que les cuenta lo que recuerda de las marismas del Dulgannon de su infancia y de las ranas que viven allí, algunas tan pequeñas como la yema de mi meñique, unas criaturas tan insignificantes y tan alejadas de las preocupaciones elevadas de ustedes que de otra forma nunca llegarían a oír hablar de ellas. En mi relato, por cuyos muchos defectos les pido perdón, el ciclo vital de la rana puede parecer alegórico, pero para las ranas no es ninguna alegoría, es la cosa en sí, es lo único que hay.