¿Es eso cierto? Puede que no sea cierto, pero está claro que no es falso. Nunca se ha sentido tan fuera de lugar en su vida.
Su interrogador hace un gesto impaciente.
– No le estoy pidiendo que me enseñe su pasaporte. Aquí los pasaportes no tienen vigencia, estoy seguro de que usted lo sabe. La pregunta que le hago es: usted, y con eso quiero decir la persona que tenemos delante, esta persona que pide un salvoconducto, esta persona que está aquí y en ningún otro sitio, ¿está hablando por usted misma?
– Sí. No, enfáticamente no. Sí y no. Las dos cosas.
El juez mira a izquierda y derecha, a sus colegas. ¿Se lo imagina, o entre ellos despunta una sonrisa fugaz y una palabra susurrada? ¿Y qué palabra es? ¿«Confusa»?
El juez le da la espalda.
– Gracias. Eso es todo. Tendrá noticias nuestras a su debido tiempo.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo por hoy.
– No estoy confusa.
– No, no está confusa. ¿Pero quién es la que no está confusa?
Los jueces del tribunal, de su junta, ya no se pueden contener. Primero se deshacen en risitas infantiles, luego abandonan toda dignidad y empiezan a carcajearse.
Deambula por la plaza. Diría que es primera hora de la tarde. Hay menos bullicio que de costumbre. Los lugareños deben de estar haciendo la siesta. «Los jóvenes abrazados los unos a los otros.» Si volviera a tener mi vida, se dice con cierta acritud, la invertiría en otra cosa. Me divertiría más. ¿De qué me sirve una vida entera de escritura al llegar a la prueba final?
El sol es feroz. Tendría que llevar sombrero. Pero tiene el sombrero en el barracón y la mera idea de volver a entrar en ese espacio sin aire la repele.
No consigue olvidar la escena en el tribunal, la ignominia y la vergüenza. Y, sin embargo, en el fondo continúa extrañamente dispuesta a creer en las ranas. Y mañana ¿en qué? ¿En los mosquitos? ¿En los saltamontes? Los objetos de sus creencias parecen ser bastante arbitrarios. Aparecen sin previo aviso, sorprendiéndola e incluso, a pesar de su estado de ánimo sombrío, alegrándola.
Da un toquecito a las ranas con la uña del dedo. El tono que le devuelven es claro, claro como una campanada.
Da un toquecito a la palabra «creencia». ¿Cómo se miden las creencias? ¿Funcionará su prueba también con abstracciones?
El sonido que le devuelve «creencia» no es tan claro, pero sí lo bastante. Hoy, aquí y ahora, es evidente que no carece de creencias. De hecho, ahora que lo piensa, en cierto modo vive de sus creencias. Su mente, cuando es ella misma, parece pasar de una creencia a la siguiente, haciendo pausas, recuperando el equilibrio y siguiendo adelante. Se le aparece la imagen de una chica cruzando un arroyo. Viene junto con un verso de Keats: «Mantiene erguida la pesada cabeza al cruzar un arroyo». Vive de creencias, trabaja en creencias, es una criatura de creencias. ¡Qué alivio! ¿Debería regresar y decírselo a los jueces antes de que se quiten las togas (y antes de cambiar de opinión)?
Es sorprendente que un tribunal que se instaura para interrogar sobre las creencias se niegue a aprobarla. Deben de haber oído a otros escritores antes que ella, a otros creyentes descreídos o no creyentes crédulos. Los escritores no son abogados, eso tendrían que admitirlo, tendrían que admitir los discursos excéntricos. Pero, por supuesto, esto no es un tribunal de ley. Ni siquiera es un tribunal de lógica. Su primera impresión era cierta: es un tribunal sacado de Kafka o de Alicia en el País de las Maravillas, un tribunal de paradojas. Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros. O a la inversa. Si se garantizara de antemano que uno puede pasar la audiencia con anécdotas de la infancia, saltar con la pesada cabeza de una creencia a otra, de las ranas a las piedras a las máquinas voladoras, tan a menudo como una mujer cambia de sombrero (¿y de dónde viene esa línea?), todos los solicitantes elegirían la autobiografía y la taquígrafa del tribunal se vería barrida por torrentes de asociaciones libres.
Vuelve a estar frente a la puerta, ante lo que es evidentemente una puerta para ella y para nadie más que ella, aunque debe de ser visible para todo el mundo que se moleste en echarle un vistazo. Está cerrada, como siempre, pero la puerta de la garita está abierta y en su interior puede ver al guardián, al celador, ocupado como siempre con sus documentos, que el aire del ventilador levanta un poco de la mesa.
– Otro día caluroso -comenta ella.
– Miran… -murmura él sin dejar de trabajar.
– Cada vez que paso por aquí lo veo escribir -continúa ella, negándose a desistir-. Usted también es escritor en cierto sentido. ¿Qué escribe?
– Registros. Mantengo al día los registros.
– Acabo de tener mi segunda audiencia.
– Eso está bien.
– He cantado para mis jueces. He sido el pájaro cantor de hoy. ¿Usa usted esa expresión, «pájaro cantor»?
Él niega con la cabeza con expresión distraída: no.
– Me temo que la canción no me ha salido bien.
– Mmm…
– Sé que usted no es juez -dice ella-. Sin embargo, a su juicio, ¿tengo posibilidades de pasar al otro lado? Y si no lo consigo, si no soy considerada apta para pasar, ¿me quedaré aquí para siempre, en este sitio?
Él se encoge de hombros:
– Todos tenemos una posibilidad.
No ha levantado la vista ni una sola vez. ¿Quiere eso decir algo? ¿Quiere decir que no tiene valor para mirarla a los ojos?
– Pero como escritora -insiste ella-, ¿qué posibilidades tengo como escritora, con los problemas especiales de una escritora y sus fidelidades especiales?
«Fidelidades.» Ahora que ha sacado el tema, reconoce que es la palabra sobre la que se articula todo.
Él se vuelve a encoger de hombros.
– ¿Quién lo sabe? -dice-. Es una cuestión para las juntas.
– Pero usted lleva los registros… Quién pasa y quién no. Usted debe de saberlo, en cierto sentido.
El no contesta.
– ¿Ve a mucha gente como yo, a gente en mi situación? -continúa ella en tono apremiante, ya fuera de control, notando que ha perdido el control y despreciándose a sí misma por ello. «En mi situación»: ¿qué quiere decir eso? ¿Cuál es su situación? ¿La situación de alguien que no conoce su propia mente?
Tiene una visión de la puerta, del otro lado de la puerta, el otro lado que se le niega. A los pies de la puerta, bloqueando el avance, hay tumbado un perro, un perro viejo, con el pelaje leonado plagado de cicatrices de innumerables golpes. Tiene los ojos cerrados, está descansando, echando una cabezada. Detrás de él no hay nada más que un desierto de arena y piedra, hasta el infinito. Es su primera visión en mucho tiempo y no confía en ella, no confía en concreto en el anagrama inglés GOD-DOG. «Demasiado literario», piensa de nuevo. ¡Maldita sea la literatura!
Está claro que el hombre sentado a la mesa se ha hartado de preguntas. Deja el bolígrafo, junta las manos y la mira a los ojos.
– Todo el tiempo -le dice-. Vemos gente como usted todo el tiempo.
En esos momentos incluso una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carretas que sube una colina, una piedra cubierta de musgo, me importa más que una noche de éxtasis con la amante más hermosa y más entregada. Esas criaturas mudas y en algunos casos inanimadas se imprimen en mí con tanta plenitud, con un amor tan nítido, que no hay nada en mi embelesado campo visual que no tenga vida. Es como si todo, todo lo que existe y todo lo que puedo recordar, todo lo que toca mi pensamiento confuso, tuviera significado.
HUGO VON HOFMANNSTHAL,
«Carta de lord Chandos a lord Bacon» (1902)
EPILOGO
CARTA DE ELIZABETH, LADY CHANDOS, A FRANCIS BACON