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Querido y estimado señor:

Habrá recibido usted de parte de mi marido, Philip, una carta con fecha del 22 de este mes de agosto. No me pregunte cómo, pero una copia de esa carta ha llegado a mis manos y ahora añado mi voz a la de él. Me temo que pudiera usted pensar que mi marido le escribió en pleno ataque de locura, un ataque que acaso ya se le haya pasado. Le escribo para decirle que no es así. Todo lo que lea en la carta de Philip es cierto, salvo por una circunstancia: ningún marido puede conseguir esconderle un trastorno mental tan extremo a una esposa que lo ama. Llevo todos estos meses al corriente de la aflicción de mi Philip y sufriendo con él.

¿Cómo llegó a nosotros la tristeza? Recuerdo que hubo una época, antes de este período de aflicción, en que mi marido observaba como un embrujado los cuadros de sirenas y dríades, ansioso por penetrar en sus cuerpos desnudos y resplandecientes. Pero ¿cómo íbamos a encontrarle en Wiltshire una sirena o una dríade para que lo intentara? No me quedó más remedio que convertirme en su dríade: era en mí en quien penetraba cuando quería penetrar en ella. Era yo quien notaba sus lágrimas en mi hombro cuando nuevamente él no conseguía encontrarla en mí. «Dame un poco de tiempo y aprenderé a ser tu dríade, hablaré tu idioma de dríade», le susurraba yo en la oscuridad. Pero eso no lo consolaba.

Llamo al presente un período de aflicción. Sin embargo, en compañía de mi Philip también tengo momentos en que cuerpo y alma son una sola cosa, en que estoy lista para romper a hablar en las lenguas de los ángeles. A estos accesos los llamo «mis éxtasis». Vienen a mí -y escribo sin ruborizarme, no hay tiempo para ruborizarme- cuando estoy en brazos de mi marido. Él es mi único guía. No los tendría con ningún otro hombre. Él me habla en cuerpo y alma, con un habla sin habla. En mi interior, en cuerpo y alma, me introduce palabras que ya no son palabras (words), sino espadas (swords) llameantes.

No estamos hechos para vivir así, señor mío. Digo que mi marido introduce en mí «espadas llameantes», espadas que no son palabras. Es como un contagio, eso de decir siempre una cosa en lugar de otra («como un contagio», digo, y apenas me contengo de decir: «una plaga de ratas», porque últimamente vivimos rodeados de ratas). Como un caminante (mantenga la imagen en su mente, se lo ruego), como un caminante entro en un molino, oscuro y en desuso, y de pronto siento que los tablones del suelo, podridos por culpa de la humedad, se desmoronan bajo mis pies y me hundo en las aguas encrespadas del molino. Y, sin embargo, igual que soy eso (un caminante en un molino), al mismo tiempo no lo soy. Ni tampoco es un contagio lo que me acomete todo el tiempo, ni una plaga de ratas ni de espadas llameantes. Siempre es algo distinto a lo que digo. De ahí las palabras que he escrito más arriba: «No estamos hechos para vivir así». Solamente las almas extremas pueden haber sido concebidas para vivir así, en un estado en que las palabras se desploman bajo los pies de uno como tablones podridos («como tablones podridos», digo otra vez, no puedo evitarlo, no si quiero hacerle entender mi preocupación y la de mi marido; digo «hacerle entender», ¿qué es entender, qué quiere decir?).

No podemos vivir así, ni él ni yo ni usted, honorable señor (porque ¿quién puede asegurar que por medio de la carta de mi marido o, si no de su carta, entonces de la mía, no vaya usted a sufrir ese contagio que no es un contagio sino que es siempre otra cosa?). Puede llegar el momento en que esas «almas extremas» sobre las que escribo puedan ser capaces de soportar sus aflicciones, pero ese momento no ha llegado todavía. Será un momento, si alguna vez llega, en que los gigantes o tal vez los ángeles caminen por la tierra (ya dejo de contenerme, estoy cansada, me entrego a las figuras, ¿lo ve, señor, ve cómo me posee?; cuando no lo llamo «mi éxtasis» lo llamo «mi arrebato», el éxtasis y el arrebato no son lo mismo, pero, de formas que no confío en poder explicar, los veo con claridad, con «mi ojo», tal como lo llamo, «mi ojo interior», como si tuviera un ojo en mi interior que fuera examinando las palabras una por una cuando pasan, como soldados en un desfile, «como soldados en un desfile», digo).

Todo es alegoría, dice mi Philip. Todas las criaturas son cruciales para todas las demás criaturas. Un perro sentado al sol y lamiéndose, dice, se convierte en un momento dado en receptáculo de una revelación. Y tal vez dice la verdad, tal vez en la muerte de nuestro Creador («nuestro Creador», digo), donde nos revolvemos como si estuviéramos en el canal de un molino, nos entremezclamos con miles de otras criaturas. Pero ¿cómo, le pregunto a usted, puedo vivir con ratas y perros y escarabajos correteando por mi piel día y noche, ahogándome y boqueando, rascándome, tirando de mí, apremiándome cada vez más para llegar a la revelación…? ¿Cómo? «No estamos hechos para la revelación -quiero gritar-. Ni yo ni tú, mi Philip», una revelación que te quema los ojos como cuando miras al sol.

¡Sálveme, querido señor, y salve a mi marido! ¡Escriba! Dígale que todavía no ha llegado el momento, el momento de los gigantes y el momento de los ángeles. Dígale que todavía estamos en la época de las pulgas. Las palabras ya no llegan a él, tiemblan y se rompen, es como si («como si», digo) estuviera protegido por un escudo de cristal. Pero a las pulgas las entenderá, las pulgas y los escarabajos todavía atraviesan su cristal, y las ratas también. Y a veces yo, su mujer -sí, señor mío-, a veces también yo consigo atravesarlo con sigilo. «Presencias del infinito», nos llama, y dice que le provocamos escalofríos. Y ciertamente yo he sentido esos escalofríos, en medio de mis éxtasis los he sentido, hasta el punto de no saber ya si eran de él o eran míos.

«Ni el latín -dice mi Philip (he copiado las palabras), ni el latín ni el inglés ni el español ni el italiano pueden transmitir las palabras de mi revelación.» Y es cierto, hasta yo que soy su sombra lo sé cuando estoy en pleno éxtasis. Y aun así él le escribe a usted, igual que le escribo yo, pues es usted conocido entre todos los hombres por elegir sus palabras y ponerlas en el lugar correcto y por construir sus juicios igual que un albañil construye una pared con ladrillos. Mientras nos ahogamos, escribimos sobre nuestros destinos separados. Sálvenos.

Su obediente sierva,

ELIZABETH C.,

a 11 de septiembre, Anno Domini 1603