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– ¡Perdón! Tengo una pregunta para la galardonada. ¿Puedo hacerle una pregunta?

Hay un silencio. Todas las miradas se vuelven hacia Elizabeth Costello. Ella mira a lo lejos con expresión gélida.

Brautegam recobra la compostura.

– Me gustaría dar las gracias a la señora Costello, a quien hemos convocado aquí para rendirle honores. Por favor, únanse a nosotros en el vestíbulo. Gracias. -Y apaga el micrófono.

Mientras salen del auditorio, hay un murmullo. Nada menos que un incidente. El ve a la chica de la sudadera roja y blanca por delante de él entre el gentío. Camina rígida y muy erguida y parece enfadada. ¿Cuál iba a ser la pregunta? ¿No habría sido mejor dejar que saliera a la luz?

Él teme que la escena vaya a repetirse en el vestíbulo. Pero no se produce ninguna escena. La chica se ha marchado, ha desaparecido en la noche, tal vez se ha ido furiosa. Sin embargo, el incidente ha dejado un mal sabor de boca. Diga uno lo que diga, la velada se ha echado a perder.

¿Qué iba a preguntar? La gente forma corros y susurra. Parecen tener una idea bastante aproximada. Él también tiene una idea bastante aproximada. Algo relacionado con lo que se esperaba que la famosa escritora Elizabeth Costello dijera en una ocasión como esta y no ha dicho.

Él ve que el decano Brautegam y otros pululan alrededor de su madre y tratan de aligerar la situación. Después de todos sus esfuerzos, quieren que Elizabeth Costello se vaya a casa con una buena impresión de ellos y de la universidad. Pero también deben de estar pensando ya en 1997, confiando en que el jurado de 1997 elija a un ganador más ganador.

Elizabeth Costello se retira a dormir. Su hijo pasa un rato viendo la televisión en su habitación. Luego se inquieta y baja al salón del hotel, donde la primera persona a la que ve es la mujer que entrevistó a su madre en la radio, Susan Moebius. Ella le saluda con la mano. Moebius está con un acompañante, pero el acompañante se marcha enseguida y los deja solos.

Susan Moebius le resulta atractiva. Viste bien, mejor de lo que suelen permitir las convenciones del mundo académico. Tiene el pelo largo y dorado. Se sienta muy erguida en su silla, con los hombros rectos. Cuando se echa el pelo hacia atrás, su gesto resulta regio.

Eluden los acontecimientos del día. Se dedican a hablar del resurgimiento de la radio como medio cultural.

– Le ha hecho usted una entrevista interesante a mi madre -dice John-. Sé que ha escrito usted un libro sobre ella, que por desgracia no he leído. ¿La deja bien?

– Creo que sí. Elizabeth Costello ha sido una escritora crucial para nuestra época. Mi libro no es solamente sobre ella, pero ella es una figura central.

– Una escritora crucial… ¿Diría usted que es una escritora crucial para todos nosotros o solamente para las mujeres? Durante la entrevista me dio la impresión de que usted la ve únicamente como una escritora femenina o una escritora para mujeres. ¿Seguiría considerándola una escritora crucial si fuera un hombre?

– ¿Si ella fuera un hombre?

– Bueno, pues si usted fuera un hombre.

– ¿Si yo fuera un hombre? No lo sé. Nunca he sido un hombre. Ya se lo explicaré cuando lo haya probado.

Sonríen. Está claro que hay algo en al aire.

– Pero mi madre ha sido un hombre -insiste él-. También ha sido un perro. Puede meterse dentro de otra gente, dentro de sus existencias. Yo la he leído. Lo sé. Tiene el poder de hacerlo. ¿No es eso lo más importante de la ficción? ¿Que nos saca de nosotros y nos introduce en otras vidas?

– Tal vez. Pero su madre sigue siendo una mujer. Todo lo que hace lo hace como mujer. Habita en sus personajes como lo haría una mujer, no un hombre.

– Yo no lo veo así. Sus hombres me resultan perfectamente creíbles.

– No lo ve así porque no lo quiere ver así. Solamente una mujer podría verlo. Es algo entre mujeres. Si sus hombres son creíbles, pues bien, me alegro de saberlo, pero al fin y al cabo no es más que imitación. A las mujeres se les da bien la imitación, mejor que a los hombres. Incluso la parodia. Nuestro toque es más sutil.

Ella vuelve a sonreír. «Vea qué sutil puede ser mi toque», parecen decir sus labios. Unos labios suaves.

– Si hay algo de parodia en ella -dice él-, confieso que es demasiado sutil para mí. -Hay un largo silencio-. Entonces, ¿es eso lo que usted piensa? -dice por fin-. ¿Que los hombres y las mujeres vivimos vidas paralelas? ¿Que nunca nos encontramos?

La conversación ha cambiado de dirección. Ya no hablan de escritura, si es que alguna vez lo han hecho.

– ¿Qué cree usted? -dice ella-. ¿Qué le dice su experiencia? ¿Y acaso la diferencia es algo malo? Si no hubiera diferencia, ¿qué pasaría con el deseo?

Ella lo mira a los ojos con naturalidad. Es hora de irse. Él se pone de pie. Ella se quita las gafas y también se levanta. Al pasar a su lado él le toca el codo, y al establecerse el contacto le recorre el cuerpo una descarga que le produce vértigo. Diferencia. Polos opuestos. Medianoche en Pensilvania. ¿Qué hora es en Melbourne? ¿Qué está haciendo él en este continente extranjero?

Están solos en el ascensor. No el ascensor que usaban él y su madre. Uno distinto. ¿Dónde está el norte y dónde está el sur en este hotel en forma de hexágono, en este panal? Empuja a la mujer contra la pared, la besa y nota el sabor del humo en su aliento. «Investigación»: ¿es así como ella va a llamar después a esto? «¿Usar una fuente secundaria?» Él la vuelve a besar y ella lo besa a él, besa la carne de la carne.

Se bajan en el piso trece. Él la sigue por el pasillo, gira a la derecha y a la izquierda hasta que se pierde por completo. El corazón del panaclass="underline" ¿es eso lo que están buscando? La habitación de su madre es la 1254. La de él es la 1220. La de ella es la 1307. Le sorprende que exista ese número. Creía que los números pasaban del doce al catorce, que esa era la regla en el mundo de los hoteles. ¿Dónde está la 1307 en relación a la 1254? ¿Al norte, al sur, al este o al oeste?

Volvemos a dar un salto, esta vez no es un salto en la puesta en escena, sino en el texto mismo.

Cuando John se acuerda de esas horas, hay un momento que le regresa a la mente con fuerza inesperada, el momento en que la rodilla de ella pasa por debajo del brazo de él y se le dobla por debajo de la axila. Es curioso que el recuerdo de una escena esté dominado por un solo momento, carente de significado obvio y sin embargo tan nítido que casi siente el muslo fantasmal en la piel. ¿Acaso la mente por naturaleza prefiere las sensaciones a las ideas, lo tangible a lo abstracto? ¿O acaso el doblamiento de rodilla de la mujer no es más que una ayuda mnemotécnica, a partir de la cual se ha de desplegar el resto de la velada?

En el texto del recuerdo están tumbados a oscuras, uno al lado del otro, hablando.

– Así pues, ¿ha ido bien la visita? -pregunta ella.

– ¿Desde el punto de vista de quién?

– Desde el tuyo.

– Mi punto de vista no importa. Yo he venido por Elizabeth Costello. El punto de vista que importa es el de ella. Sí, ha ido bien. Ha ido bastante bien.

– ¿Detecto un toque de amargura?

– Para nada. He venido a ayudar. Eso es todo.

– Eres muy generoso. ¿Sientes que le debes algo?

– Sí. El deber filial. Es un sentimiento perfectamente natural en la especie humana.

Ella le alborota el pelo.

– No te enfades -le dice.

– No me enfado.

Ella se le acerca y lo acaricia.

– Bastante bien… ¿Eso qué quiere decir? -murmura ella. No se da por vencida. Hay un precio a pagar por el hecho de que él esté aquí, en su cama, por lo que cuenta como una conquista.

– El discurso no le ha salido bien. Eso la ha decepcionado. Lo trabajó mucho.

– El discurso en sí no tenía nada de malo. Pero el título no era adecuado. Y no tendría que haber acudido a Kafka en busca de ejemplos. Hay textos mejores.

– ¿Ah, sí?