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– Sí, mejores y más adecuados. Estamos en América en los años noventa. La gente no quiere oír hablar de Kafka otra vez.

– ¿Qué quieren oír?

Ella se encoge de hombros.

– Algo más personal. No tiene por qué ser más íntimo. Pero el público ya no responde bien a la autoironización histórica pesada. Como máximo podrían aceptarlo de un hombre, pero no de una mujer. Una mujer no necesita llevar esa armadura.

– ¿Y un hombre sí?

– Dímelo tú. Si es un problema, es un problema masculino. No le hemos dado el premio a un hombre.

– ¿Has considerado la posibilidad de que mi madre pueda haber superado ese asunto de los hombres y las mujeres? ¿Que pueda haber explorado ya esa cuestión y ahora vaya por algo más grande?

– ¿Como qué?

La mano que lo ha estado acariciando se detiene. Es un momento importante, él lo nota. Ella está esperando su respuesta, el acceso privilegiado que él promete. Él también nota la emoción del momento, eléctrica, temeraria.

– Como medirse con los muertos ilustres. Como rendir tributo a los poderes que la animan. Por ejemplo.

– ¿Es eso lo que ella dice?

– ¿No crees que eso es lo que ha estado haciendo toda su vida? ¿Medirse con los maestros? ¿Es que en tu profesión nadie lo reconoce?

No debería estar hablando así. No debería meterse en los asuntos de su madre. No está en la cama de esta desconocida por su cara bonita, sino porque es hijo de quien es hijo. Y, sin embargo, está hablando más de la cuenta, como un papanatas. Así debe de ser como trabajan las mujeres espía. La cuestión carece de sutileza. El hombre no es seducido porque su voluntad de resistirse sea vencida, sino porque el hecho de ser seducido es un placer en sí mismo. Uno cede por el puro hecho de ceder.

Se despierta una vez en plena noche, abrumado por la tristeza, una tristeza tan profunda que tiene ganas de llorar. Toca con suavidad el hombro desnudo de la mujer que tiene al lado, pero ella no reacciona. Le recorre todo el cuerpo con la mano: el pecho, el costado, la cadera, el muslo, la rodilla. Es hermosa en todos sus detalles, de eso no hay duda, pero lo es de una forma inexpresiva que ya no lo conmueve.

Tiene una visión de su madre en su enorme cama doble, encogida, con las rodillas dobladas y la espalda desnuda. De su espalda, de la carne anciana con textura de cera le salen tres agujas: no las agujas diminutas del acupuntor o el brujo de vudú, sino unas agujas gruesas y grises, de acero o de plástico: agujas de punto. Las agujas no la han matado, no hay que preocuparse por eso, está dormida y respira con regularidad. Y, sin embargo, está empalada.

¿Quién lo ha hecho? ¿Quién haría algo así?

Qué soledad, piensa, mientras su espíritu flota sobre la anciana en la habitación vacía. Se le rompe el corazón. Detrás de sus ojos se derrama la tristeza como una cascada gris. Nunca debería haber venido aquí, a la habitación 13, sea lo que sea. Ha sido un paso en falso. Tendría que levantarse de inmediato y salir a hurtadillas. Pero no lo hace. ¿Por qué? Porque no quiere estar solo. Y porque quiere dormir. «Dormir -piensa- enderezaría la manga enredada de la precaución.» ¡Qué forma tan extraordinaria de explicarlo! Todos los simios del mundo tecleando en máquinas de escribir no podrían dar con esa secuencia de palabras. Han salido de la oscuridad, de la nada: primero no estaban y luego estaban, como un recién nacido, con el corazón en funcionamiento y el cerebro en funcionamiento, con todos los procesos de ese intrincado laberinto electroquímico en funcionamiento. Un milagro. Cierra los ojos.

Otro salto.

Ella, Susan Moebius, ya está en la cafetería cuando él baja a desayunar. Va vestida de blanco, tiene un aspecto descansado y contento. Él se sienta con ella.

Ella saca algo de su bolso y lo deja sobre la mesa: el reloj de él.

– Va tres horas mal -dice.

– No son tres -dice él-. Son quince. Es la hora de Canberra.

La mirada de ella se posa sobre la de él, o bien la de él sobre la de ella. Moteados de verde. Él siente un tirón. ¡Un continente inexplorado del que está a punto de marcharse! Le acomete una punzada, una diminuta punzada de pérdida. Un dolor no exento de placer, como ciertos grados de dolor de muelas. Puede imaginarse algo bastante serio con esta mujer a la que probablemente no va a volver a ver nunca.

– Sé lo que estás pensando -dice ella-. Estás pensando que no vamos a volver a vernos nunca. Estás pensando: Una inversión malgastada.

– ¿Qué más sabes?

– Crees que te he estado utilizando. Crees que he estado intentando llegar a tu madre a través de ti.

Ella sonríe. No es tonta. Es una jugadora hábil.

– Sí -dice él-. No -suspira-. Te diré lo que pienso en realidad. Creo que, aunque no lo quieras admitir, te desconcierta el misterio de lo divino en lo humano. Sabes que mi madre tiene algo especial, eso es lo que te atrae de ella, pero luego la conoces y resulta no ser más que una anciana normal y corriente. No puedes cuadrar las dos cosas. Quieres una explicación. Quieres una pista, una señal, si no de ella, entonces de mí. Eso es lo que está pasando. No pasa nada, no me importa.

Extrañas palabras para pronunciarlas a la hora del desayuno, mientras toman café con tostadas. Él no sabía que las tenía dentro.

– Realmente eres hijo de ella, ¿no? ¿También escribes?

– ¿Te refieres a si estoy tocado por el dios? No. Pero sí, soy hijo de ella. No soy un expósito ni un niño adoptado. Salí de su cuerpo, berreando.

– Y tienes una hermana.

– Una media hermana, salida del mismo sitio. Los dos somos hijos de verdad. Carne de su carne y sangre de su sangre.

– Y nunca te has casado.

– Falso. Me casé y me divorcié. ¿Y tú?

– Tengo marido. Marido y un hijo. Un matrimonio feliz.

– Bien por ti.

No hay nada más que decir.

– ¿Tendré ocasión de decirle adiós a tu madre?

– Puedes pillarla antes de la entrevista para la televisión.

Otro salto.

El equipo de la televisión ha elegido el salón de baile por las cortinas de terciopelo rojo. Delante de las cortinas han instalado un sillón bastante recargado para su madre y una silla más ordinaria para la mujer que conversará con ella. Cuando llega, Susan tiene que atravesar la sala entera. Está lista para marcharse. Lleva una cartera de cuero de becerro colgada del hombro. Sus andares son naturales y confiados. John vuelve a sentir una punzada suave, como el roce de una pluma, la punzada de la pérdida próxima.

– Ha sido un gran honor poder conocerla, señora Costello -dice Susan, estrechando la mano de su madre.

– Elizabeth -dice su madre-. Disculpa el trono.

– Elizabeth.

»Quiero darle esto -dice Susan, y saca un libro de su cartera. La portada muestra a una mujer con una túnica de la Grecia antigua y un pergamino en la mano. Reclamar una Historia: Mujeres y memoria es el título. Por Susan Kaye Moebius.

– Gracias. Tengo muchas ganas de leerlo -dice su madre.

John se queda a la entrevista, sentado en un rincón, y mira cómo su madre se transforma en la persona que la televisión quiere que sea. Todas las cosas pintorescas que anoche se negó a decir ahora tienen permiso para salir: frases mordaces, anécdotas de infancia en el interior de Australia («Ha de tener usted en cuenta lo enorme que es Australia. No somos más que pulgas en su lomo. Somos unos recién llegados»), historias del mundo del cine, de actores y actrices con los que se cruzó en el camino, de las adaptaciones de sus libros y de lo que piensa de ellas («El cine es un medio que simplifica. Esa es su naturaleza. Es mejor que lo aceptemos. Funciona con pinceladas gruesas»). Seguidos de una mirada al mundo contemporáneo («Me alegra el corazón ver a tantas jóvenes fuertes que saben lo que quieren»). Incluso hace una mención a la observación de aves.

Después de la entrevista casi se olvida el libro de Susan Moebius. Es él quien lo recoge de debajo del sillón.