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– Me gustaría que la gente no me regalara libros -murmura ella-. ¿Dónde voy a encontrar espacio para ponerlos?

– Yo tengo espacio.

– Pues llévatelo tú. Quédatelo. Estaba interesada en ti, no en mí.

John lee la dedicatoria: «A Elizabeth Costello, con gratitud y admiración».

– ¿En mí? -dice él-. Creo que no. Yo solamente he sido -la voz le falla solamente un poco- un peón en el juego. Tú eres a quien ama y odia.

El apenas ha titubeado. Pero la palabra que primero le ha venido a la cabeza no ha sido «peón» sino «pedazo de uña».

Un pedazo de uña cortada que uno recoge a escondidas y envuelve en un pañuelo de papel y se lleva por motivos personales.

Su madre no responde. Pero le dedica una sonrisa, una sonrisa breve y repentina de -él no lo puede ver de otra forma- triunfo.

Se han acabado sus obligaciones en Williamstown. El equipo de la televisión está recogiendo. Dentro de media hora un taxi los llevará al aeropuerto. Ella ha ganado, más o menos. Y en terreno extranjero. Una victoria fuera de casa. Puede volver a casa con su verdadero yo a salvo y dejar atrás una imagen que es falsa, como todas las imágenes.

¿Cuál es la verdad sobre su madre? El no lo sabe, y a un nivel profundo no lo quiere saber. Está aquí solamente para protegerla, para cerrar el paso a los cazadores de reliquias, los contumelistas y los peregrinos sentimentales. Tiene opiniones propias, pero no las va a emitir. «Esta mujer -diría si tuviera que hablar-, en cuyas palabras confiáis como si fuera la sibila, es la misma persona que hace cuarenta años se escondía día tras día en su habitación alquilada de Hampstead, llorando a solas. Por las noches salía a las calles neblinosas para comprar el pescado frito con patatas del que se alimentaba y luego se quedaba dormida sin desvestirse. Es la misma mujer que después caminaba furiosa por la casa de Melbourne, con el pelo alborotado, y les gritaba a sus hijos: "¡Me estáis matando! ¡Me estáis arrancando la piel a tiras!". -(Después él se quedaba tumbado a oscuras con su hermana y la tranquilizaba mientras ella lloraba. Fue su primera experiencia de paternidad)-. Ese es el mundo secreto del oráculo. ¿Cómo podéis confiar en entenderla si no sabéis cómo es en realidad?»

No odia a su madre. (Mientras piensa esto, otras palabras resuenan al fondo de su mente: las palabras de uno de los personajes de William Faulkner que repite con insistencia desquiciada que no odia el Sur. ¿Qué personaje era?) Al contrario. Si la odiara, hace ya mucho tiempo que habría puesto la mayor extensión de tierra posible entre ambos. No la odia. Trabaja de sirviente en su templo, limpia el desorden que queda después del día sagrado, barre los pétalos, recoge las ofrendas y junta los óbolos de las viudas para llevarlos al banco. Puede que no participe en el frenesí, pero también rinde culto.

Una portavoz de lo divino. Pero «sibila» no es la palabra que mejor la califica. Ni «oráculo» tampoco. Demasiado grecorromana. Su madre no está cortada según el patrón grecorromano. Sería más bien india o tibetana: una diosa encarnada en una criatura, llevada en silla de ruedas de pueblo en pueblo para que la gente la aplauda y la venere.

Luego están en el taxi, conducen por calles que ya tienen un aura de calles que están a punto de olvidar.

– Bueno -dice su madre-. Una buena escapada.

– Creo que sí. ¿Tienes el cheque a buen recaudo?

– El cheque, la medalla, todo.

Salto. Están en el aeropuerto, en la puerta de embarque, esperando que anuncien el vuelo que cubrirá la primera etapa de su viaje a casa. Lentamente, por encima de sus cabezas, con un ritmo tosco y martilleante, suena una versión de Eine kleine Nachtmusik. Delante de ellos está sentada una mujer que come palomitas de un recipiente de papel, tan gorda que los dedos de los pies apenas le tocan el suelo.

– ¿Puedo preguntarte algo? -dice él-. ¿Por qué la historia de la literatura? ¿Y por qué un capítulo tan lúgubre de la historia de la literatura? El realismo: en este sitio nadie quería oír hablar de realismo.

Ella hurga en su bolso y no contesta.

– Cuando pienso en el realismo -continúa él-, pienso en campesinos congelados dentro de bloques de hielo. Pienso en noruegos con la ropa interior sucia. ¿Dónde le encuentras el interés? ¿Y dónde entra Kafka? ¿Qué tiene que ver Kafka con esas cosas?

– ¿Con qué? ¿Con la ropa interior sucia?

– Sí. Con la ropa interior sucia. Con gente que se hurga la nariz. Tú no escribes sobre esas cosas. Kafka no escribía sobre esas cosas.

– No. Kafka no escribía sobre gente que se hurga la nariz. Pero Kafka tuvo tiempo para preguntarse dónde y cómo su pobre simio cultivado iba a encontrar pareja. Y qué iba a pasar cuando lo dejaran a oscuras con la hembra perpleja y a medio domesticar que sus cuidadores algún día le traerían para que se apareara. El simio de Kafka está incrustado en la vida. Lo que importa es la incrustación, no la vida en sí. Su simio está incrustado igual que nosotros, yo en ti y tú en mí. Al simio lo seguimos hasta el final, hasta el final amargo e indecible, queden o no huellas en la página. Kafka permanece despierto durante los saltos en los que nosotros dormimos. Ahí es donde entra Kafka.

La mujer gorda los está observando con naturalidad. Sus ojillos miran alternativamente a uno y al otro: a la anciana del impermeable y al hombre de la calva incipiente que podría ser su hijo, discutiendo con sus acentos raros.

– Bueno -dice él-. Si lo que dices es cierto, es asqueroso. No es escribir, es ser cuidador de un zoo.

– ¿Qué preferirías? ¿Un zoo sin cuidadores, en el que los animales entraran en trance cada vez que dejaras de mirarlos? ¿Un zoo de ideas? ¿Una jaula para gorilas con la idea de un gorila dentro, una jaula para elefantes llena de ideas de elefantes? ¿Sabes cuántos kilos de excrementos sólidos deja un elefante en veinticuatro horas? Si quieres una jaula para elefantes de verdad con elefantes, de verdad, necesitas un cuidador de zoo que vaya a limpiar sus excrementos.

– Te estás yendo del tema, madre. Y no te pongas tan nerviosa. -Se vuelve hacia la mujer gorda-. Estamos hablando de literatura, de las reivindicaciones del realismo contra las reivindicaciones del idealismo.

Sin dejar de masticar, la mujer gorda aparta la vista de ellos. Él piensa en la masa de maíz masticado y saliva que la mujer tiene en la boca y se estremece. ¿Dónde termina todo esto?

– No es lo mismo limpiar jaulas de animales que mirarlos mientras hacen sus cosas -empieza él otra vez-. Hablo de lo último, no de lo primero. ¿Acaso los animales no merecen una vida privada igual que nosotros?

– No si están en un zoo -dice ella-. No si están expuestos al público. Cuando estás expuesto al público dejas de tener intimidad. En todo caso, ¿tú les pides permiso a las estrellas antes de mirarlas por un telescopio? ¿Qué pasa con la vida privada de las estrellas?

– Madre, las estrellas son pedazos de roca.

– ¿Ah, sí? Pensaba que eran rastros de luz de hace millones de años.

– Damos inicio al embarque del vuelo tres-dos-tres de United Airlines sin escalas a Los Angeles -dice una voz por encima de sus cabezas-. Los pasajeros que necesiten ayuda y las familias con niños pequeños pueden ir embarcando.

En el vuelo, Elizabeth Costello apenas toca la comida. Pide dos copas de brandy, una detrás de otra, y se queda dormida. Cuando, horas más tarde, inician el descenso sobre Los Ángeles, sigue dormida. El auxiliar de vuelo le da un golpecito suave en el hombro:

– Señora, el cinturón.

Ella no se inmuta. Él y el auxiliar de vuelo se miran. Él se inclina y le abrocha el cinturón sobre la cintura.

Ella yace hundida en su asiento. Tiene la cabeza ladeada y la boca abierta. Ronca ligeramente. Mientras el avión aterriza, brillan luces en las ventanillas y un sol muy brillante se pone sobre el sur de California. Puede verle a su madre el interior de los orificios nasales y de la boca, hasta la garganta. Y puede imaginarse lo que no ve: el gaznate, rosado y feo, contrayéndose al tragar, como una pitón, haciendo bajar cosas hasta su saco ventral en forma de pera. Se aparta de su madre, se ajusta su cinturón, se sienta con la espalda recta y mira hacia delante. No, se dice a sí mismo, no es de ahí de donde vengo. No es de ahí.