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Llevaba el pelo empapado y el agua le resbalaba por la cara. Sintió el impulso de levantar la mano y recoger las gotas que colgaban de sus pestañas, pero apretó los brazos contra los costados para dominarse.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Te he traído un regalo de bodas -dijo con una voz profunda y cálida.

Era la misma voz que ella oía una y otra vez en sueños, la misma que había gritado su nombre en las cumbres de la pasión. Le ofreció un paquete envuelto en un papel atractivo, lo suficientemente pequeño como para que le cupiera en la palma de la mano. Natalie lo aceptó y se obligó a sonreír.

– Eres muy considerado. No tenías que hacerlo.

– Quería hacerlo y quería tener la oportunidad de decirte que no me arrepiento de lo que pasó entre nosotros.

– Yo tampoco -dijo ella.

Pareció que él iba a tocarla. En el último momento, Chase lanzó una maldición y retiró la mano.

– Sólo deseo que seas feliz.

Natalie jugueteó con el regalo.

– ¿Y tú?

– Sobreviviré. Mi barco ya está en el puerto y he decidido hacer un viaje en cuanto escampe.

– ¿Adonde vas? -preguntó ella, dándose cuenta de que la conexión entre ellos se rompería para siempre.

– No tengo ningún plan. Donde me lleve el viento.

– Entonces, supongo que éste es el adiós definitivo.

Chase asintió, mirándola. Natalie podía ver la indecisión en sus ojos y se preguntó si él sería capaz de marcharse. Ella no podía mover los pies. Sus instintos la apremiaban a que se arrojara a sus brazos y no le soltara, pero había tomado una decisión y no podía echarse atrás.

– ¿Estás segura de lo que haces? -preguntó él, dándole una última claridad.

Natalie se mordió los labios para evitar que se le escaparan las palabras y asintió. Al final, Chase fue a su coche. Ella se quedó en la puerta, esperando que volviera mientras el viento helado la azotaba. Cuando no pudo soportar más el frío, entró en la casa y se sentó en un escalón. Sin darse cuenta abrió el paquete. Dentro había una saquito de cuero que contenía una brújula antigua, pequeña y delicada.

Se preguntó por qué se la habría regalado Chase. Al darle la vuelta encontró la respuesta. «En cualquier momento, esté donde esté». Eran las palabras que le había dicho y que ahora estaban grabadas en la brújula.

Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras apretaba el obsequio contra su corazón. Había consuelo en saber que él siempre estaría al otro lado del horizonte, esperando a que ella lo llamara. La conexión que había entre ellos no podían romperla matrimonios, años o mares infinitos. Chase siempre ocuparía un lugar muy especial en su corazón. Porque era el único hombre al que ella, podía amar.

– Nat, tenemos que irnos. Con esta lluvia habrá que salir un poco antes.

Natalie miró a su hermana y después volvió a contemplarse en el espejo.

– No te preocupes, no pueden empezar la boda sin la novia.

Se suponía que una boda debía ser el comienzo de un sueño, pero no para ella. Para Natalie significaba el final, la última página en una hermosa historia de amor. Al menos conservaba la brújula entre sus pechos, bajo el vestido, para que le diera valor para vivir con las decisiones que había tomado.

– ¿Nat?

Se volvió hacia su hermana con una sonrisa melancólica en los labios.

– Estás muy guapa, Lydia, como una princesa. ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeñas, después de que papá y mamá murieran? Nos metíamos en la cama y soñábamos que éramos unas princesas que habían raptado cuando eran bebés y las obligaban a vivir como huérfanas.

– Y esperábamos el día en que el rey y la reina vinieran a rescatarnos -siguió Lydia-. Habría grandes festejos en el reino y llevaríamos vestidos preciosos y diademas de diamantes.

– Y después nos casaríamos con príncipes guapos y viviríamos felices para siempre.

Lydia miró a su hermana como si tratara de leer sus pensamientos. Respiró profundamente y dejó escapar el aire.

– ¿Estás segura de lo que haces, Nat? Aún no es demasiado tarde para echarse atrás.

– ¿Por qué todo el mundo me pregunta si estoy segura? Primero Chase y ahora tú. He tomado mi decisión y no hay nada más que hablar.

– ¿Has visto a Chase? -preguntó Lydia arqueando una ceja.

– Ha venido esta mañana a darme un regalo. No te preocupes, todo va bien. Él lo comprende.

– Estupendo, así podrá explicármelo a mí -rezongó Lydia.

Natalie se obligó a sonreír y dio una vuelta completa para que su hermana le dijera qué tal estaba. Lydia tuvo que morderse los labios para no llorar.

– Como una princesa -dijo-. Será mejor que nos vayamos antes de que nos deshagamos en lágrimas. El chófer nos espera abajo.

– Ve tú primero -dijo Natalie.

– ¿Qué quieres decir?

– Que te adelantes tú. Yo iré en mi propio coche.

– Natalie, no puedes ir en tu coche a tu propia boda. No con este tiempo.

– No te preocupes -dijo Natalie, tomándola de la mano-. Adelántate y evita que todos se pongan nerviosos. Necesito pasar unos momentos sola.

– ¿Crees que vendrá? -preguntó Lydia.

– ¿Quién? -dijo Natalie, aunque sabía perfectamente a quién se refería.

– ¿Por eso sigues esperando, porque crees que volverá?

Natalie negó con la cabeza. No bastaba con desearlo para que sucediera, ya se habían despedido.

– Se ha ido para siempre. No volverá. Pero necesito pasar unos momentos a solas.

Lydia aceptó remisamente. Natalie volvió a contemplar a la desconocida del espejo. No estaba segura de cuánto tiempo hacía que estaba allí y la verdad era que no le importaba. Esperó hasta que ya no pudo seguir esperando mas y salió de la habitación.

La lluvia y el viento azotaban la ciudad, los truenos retumbaban en el cielo. Natalie tomó un paraguas, se subió el ruedo del vestido y corrió a su coche. Cuando la lluvia empezó a mojar el vestido y el velo, se arrepintió de no haber ido en la limusina. Además, descubrió que pisar el freno y el acelerador con aquel vestido resultaba casi imposible. La iglesia sólo estaba a diez manzanas de allí, pero las calles eran irreconocibles bajo la tormenta. El coche patinó y se dio cuenta de que había pasado por encima de un charco antes de que el agua saliera despedida a los lados. Sólo pudo avanzar unos metros más, el coche se detuvo. Natalie cerró los ojos.

– Quizá éste sea mi destino. Quizá esté escrito que no llegue a la iglesia -dijo mientras probaba la ignición-. Si no he de casarme con Edward, el coche no arrancará.

Pero el coche arrancó y Natalie consiguió aparcar frente a la iglesia. El destino quiso que llegara a pesar de todas las veces que lo tentó. Ni se perdió entre las calles, ni la alcanzó un rayo. Cuando llegó junto a Edward y su madre, tenía empapados los bajos del vestido y sus zapatos rezumaban agua.

– Llegas quince minutos tarde, dijo Edward -En qué estabas pensando.

– ¡Dios mío! -gimió la madre-. Estás hecha un desastre, las fotos saldrán horrorosas. ¡Qué humillación! Tú mírate.

Natalie se sacudió el vestido y le hizo una seña al organista de que empezara.

– Estoy bien. Podemos empezar cuando queráis.

Con un bufido de disgusto, la señora Jennings tomó a su retoño del brazo y lo arrastró hacia el altar. Cuando ocuparon su lugar, se dieron la vuelta para mirar al pasillo.

Lydia apareció a los pocos instantes.

– ¿Estás bien? Vaya susto, Nat. Creía que esta vez te habías ido de verdad. Edward ha estado a punto de mandar a casa a los invitados y la señora Jennings me miraba con ganas de estrangularme.