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– Careces de las más mínima aspiración en tu carrera -continuó John a pesar de su madre-. Pasas de una cosa a otra como si nada.

– No quiero trabajar en el negocio de la familia -contestó Chase-. Pero eso no significa que no trabaje.

– ¿Cómo puedes considerar ese negocio de importación una carrera? -dijo Patrick, uniendo fuerzas contra la oveja negra-. ¿Cuánto ganas al año?

– ¡Un vendedor de quesos! -exclamó John-. Eso cuando no navega alrededor del mundo persiguiendo mujeres. ¿Cuánto te parece a ti que puede ganar?

– Tengo intereses en una empresa que importa comida de gourmet y vino, no sólo quesos -dijo Chase, esforzándose por mantener la calma-. ¿He de recordaros que el tatarabuelo vendía leche y queso de puerta en puerta con una carretilla?

Nuestra familia mantiene una antigua relación de negocios con el queso.

– ¿Tener un pequeño negocio de importación no se parece ni de lejos a dirigir una división de las Donnelly Enterprises. ¿Cuándo fue la última vez que pusiste un pie en nuestras oficinas? -preguntó John.

– No me acuerdo de la última vez que fui invitado -contestó Chase.

El padre tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó maldiciendo en voz baja.

– Pues ahora te invito, maldita sea. Eres accionista y miembro de la junta. Ya es hora de que demuestres algún interés por el negocio. Te presentarás en el despacho de John mañana por la mañana.

– ¿Es una orden?

La expresión del padre se volvió gélida.

– Haz lo que quieras, pero si quieres conservar tu asiento en la junta, te sugiero que dediques unos cuantos días a la semana a aprender un poco más del negocio de la familia -dijo antes de salir del comedor.

Otro silencio incómodo se adueñó de la mesa. Nana miraba a Chase con una expresión curiosa. Como de costumbre, las esposas de John y de Patrick empastaron unas sonrisas educadas en sus labios, manteniéndose a una distancia segura de las riñas familiares. Y Oliva, la eterna forjadora de la paz, se aclaró la garganta antes de empezar a cortar la tarta.

– ¿Por qué no tomamos la tarta con un café en el solarium? -sugirió animadamente.

Todos se levantaron excepto Nana y Chase.

– No sé por qué tengo la impresión de que has sido tú la que ha orquestado todo esto -dijo él cuando se quedaron solos.

– Cree lo que más te plazca -dijo ella con una sonrisa enigmática en los labios.

Esa misma noche, más tarde, cuando dormía en su vieja habitación cargada de recuerdos de su infancia, Chase soñó con una mujer con el pelo del color del lino hilado y los ojos azules como un atolón del Pacífico. Estaba de pie, en la proa de su velero, la brisa agitaba su vestido largo y blanco, el sol había dorado su piel.

Ella sonreía y caminaba hacia Chase, pronunciando su nombre como si fuera el canto de una sirena. Cuando estuvo lo bastante cerca, él levantó una mano y empezó a desabrocharle el vestido. La tela cayó de sus hombros y se arremolinó a sus pies antes de que la brisa salada la atrapara y se la llevara por la borda. Ella se echó a reír con un sonido dulce y musical que el viento esparcía.

Y entonces cayó entre sus brazos, toda piel cálida y curvas suaves. Él la besó. Chase supo que nunca podría separarse de aquella mujer, de aquel deseo, de su esposa.

– ¡Estamos hablando de una boda, no de una OPA hostil!

Natalie Hillyard no respondió al principio, sino que siguió caminando por la acera, esquivando peatones a la hora de comer por las calles de Boston. Su hermana Lydia trataba de mantenerse a su altura, pero cuando llegaron al vestíbulo del Edificio Donnelly, se encontraba sin aliento y con las mejillas sonrosadas por el frío. Al fin, Natalie se detuvo y le dio la oportunidad de recuperarse.

– No entiendo por qué te parece tan sorprendente. Tengo toda mi boda plasmada en un organigrama. Le he puesto fecha a todas las decisiones, a cada compra, a cada acontecimiento con el minuto preciso y su exacto precio en dólares. Y el organigrama dice que tú y yo tenemos que visitar al florista exactamente a las cinco y treinta y siete, p. m. ¿Te vas a quitar esa mecha morada del pelo para el mes que viene?

Lydia se tocó el pelo. Nadie habría adivinado que eran hermanas. Natalie llevaba un traje de chaqueta y un sobretodo de cachemira. Salvo por la mecha morada, Lydia vestía enteramente de negro, encajando con su imagen de estudiante de arte.

– Bueno, quizá tu organigrama debería haberte dicho que me llamaras con unos cuantos días de antelación para hacérmelo saber. No puedo ir, Natalie. Tengo clase.

– Tengo todas tus clases en mi programa de horarios y no tienes clase esta tarde. Eres mi dama de honor, Lydia. La norma es que me ayudes con estas cosas.

– Nat, esto es una boda. El día más importante de tu vida. No tienes por qué hacerlo todo según las normas y al pie de la letra.

Frustrada, Natalie se sentó en un banco de mármol. Al cabo, la tensión de los preparativos estaba pasándole factura.

– Lo siento. Es que este día tiene que ser perfecto. No conoces a la familia de Edward. Su madre habría sido feliz pagando y dirigiendo, claro, toda la boda ella sola, pero es importante que demuestre que soy capaz de hacerlo yo. Cuando me case con Edward, tendré que organizar nuestra vida social. No quiero que piense que soy una mentecata.

– ¿Y tú quieres integrarte en su familia?

Lydia se pasó una mano por los cabellos, del mismo color que el pelo de su hermana salvo por el mechón morado.

– Es fácil ser de sangre azul si tienes el corazón de hielo -añadió-. El de tu futura suegra hace años que no se descongela.

– Lydia, no digas eso. Van a convertirse en mi familia. Por primera vez en mi vida, voy a disfrutar de la seguridad de una familia de verdad.

Una expresión dolida pasó por el rostro de Lydia.

– «Yo» soy tu familia. Desde que papá y mamá murieron, nos hemos tenido la una a la otra y siempre ha sido suficiente. Nat, hemos pasado mucho juntas durante los últimos veinte años y hemos sobrevivido. ¿Para qué necesitas a ese estirado de Edward? Él no te merece.

– Me ha estado esperando, durante toda la carrera y hasta que he podido consolidar mi posición. No todo el mundo hace eso, es un buen hombre. Le debo organizar la boda más perfecta que jamás se haya visto.

– Pero, ¿te estás oyendo? ¿Le debes casarte con él? Se supone que te debes casar con Edward porque estás locamente enamorada y no puedes vivir sin él. Hasta hoy, ni una sola vez te he oído decir que lo amabas. Y pasáis más tiempo separados que juntos.

Natalie se picó. La intuición de Lydia se acercaba a la verdad más de lo que ella quería admitir.

– Estás tergiversando mis palabras porque no te gusta. Pero resulta que yo le tengo mucho cariño…

– ¿Lo ves? ¡Ni siquiera eres capaz de pronunciar la palabra amor!

– ¿Amor? Bueno, ahí la tienes. Amo a Edward.

Lydia cruzó los brazos sobre el pecho y estudió a su hermana detenidamente.

– No te creo.

– Pues no me importa. Además, el amor está muy sobrevalorado. Edward y yo nos respetamos. Compartimos las mismas metas, el mismo enfoque de la vida. Nuestro matrimonio se basará en el compañerismo y la confianza, no en la lujuria.

Lydia gimió.

– ¡Ay, Señor! Nat, esto es peor de lo que imaginaba. Dime que al menos tienes una buena vida sexual.

– Mi vida sexual no es asunto tuyo -dijo ella, testarudamente-. ¿Qué hay de malo en lo que yo siento? Se supone que nuestros padres se querían, pero se pelearon como dementes hasta el último momento.

Lydia tomó la mano de su hermana.

– Sé que casarse con Edward parece una buena idea, pero creo que te casas con él por las razones más equivocadas. La seguridad monetaria y toda una familia de parientes políticos que van a estar pendientes de vosotros no lo son.

Natalie consultó su reloj, se quitó el sobretodo y se lo echó al brazo. Recogió su maletín, se alisó la falda.