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Lidia es una caza-recompensas que, junto a su inseparable dragón Dracela y su fiel amigo Gaúl, ha hecho de su vida una aventura. Esta forma de vida le permite seguir con su particular misión que no es otra que encontrar a Dimas Deceus y vengar la muerte de su familia.
Su último encargo: capturar al ladrón Bruno Mezzia, fugado hace pocos días. Tras capturar a Bruno (apuesto y fuerte) y mientras lo trasladan para su entrega, encuentran en su camino a Penélope Barmey en busca de ayuda para rescatar a su marido y, a cambio de su apoyo, les ofrece una llave élfica, pieza clave para vencer los peligros que les esperan en su camino y que facilitará que Lidia llegue hasta Dimas Deceus y culmine su venganza.
Estos acontecimientos les obligarán a posponer la entrega de Bruno. El camino que recorrerán hará que poco a poco Lidia se fije en Bruno y éste en ella, a pesar de que la guerrera intente esconder sus sentimientos mostrándose fría y ruda. Mientras Gaúl se dará cuenta de que el hermano del terrateniente que les ha hecho el encargo no ha dicho toda la verdad. Bruno no es un ladrón.
Megan Maxwell
Ella es tu destino
Parte 1
Saltando por encima de pedruscos afilados, Lidia, una cazarrecompensas fuerte y de piernas musculosas, corría dispuesta a dejarse la vida por alcanzar al hombre que habían ido a buscar. Dracela, su dragón alado, pasó volando a escasos metros por encima de ella.
—¡Yo iré por la derecha! —gritó Lidia—. Le cortaré el paso allí.
—De acuerdo —asintió Gaúl, su compañero.
Sin quitarle ojo, Lidia observó cómo aquel al que perseguían sabía lo que se hacía, pero al vislumbrar sangre en su costado supo que estaba herido. Eso la hizo sonreír. Aquella herida sangrante significaba que sería suyo.
Con la espada en una mano y la daga en la otra, llegó a lo alto de una roca al final del camino y se abalanzó sin miedo sobre su presa, un individuo llamado Bruno Pezzia.
Días antes, Lidia y Gaúl habían desembarcado de la goleta Rizalpilla en el puerto de Perla, tras surcar el mar de Banks y conseguir rescatar a la hija de un terrateniente de Londan. La recompensa que dicho terrateniente les había prometido por recuperar a su hija sana y salva, que había sido raptada por un comerciante egipcio en Feire, les ofrecía la oportunidad de continuar con su particular misión: encontrar a Dimas Deceus y vengar las muertes de sus familiares más queridos.
Pero el hermano del terrateniente les encomendó un nuevo encargo, al que no pudieron negarse. Debían encontrar a un ladrón llamado Bruno Pezzia, que se les había escapado pocos días antes. Y ése era precisamente el hombre que estaba ahora inconsciente en el suelo, con sangre en el costado, y al que Lidia amordazaba ya con maestría.
—Buen trabajo, jefa —sonrió Gaúl al llegar a su altura.
—Gracias —asintió ella—. Pero ha sido Dracela quien ha derribado al ladrón, no yo.
Gaúl miró al hombre que yacía inmóvil en el suelo y, al agacharse, vio que era joven y que, por los golpes en su rostro y la sangre en su costado, parecía haber sufrido una violenta tortura. Al ver cómo su compañero miraba al individuo, Lidia le espetó:
—Si quieres curar su costado, ¡cúralo!, pero no quiero oír ni un solo comentario. No me interesa cómo se hizo esos moratones, ni cómo se partió el labio. Cobraremos la recompensa y fin del asunto.
—Parece un tipo gallardo —murmuró Dracela con su voz profunda y adragonada—. Creo que las mujeres de tu especie lo considerarían un hombre apuesto y agradable de mirar.
Gaúl y la dragona se miraron y sonrieron.
—Me da igual lo que piensen las mujeres —bufó Lidia—. Para mí, este hombre es una simple mercancía. —Y, mirando a la dragona, añadió tras atarle al hombre las manos a la espalda—: Dracela, si tanto te gusta, disfrútalo antes de que lo entreguemos a su dueño.
—Un resoplido mío y lo carbonizo —se mofó la dragona—. Mejor no.
Diez minutos después, Gaúl cargó al individuo sobre uno de los caballos y todos se dirigieron hacia el camino del Sauce cansados del viaje. Harían noche cerca del arroyo.
Amanecía. El bosque despertaba de la quietud de la noche. Los pájaros comenzaban a trinar y los conejos corrían de un lado para otro en busca de comida para sus crías. El sol anaranjado iluminó sin piedad el rostro de Lidia, que intentaba descansar enroscada en su manta junto a una enorme roca.
—Maldita sea, ¿por qué no puedo dormir un poco más? —protestó dándose media vuelta mientras se tapaba la cara con la manta.
Si algo llevaba mal la joven era la falta de sueño. La inquietud no la dejaba descansar. Años atrás, una mañana en que había salido a cazar a lomos de su caballo Zorba, el malvado Dimas Deceus había entrado en su casa y había matado despiadadamente a sus padres y a su hermana Cora por el impago de una deuda.
Lidia nunca olvidaría lo que había sentido al regresar y encontrarse con la macabra escena. Miedo, dolor… Eso había sido al principio. Pero con el paso del tiempo esos sentimientos fueron reemplazados por la rabia y la furia.
A partir de ese día, Gaúl, el triste novio de su hermana fallecida, y ella misma juraron encontrar a Dimas Deceus y matarlo sin compasión. El tiempo los había convertido en dos reputados cazadores de recompensas, y aunque a la joven era la venganza la que la mantenía viva, esa misma venganza la estaba consumiendo. No podía descansar, y eso la iba minando día tras día.
Harta de dar vueltas e incapaz de conciliar el sueño, Lidia decidió dar su supuesto descanso por finalizado.
—Buenos días —la saludó Gaúl mientras preparaba con un poco de harina una especie de gachas sobre la fogata.
—Lo serán para ti —replicó ella con su habitual mal humor.
Gaúl sonrió al oírla. Desde que habían emprendido aquella aventura juntos, no había habido ni un solo día en que Lidia hubiera sonreído al levantarse. Apenas si lo hacía nunca, y eso lo entristecía en cierto modo.
Conocía a la joven de toda la vida. Aún recordaba a la muchacha alegre y dicharachera que había sido, a pesar de su innata brutalidad, cuando peleaba con Chenfu, un vecino chino que la había adiestrado en el arte de la lucha.
Aquello, tan propio de hombres, era algo que sus padres, Tedor y Monia, siempre le habían recriminado en vida. Si continuaba comportándose así, como una muchacha excesivamente ruda, nunca encontraría un hombre que quisiera desposarse con ella. Gaúl recordaba cómo Lidia sonreía al oírlos… Por aquel entonces, siempre sonreía.