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Boquiabierto porque supiera el nombre de su hermana y por el beso que le había dado minutos antes, Bruno se disponía a responder, pero Lidia dio entonces media vuelta y se encaminó hacia Penelope, que miraba con atención hacia el monte Coulis.

Al ver el desconcierto del guerrero tras lo ocurrido, Gaúl se le acercó, le propinó un codazo para llamar su atención y susurró en tono de mofa:

—Esto es inaudito. La jefa, rechazando un encargo, ¡increíble!

Dracela, que estaba tumbada en un lateral del camino y había observado la escena, murmuró mientras el enano Risco le limpiaba una uña:

—Tienes suerte, Bruno Pezzia, mucha suerte…

Él sonrió. Sin duda regresaría a Londan para vengar la muerte de su hermana, pero eso sería después de encontrar al marido de Penelope. Lo que al principio había sido un golpe de mala suerte había resultado ser todo lo contrario y, mirando a Lidia, aquella morena de modales no muy femeninos, replicó con socarronería:

—¿Sabéis? Creo que le gusto.

—Ten cuidado con ella —se mofó Gaúl—. El que avisa no es traidor.

—Quizá ella es tu destino —afirmó Risco mirándolo.

—En el fondo, esa fierecilla está loquita por mí —aseguró Bruno.

—Oh…, qué vanidoso —se guaseó la dragona mientras Gaúl y Risco se carcajeaban.

Bruno se estiró y, clavando la mirada en la cazarrecompensas que con su rudeza le estaba robando el corazón día tras día, murmuró:

—Sin duda éste va a ser el viaje más interesante de mi vida.

Gaúl y Dracela sonrieron. Era cierto, el viaje prometía.

No muy lejos de aquellos que bromeaban, Penelope observaba el cielo estrellado cuando notó que una mano se posaba en su hombro. Al volverse se encontró con Lidia, y ambas sonrieron.

Después de un silencio muy significativo, Lidia extendió una mano y Penelope vio sorprendida que la guerrera le ofrecía el colgante que le había arrancado del cuello el día que se conocieron; aquella maravilla de fino oro grabada con una «F» que su adorado Fenton le había regalado el día de su boda.

Las lágrimas afloraron a sus ojos y Penelope los cerró con fuerza mientras Lidia decía:

—Esto es tuyo, y sólo tú debes llevarlo.

La joven abrió los ojos, cogió el colgante que tanto significaba para ella y se lo llevó a los labios para besarlo.

Lidia, cuyas emociones parecían haber encontrado una puerta de escape tras conocer a Bruno, moduló la voz para no emocionarse y declaró:

—Buscaremos a tu marido en El Picual o donde sea y lo liberaremos. Y no porque desee que estés conmigo por la llave élfica, sino porque te aprecio, eres mi amiga y quiero que seas feliz.

Al oír su escueta pero clarísima declaración de amistad, Penelope la abrazó y Lidia sonrió feliz. La cercanía de las personas que habían llegado últimamente a su vida había conseguido que el hielo que rodeaba su congelado corazón comenzara a derretirse.

Además de su inseparable amigo Gaúl y de su maravillosa dragona Dracela, ahora en su vida estaba Penelope, una candorosa mujer a la que quería como a una hermana, un enano azul que sonreía sin parar y un apuesto y valeroso guerrero llamado Bruno Pezzia, que, con sus continuos retos, su paciencia y su manera de besarla había logrado abrirse paso hasta su corazón.

Esa madrugada, cinco jinetes y un dragón volador viajaron por el camino de la Piedra en dirección a El Picual. Debían encontrar a Fenton Barmey y no pararían hasta localizarlo.

Parte 2

Meses después, a muchos kilómetros de distancia

Frío.

Dolor.

Soledad.

Desasosiego.

Todas esas sensaciones y alguna más sentía Fenton Barmey en ese momento.

Aún recordaba la fallida huida que él y otros presos habían intentado una semana antes. En aquella desorganizada locura, la gran mayoría de ellos habían muerto desangrados por los brutales hombres de Dimas Deceus. A él lo habían lastimado en el costado, y muchos de los que habían resultado heridos morían con el paso de los días a causa de la sed o la desnutrición.

Habían transcurrido casi nueve meses desde que lo interceptaron en el norte y lo separaron de su preciosa Penelope, y Fenton se moría de angustia al pensar en ella.

¿Sería cierto lo que había oído? ¿Estaría bien?

A diferencia de otras mujeres, Penelope era dulce, tierna y tranquila. Le encantaba coser, cocinar, mimarlo, y era incapaz de levantar la voz por nada. Nunca se enfadaba, siempre sonreía, y pensar en el sufrimiento que su ausencia le estaría provocando, junto con el no saber de ella, lo estaba volviendo loco de preocupación.

La destartalada carreta que se dirigía hacia Trastian, donde Fenton iba encadenado junto a otros prisioneros para ser vendidos posteriormente y enviados al mundo nuevo, traqueteaba todo el tiempo, y la herida de su costado no paraba de supurar.

Con cuidado, la destapó y frunció el ceño al ver la mancha oscura que se estaba formando a su alrededor. Infección. Aquellos malditos guerreros que lo atormentaban todos los días no lograrían matarlo, pero aquella infección, si no la detenía a tiempo, lo haría y pronto.

Sin fuerzas, se recostó en los tablones de la carreta y cerró los ojos. Como siempre, miles de recuerdos acudieron a su mente. Recuerdos bonitos, alegres y llenos de vida. Recuerdos de otros tiempos que le hacían recordar el hombre que había sido. Pensó en sus padres y en su bondad, en sus hermanos y su complicidad, pero inevitablemente su mente se centró en recordar a su preciosa y dulce Penelope. En sus ojos cuando lo observaba, en su sonrisa cuando le sonreía, en su boca cuando le decía «Te quiero», en el tacto de sus manos cuando le acariciaba el rostro o en la entrega de su cuerpo cuando le hacía el amor. Todo. Absolutamente todo regresaba a su mente.

Pero no. No debía hacerlo. No debía castigarse más. Tenía que alejar aquellos pensamientos de él, porque aquello era el pasado. Él ya no era la persona que Penelope había conocido; era un monstruo desfigurado y sucio, y se avergonzaba sólo de pensar que pudiera verlo en su actual estado.

Él guerrero joven, divertido, gallarlo y lleno de vitalidad que Penelope conoció había desaparecido. Se había esfumado como su sonrisa, y Fenton dudaba que algún día volviera a verlo.

Los nueve meses que llevaba prisionero de un lado para otro habían hecho mella en él, convirtiéndolo en un ser hosco, desconfiado y repleto de cicatrices. La más grande, la que envolvía su corazón. Aunque la más visible era la que le habían infligido con una espada y le había desfigurado el lado derecho del rostro. Su fortaleza le permitió curarse, pero sus ojos se llenaron de odio y la rabia se instaló en su mirada.

Durante aquellos tortuosos meses, había conocido a muchas personas allá donde había estado cautivo. Tristes hombres y mujeres con historias desgarradoras que, por desgracia, acababan aún peor.

Un mes antes, había oído hablar a uno de aquellos presos sobre una cazarrecompensas que buscaba a un tal Fenton Barmey. Eso llamó su atención, y más cuando oyó que aquélla iba acompañada por un dragón, dos hombres, un enano azul y una bonita mujer llamada Penelope.