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—Si yo fuera tú, lo haría, Bruno.

El apuesto guerrero, sabedor de que Penelope nunca daba malos consejos, repuso:

—Quizá algún día lo haga.

—Hazle saber que ya no crees que ella sea tu destino —susurró Penelope.

—Cada día dudo más que ella sea mi destino —declaró Bruno.

—Ay, guapo Pezzia —tercio la enana—, si abrieras los ojos y miraras a tu alrededor, te aseguro que encontrarías a más de una mujer que se muere por tus huesos.

—No lo dudo —se mofó Risco.

Bruno sonrió. Tharisa era un encanto de chica, pero no era su tipo y, tras agacharse para quedar a su altura, susurró:

—El problema, preciosa, es que me gustan las cosas difíciles y…

—Bruno…, Bruno…

Todos levantaron entonces la mirada y vieron a dos preciosas jóvenes de bellos ojos castaños que caminaban hacia ellos. Eran Neirea y a Sandala, las hijas del mercader Goster der Moor, dos jóvenes preciosas que siempre estaban dispuestas a agradar a Bruno.

Gaúl, que se había percatado del gesto de enfado de la pequeña Tharisa al verlas, cuchicheó:

—Esto se pone interesante.

—Yo diría que peligroso —se mofó la dragona.

—Te secundo, Dracela…, te secundo —suspiró Risco al comprobar cómo la enana arrugaba la nariz.

Tharisa, al ver a aquellas dos acercarse contoneando las caderas hacia el objeto de su deseo, resopló pero no se movió del sitio. Bruno cambió su gesto rudo por otro más alegre, y la enana, durante un tiempo que se le hizo eterno, fue testigo de cómo aquellas dos atontadas se mesaban los cabellos para hablar con su hombre. Cuando vio que una de ellas le acariciaba el brazo con la yema de los dedos, ya no pudo soportarlo más. Con disimulo, se metió las manos en el minúsculo bolsillo de su falda plisada y, tras soplar unos polvos de color berenjena en dirección a Bruno, éste dijo para horror de las muchachas:

—¿Qué os ocurre hoy, que estáis tan feas, espantosas y ajadas?

—¡¿Cómo?! —exclamaron ellas molestas.

La carcajada de la dragona no se hizo esperar cuando Bruno agarró a Tharisa para sentarla sobre sus piernas y dijo:

—Chicas…, chicas…, chicas. Si al menos tuvierais la belleza de mi preciosa Tharisa, me resultaría más fácil miraros, pero siento deciros que ninguna de vosotras posee su fresca hermosura.

Las muchachas se miraron incrédulas. Pero ¿qué decía aquel loco?

Compararlas con aquella enana azul, bajita, culona, de ojos saltones y pelo de rata era el peor insulto que unas bellezas como ellas podían consentir. Y, ofendidas, dieron media vuelta y se alejaron ante las carcajadas de todos y la sonrisa malvada de Tharisa.

Entonces, de pronto, Bruno estornudó y se encontró con la enana sentada sobre sus piernas y a las jóvenes que se alejaban de él.

—Tharisa, ¿qué has hecho? —preguntó al intuir lo ocurrido.

—Nada, guapo Pezzia —suspiró ella oliendo su perfume varonil.

Él, sin embargo, no la creyó. No era la primera vez que se la jugaba, e insistió.

—Tharisa, estoy esperando.

La enana se retiró con un dedo los cuatro pelos que le caían sobre la frente y susurró encantada por su cercanía:

—Esas grotescas, fachosas y antiestéticas deslenguadas se han molestado porque has dicho que la mujer más bella, hermosa, linda, sublime y agraciada del campamento soy yo.

Bruno la miró. La enana pestañeó y él siseó mientras oía reír al resto:

—¿Yo he dicho eso?

—Oh, sí…, mi guapo Pezzia, ¡lo has dicho! —Aplaudió encantada Tharisa.

Molesto por los hechizos que en ocasiones la enana le lanzaba, Bruno suspiró. Debería enfadarse con ella, pero lo cierto era que no podía. Tharisa era un encanto de mujer, fuera de la especie que fuese.

Consciente de lo que pensaba, Risco se sentó a su lado.

—Amigo Bruno —le advirtió—, debes estar más alerta o una fea y culona, además de entrometida y azulada, enana… será tu perdición.

—Oh, sí…, lo presiento —corroboró Penelope.

—¿Me acabas de llamar fea y culona? —terció Tharisa.

Risco negó con la cabeza.

—Yo no he pronunciado tu nombre, Tharisa —replicó—, y en este campamento hay muchas enanas azules como tú.

La colleja que la pequeña Tharisa le dio a Risco resonó compacta y contundente.

En ese instante, Gaúl vio llegar corriendo a Lidia y se puso en alerta.

Sin necesidad de que la joven guerrera dijera nada, todos intuyeron por su gesto que algo ocurría. Rápidamente se arremolinaron a su alrededor y ella cruzó una rápida mirada con Bruno.

—Acabo de ver acercarse por el bosque de las Brumas una gran caravana de gente —declaró Lidia—. Pero están todavía muy lejos y no he podido distinguir si es la que esperamos. Dracela, necesito que vueles escondida entre las nubes y me digas de quiénes se trata.

—A tus órdenes, jefa.

Sin tiempo que perder, la dragona echó a volar y desapareció de su vista. Lidia se mesó el pelo y, tras ordenar a algunas mujeres que apagaran los fuegos rápidamente, miró a Gaúl y a Bruno.

No se sorprendió de ver a Tharisa con ellos. Desde que Bruno la había encontrado malherida meses antes, aquella enana se había convertido en su sombra. Al ver que Lidia la miraba, Tharisa levantó el mentón e instantes después se marchó seguida por Risco.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Lidia.

Gaúl, aún divertido por lo ocurrido, murmuró:

—Eres su máxima rival, ¡entiéndelo!

Lidia sonrió y Bruno sentenció mirándola con gesto serio:

—Quizá ya no lo sea.

La guerrera sonrió con sorna y él se alejó en dirección a un grupo que hablaba junto a la arboleda.

—Vaya…, vaya… Parece que el guapo Pezzia está enfadado —se mofó Gaúl.

Lidia no contestó. En ese instante, lo único que le importaba era saber si aquélla era la caravana de prisioneros de Dimas Deceus, que viajaba hacia Trastian para su venta.

Aun así, molesta, cogió el cazo de gachas que Penelope le tendía y se apoyó en una piedra para comer. Poco después vio a la joven Irida, que se acercaba al grupo de más allá, y más concretamente a Bruno. Durante varios segundos, Lidia los observó hablar, y se percató de cómo la joven pestañeaba. Sonrió.

—Veo que te hace gracia —cuchicheó Penelope.

Lidia asintió y siguió comiendo.

—Sonrío porque las mujeres despliegan sus encantos ante Bruno y él ni se inmuta —repuso.

Pero, nada más decir eso, observó cómo él estiraba el cuello y fijaba la vista al frente. Con curiosidad, Lidia siguió su mirada y vio que desembocaba en una guapa mujer morena que cargaba con un cubo de agua a la que nunca antes había visto.

—Es Aimil —explicó Penelope—. Se ha unido al grupo la pasada madrugada.

Lidia asintió y, al ver que Bruno caminaba hacia ella y, acto seguido, ambos se abrazaban emocionados, se quedó sin respiración. ¿Quién era aquella mujer?

Los observó durante algunos minutos. Ambos se tocaban el rostro, el cuello, los hombros, y se abrazaban una y otra vez. Sin lugar a dudas, se conocían. Pero ¿de qué?

Sin soltarla, Bruno cogió el cubo de agua que minutos antes ella llevaba y se alejó tras abrazarla con cariño y darle un tierno beso en la coronilla.

Por primera vez en mucho tiempo, Lidia se quedó sin palabras. Aquella efusividad la había dejado sin saber qué pensar, y Penelope, tan sorprendida como ella por lo que había visto, afirmó tras guiñarle un ojo a un estupefacto Gaúclass="underline"

—Menos mal que a ti lo que haga Bruno te da igual, ¿verdad?

Sin ganas de comer más gachas, Lidia dejó el cazo sobre la piedra.

—Por supuesto —replicó mientras perdía de vista a Bruno.

Gaúl se disponía a decir algo en ese momento cuando la sombra de Dracela apareció e instantes después, tras posarse con delicadeza, informó con su voz ronca:

—Es la caravana que esperábamos.

—¿Seguro? —preguntó Gaúl acomodándose el cinto.