—Sí —asintió la dragona—. Los guerreros de Dimas son inconfundibles.
—¿Has podido ver cuántos son?
—He contado tres carretas de presos y unos diez guerreros a los lados de ambas. También he visto varios enanos azules portando mantas y enseres. En total serán una treintena de guerreros y unos diez enanos.
—No son muchos —asintió Penelope tocándose el colgante que su marido le regaló.
Sin perder tiempo, Lidia ordenó que todos se reunieran y los informó de quiénes y cuántos eran los que llegaban. Luego decidieron urdir un plan entre todos.
—Podremos con ellos —dijo Penelope, animada ante la inminente lucha.
—No lo dudes, preciosa —sonrió Bruno, que volvía a abrazar a la morena.
Su respuesta hizo que la enana Tharisa mirara a Penelope y a la morena como a dos nuevas rivales. ¡Aquello era un sinvivir!
Todos hablaban entre sí, y Lidia esperó a que Bruno se posicionara a su lado como siempre, pero en esta ocasión no lo hizo. Eso la molestó, pero calló. Se lo veía muy concentrado en la morena.
—Por la distancia que hay desde aquí hasta Trastian, sin lugar a dudas harán noche en el camino —dijo Dracela, que hablaba con Gaúl.
—¡Perfecto! —asintió Lidia. Y, al ver que Bruno seguía alejado del grupo, decidió llamar su atención gritando—: Bruno Pezzia, ¿podemos contar contigo?
Él la miró y, con una sonrisa más amplia que la de noches antes, afirmó:
—Por supuesto. Contad conmigo como siempre.
Dicho esto, continuó hablando con la morena.
Cinco minutos después Lidia caminó hasta él molesta.
—Perdona —le espetó—. No quiero molestar, pero ¿serías tan amable de acercarte hasta donde estamos todos para poder concretar el plan de acción?
Bruno sonrió. Miró a la morena y, tras guiñarle un ojo, le dijo:
—Cuando termine iré a buscarte para charlar, ¿vale?
—De acuerdo —sonrió ella, y se marchó.
Una vez la joven estuvo lo suficientemente lejos, Lidia miró al hombre que hasta el momento siempre le había sonreído tan sólo a ella.
—¿Qué tienes tú que charlar con ésa? —inquirió.
Sorprendido y atónito por su gesto, Bruno la miró, luego miró a Penelope, que sonreía, y acercándose a Lidia susurró:
—Lo que quiera. No olvides que lo que ocurre entre nosotros ¡ocurre! Después hay que olvidarlo todo, ¿no es así?
Lidia notó como si tuviera fuego en las entrañas. Jamás había sentido celos de nadie, y no quería tenerlos ahora de aquella morena. Cuadró la mandíbula, alzó el mentón con soberbia y dijo:
—Vamos, regresemos con los demás. Nos están esperando.
Cuando se dio la vuelta, Bruno levantó la vista al cielo y sonrió.
Durante horas hablaron sobre cómo proceder y, una vez todo quedó claro, Lidia, que era quien llevaba la voz de mando en el campamento, afirmó:
—De acuerdo. Una vez acampen, visualizaremos sus posiciones y los atacaremos al anochecer.
Todos asintieron. Era lo mejor.
Tharisa, que una vez comenzada la reunión se había unido a ella junto a su Pezzia, preguntó mirando a la guerrera:
—¿Utilizarás el brebaje que preparé?
Lidia la miró. Por primera vez había sentido lo que la enana azul sentía al ver a Bruno con ella.
—Por supuesto —respondió con empatía—. Debemos echar tu brebaje en su cena y esperar a que haga efecto. Después, atacaremos.
Encantada de sentirse parte del grupo de acción, Tharisa saltó, y Bruno la levantó del suelo para abrazarla.
—Bien…, bien… —exclamó—. Bien por mi preciosa Tharisa.
Emocionada, alterada, estupefacta e impresionada, la enana asintió y, cuando Bruno la dejó de nuevo en el suelo, declaró:
—Os demostraré lo efectivo que es y lo buena que soy preparando brebajes.
De nuevo se abrió debate. Ahora sólo faltaba decidir quién se infiltraba en el campamento enemigo para echar el brebaje en la cocina.
Risco, que quería impresionar a Tharisa para que se fijara en él como hacía con el guapo Pezzia, se ofreció voluntario.
—Yo me introduciré en su campamento para echar el brebaje de Tharisa en la comida —dijo. Todos lo miraron, puesto que Risco no destacaba por su braveza—. Dracela ha dicho que ha visto a varios de mi especie entre ellos —prosiguió él—, y estoy seguro de que nadie reparará en un enano más.
—Buena idea, amigo —asintió Bruno chocando la mano con él.
—Sí. Es una idea prodigiosa, extraordinaria, sensacional —afirmó Tharisa de buen humor.
—De acuerdo —asintió Lidia con seriedad—. Esperemos a que sea noche cerrada. Después conseguiremos que Dimas Deceus rabie.
Todos sonrieron y levantaron sus espadas satisfechos. Era un buen plan.
Cuando la reunión hubo acabado, Lidia vio cómo Bruno se alejaba de ella.
—Tú te lo has buscado, querida —murmuró Dracela.
La guerrera, furiosa, no contestó. En vez de ello, dio media vuelta y caminó en sentido contrario.
Durante horas, Lidia esperó la llegada de Bruno, pero él no apareció. Sin lugar a dudas, se había tomado al pie de la letra aquello de ¡olvidar!
Después de la comida, mientras estaba sentada con Penelope bajo un árbol, vio pasear a la pareja por el campamento. La morena parecía divertida con lo que él le contaba y, sólo con ver el gesto de Bruno, supo que disfrutaba de la compañía de aquélla.
Penelope, viendo hacia adónde miraba su amiga, se disponía a decir algo cuando Lidia murmuró:
—Ni se te ocurra decirlo; sé muy bien lo que piensas. —Se levantó de un salto y añadió—: Voy a descansar un rato. Esta noche será larga.
Acto seguido, la cazarrecompensas se levantó y, tras dirigirle una sonrisa a Penelope, fue hasta su tienda y extendió su manta en el suelo. Se desnudó quedándose sólo vestida con una camisola, se tumbó y cerró los ojos.
Necesitaba descansar, pero las imágenes de Bruno y de aquella morena sonriendo la estaban atormentado. Se dio media vuelta para un lado, después para el otro y, cuando estaba a punto de estallar a causa del nerviosismo, la puerta de la tienda se abrió y apareció Bruno.
Ambos se miraron durante unos instantes pero ninguno de ellos habló. Al final, él caminó con paso decidido hacia su manta y la cogió. Lidia lo miró, la agarró y le preguntó sentándose:
—¿Adónde llevas tu manta?
—A donde me dé la gana —replicó él con gesto serio.
Todavía más desconcertada que antes, ella insistió:
—¿Te vas con la morena?… ¿Cómo se llamaba?
—Aimil —respondió él.
—Chico…, ha sido verla y se te ha iluminado la cara y la sonrisa. ¿A qué se deben tantos besos y abrazos?
El silencio se instaló de nuevo entre ellos hasta que Bruno preguntó:
—¿Te supone algún problema que me vaya de tu lado?
—Absolutamente ninguno —aseguró ella—. En todo caso, gano más espacio para dormir.
Bruno asintió al percibir su frialdad.
Sin duda podía marcharse cuando quisiera. Entre ellos nunca había habido normas, ni promesas, especialmente porque Lidia nunca las había querido.
Ella soltó entonces la manta y siseó:
—Si tu manta sale de mi tienda, ni tú ni ella volveréis a entrar.
Bruno la miró boquiabierto por su desafío. Finalmente asintió.
—Muy bien, jefa —dijo—. No hay ningún problema. Pero antes de que mi manta y yo salgamos de esta tienda, te voy a decir tres cositas.
Lidia se puso entonces en pie, levantó el mentón y siseó:
—Tú dirás.
Enfadado con la situación, puesto que había ido allí para hacer las paces con ella, él le espetó:
—La primera. No voy a mendigar ni tus besos, ni tus abrazos. Si tú, como mujer, no me necesitas, asumido está, y buscaré quien me necesite.
—Muy bien —afirmó Lidia con chulería—. ¿Cuál es la segunda cosa?