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—Así da gusto —dijo Bruno mientras metía las espadas de aquéllos en un gran saco.

—Ha sido el enfrentamiento más sencillo que hemos mantenido hasta ahora —sonrió Penelope mientras recogía los arcos para meterlos en otro saco.

Más tarde, las armas incautadas se repartirían entre su gente.

—Creo que hemos encontrado un buen aliado en el brebaje que preparó la bella Tharisa —rio Gaúl, y con picardía añadió—: Guapo Pezzia, deberías regalarle un besito…

—Calla y no la líes más —se mofó Penelope al ver cómo lo miraba Bruno.

Una vez acabaron de recoger las armas, Penelope comprendió que algo grave había pasado entre Lidia y él. No se habían acercado el uno al otro tras acabar la contienda y eso era raro. Muy raro. En especial, por Bruno, que siempre se preocupaba porque ella estuviera bien.

—Ya os dije que esa pequeña, rechoncha y fea enana azul tiene toda la pinta de ser una buena bruja —rio Risco.

De pronto, una colleja con la mano abierta de la susodicha cayó sobre la pequeña cabeza del enano y lo hizo maldecir.

Gaúl, Penelope y Bruno sonrieron con humor al presenciar la escena.

—Has sido un valeroso y esforzado enano, ¡pero no vuelvas a hablarme en tu vida! —espetó Tharisa.

—Vamos, no seas tan dura con él —terció Bruno—. Gracias a él y también a ti, hemos conseguido nuestro propósito. Los dos formáis un buen equipo.

Risco se estiró al sentirse importante, y la enana pestañeó mirando a su amado Pezzia.

—El problema será volver a encontrar la esencia dulce —murmuró ella—. Gasté toda la que tenía para este trabajo y ya no tengo más.

—No te preocupes. Encontraremos el modo de conseguirla —señaló Penelope cargando arcos.

—Tú sólo dinos dónde tenemos que ir a por ella e iremos, ¿verdad, Bruno? —Sonrió Gaúl.

Al oírlo, el guerrero sonrió pero no contestó, lo que extrañó a su amigo.

Pestañeando, Tharisa se acercó entonces hasta el gallardo Pezzia y, tras ponerse de puntillas para parecer más alta, murmuró con voz sensual, lo que hizo sonreír a Penelope:

—La esencia dulce sólo crece en las noches de luna llena bajo los robles de más de trescientos años. —Bruno se agachó para oírla mejor y, tras retirarse los cuatro pelos que le caían sobre la frente con coquetería, la enana prosiguió—: Para hacerse con ella hay que seguir tres cuidadosos pasos, guapo Pezzia.

—Qué interesante —asintió Bruno—. Y ¿qué pasos son ésos?

Consciente de que había conseguido toda la atención de su enamorado, y en especial su cercanía, Tharisa dio un paso más hacia él y susurró:

—El primero, localizar el roble. El segundo, esperar a que llegue la noche de luna llena, y el tercero, al sentirla brotar arrancarla antes de que la flor se vuelva violeta.

—Ningún problema, Tharisa. Así lo haremos —asintió Gaúl.

De pronto, una extraña lluvia dorada cayó sobre la cara de Bruno.

—Tharisa —señaló él—, ¿te han dicho alguna vez que tienes unos ojos preciosos y un cabello muy sedoso?

Entonces, Gaúl y Penelope lo miraron sorprendidos. ¿A qué venía eso de unos ojos preciosos y un cabello sedoso cuando la enana tenía los ojos saltones y cuatro pelos mal puestos?

—Oh…, oh… Eso no ha estado bien —susurró Risco al ver lo que aquélla acababa de hacer.

—No…, nada bien —convino Gaúl mientras miraba a su amigo, que sonreía como un bobo.

—Y se va a poner peor —murmuró Penelope al ver acercarse a Lidia.

La enana, al oír aquel piropo del hombre que ocupaba gran parte de sus sueños, suspiró y, acercándose más a él, murmuró con voz sensuaclass="underline"

—Guapo Pezzia, ¿me darías un beso?… Sólo un beso.

Durante varios segundos, Tharisa y el apuesto guerrero se miraron a los ojos. Gaúl arrugó la frente con gesto horrorizado. El beso era inminente, hasta que de pronto Bruno notó un golpe en la espalda que lo hizo caer de bruces. Eso lo despertó. ¿Qué hacía en el suelo?

Molesto por aquel empujón, se volvió dispuesto a luchar, pero se encontró con el gesto ceñudo de Lidia, que le dijo en tono serio:

—¿Serías tan amable, guapo Pezzia, de ir a liberar a los prisioneros y dejar de hacer el tonto?

Al intuir lo ocurrido, Bruno miró a la enana. Ésta, sin embargo, se encogió de hombros, levantó sus manitas azuladas en el aire y murmuró:

—Yo no he hecho nada.

Bruno resopló. Las jugarretas de Tharisa cada día eran más continuas y, sin ganas de protestar, ni de sonreír, dio media vuelta y se marchó dispuesto a cumplir su cometido.

Todos miraron entonces a la jefa. ¿Por qué había sido tan bruta con Bruno?

Pero Lidia, despechada por todo lo ocurrido en las últimas horas, clavó su mirada en la pequeña enana, que la observaba con gesto confundido, e indicó:

—Los juegos sucios no me gustan. Ándate con ojo. —Luego, volviéndose hacia Penelope y Gaúl, añadió—: Quiero hablar con vosotros.

Sin saber si reír o no ante la escena que acababan de presenciar, ambos se miraron con ironía y la siguieron. Mejor no comentar nada. Cuando estaban algo alejados del grupo, Lidia reparó en la expresión de guasa de sus amigos.

—El primero que diga una tontería respecto a lo que ha pasado entre esa enana azul y el idiota del guapo Pezzia se las verá conmigo, ¿entendido? —les espetó.

Gaúl y Penelope asintieron. Pero, para desesperación de Lidia, la risa de Dracela resonó entonces desde arriba. Por ello, Penelope se apresuró a responder:

—Ni un comentario. Lo prometemos.

Tras recomponerse y ver caminar a Bruno hacia los prisioneros, Lidia informó a sus compañeros:

—Bruno abandona el grupo esta noche.

—¿Cómo? —preguntaron los otros dos al unísono.

Conteniendo las tropecientas mil emociones que la embargaban, Lidia cogió aire.

—Ha ocurrido algo entre nosotros y se marcha. Punto y final.

—Y ¿cómo lo permites? —inquirió Penelope mirando al hombre que tanto la había ayudado y que tanto cariño le daba.

—Deberías hablar con él —dijo a su vez Gaúl.

—No —replicó Lidia.

—Necesitamos a Bruno —insistió su amigo—. No puede marcharse. Todos juntos somos…

—Él lo ha decidido así —lo cortó Lidia—. Y no. No voy a suplicarle que se quede. Antes de conocerlo luchaba sin él, y seguiré haciéndolo cuando él ya no esté.

Penelope y Gaúl se miraron sin dar crédito.

—Hay prisioneros que están muy mal, y eso hará que nuestro regreso a la cascada del Gran Pantano sea más lento —dijo Lidia, resuelta a cambiar de tema—. Por ello he pensado que uno de vosotros dos se adelante con varios hombres. Deberá pasar por el Túmulo, ver lo que nos hace falta y luego cabalgar hasta Villa Silencio para aprovisionarnos.

—Iré yo —se ofreció Gaúl mirando a Bruno. ¿Cómo se iba a marchar?—. Penelope puede ayudarte más con esa gente enferma que yo.

—Tiene razón —asintió la joven—. Yo ayudaré con los heridos.

—Me llevaré media docena de hombres y haré lo que dices —prosiguió Gaúl—. Cuando llegue al Túmulo, abriré una grieta con la llave élfica y vendré a buscaros cuando regrese de Villa Silencio.

—No —corrigió Lidia—. Es mejor que, una vez dejéis las provisiones en el Túmulo, os dirijáis a la cascada del Gran Pantano y nos esperéis allí.

Gaúl la miró y asintió. Sin perder tiempo, éste llamó a varios hombres.

—Ten cuidado, ¿oído? —dijo Lidia mirándolo a los ojos.

—Tranquila, jefa, lo tendré —sonrió él—. ¿Acaso lo dudas?

Con una tímida sonrisa, su amiga asintió sin ser consciente de que un enano azul, ajeno a los del campamento, los había escuchado y se escabullía sin ser visto. Instantes después, Lidia caminó junto a Penelope en dirección al lugar donde se encontraban unos hombres heridos. Había que ayudarlos.