Montado sobre su caballo, Gaúl dio instrucciones a varios hombres, y antes de marchar buscó a Bruno. Lo encontró dándole de beber a uno de los prisioneros.
—Quiero hablar contigo —le dijo.
Bruno asintió. Terminó de darle agua al hombre y caminó hacia él. Cuando llegó a su altura, Gaúl se bajó del caballo y preguntó:
—¿Qué es eso de que te vas?
Su buen amigo lo miró. Después miró hacia el lugar donde estaba Lidia y respondió:
—Creo que ha llegado el momento de hacerlo, Gaúl.
—¿Por qué?
Ambos se miraron y Bruno susurró:
—Sabes perfectamente lo que siento por ella, y no puedo continuar así.
Su amigo asintió. Lo entendía perfectamente, pero insistió:
—Ella es así: arisca, indomable, malhumorada, autoritaria… ¿Acaso no te has dado cuenta todavía?
Bruno negó con la cabeza.
—Sí —repuso—. Ella es todo lo que has dicho, pero también es dulce, suave, bondadosa y cariñosa. Le gusta sonreír, mirar la luna, contar las estrellas. Mi cercanía con ella me ha hecho ver muchas más cosas de ella que nadie ha visto, y odio cuando se empeña en ser simplemente arisca.
—Pero Bruno…
—No, Gaúl. Se acabó. Una cosa es que ante la gente quiera mostrar su lado duro y terco. Eso lo entiendo, y se lo respeto porque es parte del liderazgo. Pero otra muy diferente es que conmigo sea igual, incluso en la intimidad.
—Ella es tu destino, amigo.
Con tristeza, Bruno lo miró entonces y musitó:
—Pero yo no soy el suyo.
Conmovido por lo que su mirada le transmitía, su amigo insistió:
—Piénsalo, Bruno. ¡Piénsalo!
—Está más que pensado, amigo —suspiró él.
—¿Qué sería lo que te haría cambiar de opinión? —preguntó Gaúl entonces, consciente de la atracción que sentían el uno por el otro.
Bruno lo miró. Meneó la cabeza y respondió:
—Que ella admitiera lo que siente por mí de una santa vez. Que me dijera que me necesita y me dejara ser parte de su vida.
Gaúl suspiró. Bruno estaba dolido y Lidia era una mujer complicada. ¿Sería capaz de decir todo aquello? Sin querer meter más el dedo en la llaga, le pidió a su amigo:
—He de partir y me gustaría que las acompañaras en mi ausencia hasta la Gran Cascada. Una vez llegues allí, si quieres marcharte, ¡hazlo!, pero, por favor, ve con ellas hasta allí. Permite que pueda despedirme de ti y no las dejes solas con toda esta gente.
Tras pensarlo durante unos segundos, Bruno asintió. Sin duda, lo que su amigo decía era lo mejor para ellas.
—Gracias, Bruno —dijo finalmente Gaúl sonriendo y extendiendo su mano para chocarla con la suya.
Dicho esto, montó en su caballo y, tras un movimiento de la cabeza, se lanzó al galope con varios hombres y desapareció en la oscuridad de la noche.
Risco y Tharisa, que por su condición de enanos tenían el oído muy desarrollado, se miraron tras escuchar la conversación de los dos hombres y ver partir a Gaúl. El gesto de la enana lo decía todo. Su Pezzia. Su guapo Pezzia iba a marcharse. ¿Qué iba a ser de ella? Y, con determinación, pensó en evitarlo.
Pero Risco leyó lo que iba a hacer en sus ojos saltones.
—Si vuelvo a ver que utilizas tus polvos mágicos para encantar a Bruno, lo diré —la amenazó.
—Oh…, por favor, Risco…, no seas pesado.
—Lo haré, Tharisa —aseguró él—. ¿Acaso no te has dado cuenta de que él no te mira con los mismos ojos?
La enana sonrió y, observando sus uñas oscuras, murmuró:
—No…, no me he dado cuenta de nada y…
—Pero vamos a verrrrrrrr —insistió Risco, molesto por la cabezonería de aquélla—. Pero ¿es que aún no te has dado cuenta de que él es un guerrero y tú una enana azul? Somos dos razas diferentes, ¿no lo ves?
—El amor lo puede todo —replicó ella.
—Al final sufrirás, Tharisa. Él nunca sentirá nada por ti. Su corazón ya está ocupado, y sabes perfectamente por quién.
Molesta, Tharisa miró con recelo a Lidia, que ayudaba a un preso a salir de la carreta, y siseó con voz áspera:
—Mira, enano entrometido —dijo señalándolo con un dedo—. Él me encontró, me revivió, me salvó, me cuidó, y mi corazón se enamoró de él sin yo pedirlo. No puedo ir en contra de eso.
—Lo sé —murmuró Risco, consciente.
Sin saberlo, cuando Bruno le había hecho el boca a boca para salvarla el día que la encontró, había sellado también su corazón. Y sólo había un modo de que Tharisa se liberara.
—Risco —insistió ella—, ya sabes que sólo hay algo que me hará desistir en mi empeño, y es que él me aclare directamente su amor por la mujer que ama. Él día que eso ocurra, mi corazón se liberará de su embrujo, mientras tanto… seguiré persiguiendo su amor.
Y, dicho esto, Tharisa levantó el mentón y se alejó muy digna. Al no poder revelar el secreto del encantamiento, Risco resopló con el corazón encogido.
Sin tiempo que perder, Penelope daba órdenes directas a su gente. Los presos recién liberados los necesitaban. Lidia se encargó junto a varios hombres de hacer desaparecer a los guerreros muertos, mientras que Bruno liberaba al resto de los prisioneros ayudado por Risco.
En un par de ocasiones, Lidia y Bruno se miraron. En sus ojos había infinidad de reproches, pero ninguno dijo nada. Una vez hubieron terminado de asistir a los heridos más graves, coincidieron al ir a quemar una de las infestas carretas.
—He hablado con Gaúl —dijo Bruno—. Me ha pedido que os acompañe hasta la Gran Cascada. ¿Te parece bien?
Lidia no dijo nada, pero asintió. Sin embargo, su corazón palpitó más deprisa al saber que él no se marcharía esa noche ni tampoco las siguientes.
Bruno se alejó entonces. No quería permanecer mucho tiempo a su lado o la besaría.
Por su parte, cuando Risco llegó a la carreta del fondo recordó que en aquélla estaba el hombre que lo había salvado del guerrero que había estado a punto de matarlo. Sin tiempo que perder, y ayudado por otros enanos azules, se subió carretal carromato y retiró la madera que atrancaba la puerta para liberar a los presos.
Despacio, todos fueron saliendo de ella, y Risco se fijó en el hombre que bajó el último. Era él. Se lo veía desnutrido, sucio y enfermo. No obstante, su altura y la anchura de sus hombros le indicaban que en el pasado había sido un hombre robusto y vigoroso.
Con cuidado de no asustarlo, se acercó a él, que se ocultaba entre las sombras, y dijo:
—Quería darte las gracias por lo que has hecho antes por mí. Te debo una, amigo.
Al oír su voz, el hombre se volvió rápidamente para mirarlo. La luz de la luna se reflejó entonces en su rostro, y Risco se encogió. Ahora entendía por qué el guerrero de Dimas lo había llamado monstruo. El enano se sintió conmovido al ver sus ojos cansados y enfermizos y la terrible cicatriz que cruzaba el lado derecho del rostro del hombre.
—De nada —susurró éste.
—Si no hubiera sido por ti, ese guerrero habría acabado con mi vida.
Con una cansada sonrisa, el hombre suspiró y, aún encorvado, respondió:
—Ahora tú me has salvado a mí. Estamos en paz. No me debes nada, amigo.
Inquieto, Risco lo observó andar con pesar. El hombre se sentó lentamente sobre una de las rocas. El dolor en su costado era terrible, y apenas si podía disimularlo. Se ladeaba hacia la derecha y respiraba agitado.
—¿Estás bien? —le preguntó el enano.
Una vez cogió aire para responder, el prisionero murmuró:
—Es sólo una herida. Pero ahora que estoy libre, estoy seguro de que…
—Risco, ¿me echas una mano? —pidió entonces Penelope.
Al oír aquella dulce voz, el hombre se quedó sin aliento y no pudo terminar la frase. No. No podía ser. Ella no podía estar allí.