Выбрать главу

Despacio, Fenton volvió la cabeza y la sangre se le heló en las venas al verla. Al reconocerla.

A pocos metros de él, Penelope, su Penelope, su adorada esposa, ayudaba a un hombre malherido a caminar junto a Risco. Incapaz de apartar la vista de ella, la observó dar órdenes con una espada en la mano. La boca se le secó aún más. Estaba preciosa, cautivadora, poderosa, sensual y mágica. La mujercita que había dejado se había convertido en toda una mujer. En una guerrera.

Durante unos instantes pensó en llamarla, en decirle que él era Fenton… Lo deseó. Lo ansió, pero no debía. Él ya no era el gallardo y apuesto hombre que había conocido. Ahora era un animal deforme y desfigurado.

Avergonzado por su aspecto y consciente de que debía desaparecer de allí, se ocultó bajo su costrosa y sucia capa y se puso la capucha. Instantes después oyó unos pies que correteaban hacia él y supo que era de nuevo el enano.

—Te agradezco tu ayuda —declaró Fenton con el corazón dolorido—, pero ahora he de irme.

—Pero si apenas puedes caminar. ¿Adónde vas? —protestó Risco.

Oculto entre sus andrajos, Fenton mintió:

—He de encontrar a mis hombres y liberarlos, seguro que muchos aún están bajo el mando de Dimas y…

No obstante, al levantarse, el dolor lo dobló en dos y tuvo que volver a sentarse. Rápidamente Risco, sin pedir permiso, metió sus manos bajo la capa y destapó la fea herida del costado.

—Esto no tiene buena pinta —musitó.

—Lo sé —afirmó Fenton con un hilo de voz.

Consciente de la mancha negra que rodeaba la herida, el enano añadió:

—Deben curarte de inmediato. Espera un segundo, llamaré a…

—¡No! No necesito que nadie me cure.

Risco lo miró. ¿Qué le ocurría? Pero con prudencia insistió:

—Esta herida está muy mal. Si no se hace nada, la infección te matará.

«Morir», pensó el otro con amargura.

Eso era lo que Fenton le había pedido a su dios durante aquellos terribles meses. Morir. Pero aquel dios al que tantas veces había acudido en sus oraciones no se había apiadado de él. Por ello, tapándose de nuevo la herida, miró al enano de ojos saltones y repitió:

—Yo me cuidaré. Sé hacerlo.

—Estás malherido, ¿no lo ves?

—He dicho que yo me cuidaré —replicó Fenton al ver a Penelope cada vez más cerca.

Risco, que a cabezón no lo ganaba nadie, insistió:

—Necesitas cuidados. Necesitas descansar unos días para coger fuerzas. ¿Acaso no te das cuenta?

Pero de lo único de lo que Fenton se daba cuenta era de que Penelope estaba cada vez más cerca, a tan sólo unos pasos de él, y eso lo tenía aterrorizado. Por ello, mirando al enano con gesto duro, siseó con desesperación:

—No quiero que ninguna mujer me ponga la mano encima. No me fío de ellas, ¿lo entiendes?

Risco sonrió. Por supuesto que no lo entendía. Y menos al pensar en la buena de Penelope. Sin embargo, quería ayudar a aquel hombre.

—Yo te cuidaré, tranquilo. Le pediré a Penelope que me dé algo con lo que poder sanarte y…

—Risco, ¿necesitas ayuda? —dijo de pronto la dulce voz de la joven junto a ellos.

Oculto tras sus sucios ropajes, Fenton cerró los ojos. Sólo tenía que levantar la cabeza para poder mirar de frente a la mujer que noche tras noche lo había visitado en sueños, pero no pudo. La vergüenza que sentía a causa de su aspecto, de no ser el mismo que ella había conocido, no se lo permitió.

Al ver que el hombre se encogía, Risco la miró repuso:

—Tranquila, Penelope, sólo necesito un poco de mejunje de alboriqueleca para sanar una fea herida que este hombre tiene en el costado. Si me lo das, yo mismo se lo pondré.

—No te preocupes, Risco, puedo hacerlo yo —insistió ella acercándose un paso más.

El hombre se movió, y el enano, consciente de su angustia, señaló con premura:

—Esa mujer necesita urgentemente de tus atenciones, Penelope. Tiene una fea herida en la cabeza, y me quedaría más tranquilo si se la curaras tú.

La joven miró a la mujer y, conmovida por su gesto, sacó algo de una pequeña bolsa que llevaba atada a la cintura y dijo sin prestar atención al hombre que se ocultaba de ella:

—Toma, Risco. Cuando acabes con el mejunje me lo traes —y, sin perder un segundo más, se alejó.

Cuando quedaron de nuevo a solas, Fenton respiró aliviado. Miró al enano y murmuró con un hilo de voz:

—Gracias.

Risco asintió con la cabeza e instantes después observó con curiosidad como aquel hombre seguía con la mirada a Penelope. ¿La conocería?

—¿Cómo te llamas?

El prisionero lo miró y, tras unos segundos, respondió:

—Fe… Freman. Freman Ruskmen.

El enano asintió. Sin duda mentía, pero tendiéndole la mano a modo de saludo dijo:

—Yo soy Risco Mancuerda. Y estaré aquí para todo lo que necesites.

El hombre sonrió entonces por primera vez.

Con cuidado, Risco le destapó el costado. La herida era realmente fea, y frunció el ceño. Sin tiempo que perder, sacó de la bolsa de su cintura una pequeña botella de agua con la que limpió la herida. El hombre se encogió dolorido y, tras echarle la alboriqueleca sobre la herida, el enano la tapó con un paño seco y limpio.

—Esto debe de dolerte mucho, ¿verdad? —preguntó.

Fenton, que bajo su capucha observaba a Penelope sonreír y curar a la mujer, respondió con la voz cargada de emoción:

—Hay otras cosas que duelen más.

En ese instante, Bruno Pezzia se acercó a ellos. Ver a un hombre encapuchado en plena noche lo hizo desconfiar.

—¿Todo bien por aquí? —le preguntó a Risco.

—Sí. Todo perfecto —asintió el hombrecillo azul y, al ver cómo su amigo lo mirada, explicó—: Tiene una fea herida en el costado. Penelope me ha dejado un poco de alboriqueleca y lo estoy curando yo. Bruno, te presento a Freman.

El guerrero se agachó para estar a la altura del hombre que estaba sentado en la piedra y, ofreciéndole su mano, declaró:

—Encantado, Freman.

—Lo mismo digo, Bruno.

Al moverse para saludar, la luz de la luna traicionera volvió a reflejarse en el rostro de aquél, y Bruno pudo distinguir su rostro. Nada más ver la gran cicatriz en su cara comprendió por qué se ocultaba. Eso lo conmovió y, poniéndole una mano en su huesudo hombro, susurró:

—No te preocupes por nada, dentro de pocos días tu herida sanará y, si lo deseas, podrás regresar a tu hogar.

Hogar.

Él ya no tenía hogar.

Sin embargo, Fenton no estaba dispuesto a revelar nada acerca de él y su mísera vida, por lo que asintió, se levantó y se apartó de ellos. Quería estar solo. Necesitaba alejarse de Penelope.

Risco y Bruno lo miraron mientras se marchaba.

Por su porte, sin duda aquel hombre debía de haber sido un gran guerrero, pero la tristeza de sus ojos y la vergüenza por mostrar su rostro los conmovió. Mientras lo seguían con la mirada, Penelope se acercó hasta ellos y preguntó:

—¿Terminaste tu cura, Risco?

El enano asintió y le devolvió el ungüento.

—Pobre hombre —señaló Bruno—. En su mirada y en su cuerpo lleva las marcas de duras batallas. Debe de haber sufrido muchísimo.

Tras guardarse en su bolsa lo que el enano le daba, Penelope suspiró. Miró al hombre que observaban alejarse y murmuró:

—Pobrecillo.

Eran muchos los que sufrían a diario la maldad de Dimas, y sólo esperaba que un día todo aquello acabara. Instantes después, los tres dieron media vuelta y caminaron de regreso hacia el lugar donde estaba Lidia hablando con algunos de los liberados.

Sin embargo, de pronto, el hombre que se alejaba tosió, y Penelope se detuvo y se volvió para mirarlo. Aquella tos seca… Pero no. No podía ser. Por ello, continuó andando con Risco y Bruno, pero el hombre volvió a toser y Penelope se paró de nuevo y lo observó con detenimiento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Bruno al ver cómo su amiga observaba al prisionero.