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Era una tontería lo que pensaba. Una ilusión. Un sueño… Por eso, —replicó— Nada. Esa tos seca me ha recordado a alguien.

—¿A quién? —preguntó Risco con curiosidad.

Con los ojos vidriosos por el recuerdo, Penelope apretó el paso para alejarse de aquel que tosía y respondió:

—A mi marido Fenton.

Risco asintió y siguió andando con ellos. Sin embargo, en ese instante supo que tendría que hablar con aquel hombre. ¿Sería Fenton, el desaparecido y amado marido de Penelope?

Castillo de Emergar, dos días después

—Maldita sea, ¿quién ha osado robarme a mis prisioneros? —voceó Dimas Deceus tirando su copa de vino al suelo.

Acababan de informarle de lo ocurrido con sus guerreros y sus prisioneros. Los primeros le daban igual, pero no así los segundos. La venta de los mismos era una gran fuente de ingresos para él.

—Mi señor —dijo Asgerdon—. Uno de nuestros enanos azules nos ha dicho que fueron esos cazarre…

—¡Los mataré! Malditos, ¡los cortaré en pedazos! —gritó Dimas levantándose furioso—. Los mataré a todos. Los despellejaré…

Conocía la existencia de aquel grupo desde hacía más de ocho meses. Lo que había empezado siendo un grupo de cinco había aumentado con los meses, y lo que al principio era una pequeña molestia se hacía día a día más dañina, más numerosa y difícil de atajar.

Dimas había intentado darles caza pero, gracias a su valentía y a su buena suerte, ellos siempre salían airosos de sus trampas. Eran fuertes, listos y rápidos, y nadie lo podía obviar, ni siquiera el propio Dimas, que veía cómo poco a poco sus guerreros mermaban y el grupo crecía.

Colérico, miró al descolorido guerrero que le había dado la noticia y siseó en su cara:

—Prepara mi caballo y un regimiento de guerreros. ¿Dónde está ese enano azul?

De un empujón, el guerrero sacó al asustado enano de detrás de sus piernas para ponerlo ante su señor.

—Enano, ¿sabes hacia adónde se dirigen?

El enano azul, tan descolorido por el miedo que casi parecía rosa, tragó el nudo que se le había formado en la garganta e indicó con voz temblorosa.

—Di… di… dijeron que… que iban hacia el Gran Pan… Pantano.

—¡¿El Gran Pantano?! —vociferó Dimas.

Siempre les perdían la pista cerca de aquel extraño lugar. Era un paraje peligroso, en el que nadie, absolutamente nadie, solía adentrarse, excepto ellos.

—Sí, mi… mi… se… señor. Oí a… a… a

—¿A quién oíste? —lo apremió Dimas—. Vamos, enano, habla y no me desesperes o te cortaré la lengua. Mi paciencia se ha agotado por hoy.

Cada vez más asustado, el pequeño ser cogió carrerilla para decir:

—Oí una conversación entre las mujeres y un tal Gaúl. Él dijo que iría a por provisiones a Villa Silencio y que después las dejaría en el Gran Pantano, en… en el interior del Túmulo y…

—¿En el interior del Túmulo? —Lo cortó con desconfianza Dimas.

—Oí a Gaúl decir que usaría la llave para abrir una grieta.

Eso lo explicaba todo, se dijo Dimas. La llave élfica, aquel tesoro que pocos poseían, los había ayudado a escapar siempre de él en el Gran Pantano. Y ahora acababa de descubrir que esa llave abría el interior del Túmulo.

Satisfecho por haber descubierto su secreto, el villano achinó los ojos y sonrió. Si apresaba al tal Gaúl, podría hacerse con la llave élfica y acabar con el grupo rápidamente.

—¿Cuándo oíste esa conversación?

—Justo antes de escapar de ellos la noche del asalto. Creo que Gaúl aún no habrá llegado a Villa Silencio y…

—Asgerdon —gritó Dimas—, partimos hacia Villa Silencio de inmediato. Apresaremos al tal Gaúl, nos haremos con la llave élfica y podremos presentarles batalla.

Al amanecer, y siguiendo las instrucciones de Lidia, Gaúl y sus guerreros llegaron al pueblo de Villa Silencio agotados tras pasar por el Túmulo. Necesitaban abastecerse de medicinas y comida antes de regresar.

Procurando no llamar mucho la atención, entraron en la tienda de un conocido. Allí comprarían todo cuanto necesitaban sin problemas. Pero al salir del pueblo los sorprendió una emboscada, y el valeroso Gaúl, junto con sus hombres, fue apresado por Dimas Deceus.

Con los pocos cuidados que recibió en esos días y su fortaleza, Fenton mejoró rápidamente. Era la primera vez desde su captura nueve meses atrás que ingería algo comestible, bebía agua limpia y dormía sin pasar frío y sin temor a que lo apalearan mientras lo hacía.

La herida de su costado sanaba a ojos vistas, y eso lo hizo sentirse bien. En esos días hubo momentos en los que, cuando hablaba con Risco, volvía a sentirse como el hombre que había sido, pero en cuanto veía a su mujer temblaba, agachaba la cabeza y recordaba que ya nunca más sería aquel que había sido en el pasado.

Muchos de los presos liberados buscaban al hombre de la capucha antes de regresar a sus hogares para despedirse de él. Fenton los había ayudado en múltiples ocasiones, y Lidia y el resto del grupo se percataron de que, en cierto modo, aquel hombre era un líder.

Los que continuaban en el grupo de Lidia se dirigían hacia el Gran Pantano, un lugar temido por todos. Al principio, los presos que los acompañaban se asustaron al saber hacia adónde iban. Sólo los locos se aventuraban a entrar en aquel paraje. Pero, tras explicarles que conocían el secreto de aquel lugar mágico y que no tenían nada que temer, no les quedó otra más que confiar en ellos.

En aquellos días, Bruno no volvió a acercarse a Lidia, lo que se convirtió en una tortura para ambos. Durante el día se alejaba todo lo que podía de ella, aunque por las noches siempre extendía su manta en un lugar donde pudiera ver la tienda donde ella dormía. Necesitaba saber que estaba bien.

Aimil, la amiga de su hermana fallecida, le hizo mucha compañía en esos días, mientras recordaban cosas del pasado que en ocasiones dolían o, por el contrario, les hacían sonreír.

Lidia, que los observaba desde la distancia, los oía reír, y eso la reconcomía por dentro. Sabía que aquella mujer no era del interés de Bruno, él se lo había dejado claro. Pero no tenerlo a su lado ni sentir su cariño de pronto se convirtió en un calvario.

Sin darse cuenta, durante aquellos nueve meses había despertado algo en su interior, y ahora añoraba sus bromas, sus besos, el tacto de su piel bajo las mantas y, en especial, su perpetua sonrisa y sus mimos.

Aquella madrugada, Lidia se despertó con frío. No sólo su corazón echaba en falta a Bruno. Congelada, salió de la tienda y se dirigió hacia la desierta fogata. Extendió las manos para calentarse y, cuando el calor comenzó a inundarla, suspiró aliviada.

Bruno, que la había visto salir de la tienda, la miró desde su manta. Observó cómo ella se sentaba sobre un tronco de madera al lado de la fogata y, levantando el mentón, comenzaba a mirar las estrellas. Sin poder evitarlo, sonrió.

A Lidia le gustaba inventar mundos paralelos mientras contemplaba el firmamento y, atraído como un imán, se levantó. Sin embargo, mientras caminaba hacia ella decidió que el romántico Bruno debía desaparecer para mostrar tan sólo al simpático y alocado guerrero.

Una vez llegó a su lado, se sentó y ambos se miraron en silencio durante un buen rato. Finalmente, él, al ver los labios azulados de Lidia, preguntó:

—¿Tienes frío?

Ella asintió. Y Bruno, tras quitarse la manta que llevaba enrollada al cuerpo, se la echó a ella por encima.