—Ven a desayunar —insistió él—. Las gachas están preparadas, te vendrán bien.
Con el ceño fruncido, la joven terminó de ajustarse su cota de cuero liviana y de colocarse varias de sus preciadas armas en torno a la cintura.
—¿Dónde está Dracela? —preguntó tras colgarse su carcaj con flechas a la espalda.
Gaúl la miró con sus ojos azules, ladeó la cabeza y sonrió.
—Quería visitar a un amigo en el Pequeño Río —explicó.
Un movimiento a su derecha hizo entonces que Lidia se volviera y desenvainara la espada. Quien se movía era su prisionero, Bruno Pezzia, y por sus pintas no debía de haber pasado una buena noche.
—Por favor, un poco de agua —carraspeó con los labios casi pegados.
Gaúl se le acercó y, sin soltarlo, le dio un poco de agua que él bebió con desesperación.
—Gracias —agradeció con dificultad.
Preocupado por los vidriosos ojos del hombre, Gaúl le retiró de la frente la maraña sucia de pelo claro y, tras tocársela con una mano, dijo:
—Este hombre no está bien. Arde de fiebre.
Lidia volvió la cabeza y luego se ajustó su espada a la cintura.
—Déjalo, no lo toques —murmuró—. Intentaremos que no muera antes de llegar a su destino. Si lo llevamos muerto, sólo nos pagarán la mitad por él.
Al oír eso, y a pesar del dolor que sentía, el tipo sonrió:
—Tal vez la muerte sea un dulce regalo.
Lidia lo oyó pero no lo miró. No quería implicarse emocionalmente con nadie.
Gaúl, que siempre había sido un hombre de buen corazón, sacó unos polvos de la pequeña bolsa que llevaba sujeta a la cintura. Los echó en el agua y, tras cocerlos, se acercó de nuevo al individuo con un cuenco.
—Bebe esto, Bruno. Te sanará.
Al oír que aquél lo llamaba por su nombre, el prisionero lo miró, bebió lo que le ofrecía y segundos después cayó en un profundo sueño.
Lidia, que ya estaba recogiendo sus mantas, observó a su amigo.
—Estás desperdiciando la medicina —gruñó.
Su compañero no respondió. En ocasiones, la muchacha podía ser excesivamente insensible con la gente. Sin hablar, Gaúl se dirigió entonces hacia un pequeño riachuelo para lavar el cazo.
Una vez a solas con su prisionero, Lidia se acercó a él. Se agachó y contempló su rostro. Sin lugar a dudas, a aquel hombre le habían dado una buena paliza. Con un dedo le abrió un ojo y vio que tenía unos bonitos ojos azules, muy acordes con su pelo pajizo.
Lo observó durante unos minutos hasta que oyó que su amigo regresaba y, en un susurro, murmuró antes de alejarse:
—Siento tener que entregarte, pero es mi trabajo.
Cuando Gaúl volvió, se encontró a Lidia comiendo junto al fuego. Se sentó con ella y ambos se enfrascaron en una animada charla, hasta que un buen rato después oyeron que una voz preguntaba tras ellos:
—¿Quién os mandó a buscarme?
Al volverse, vieron que el prisionero había despertado.
—Un mercader de Londan —repuso Gaúl mientras Lidia levantaba la vista al cielo en busca de Dracela.
—¿Sebástian Shol?
—El mismo —asintió él. Sentía curiosidad por saber su versión, así que le preguntó—: ¿Qué fue lo que le hiciste para que ese hombre pague tan buena recompensa por ti?.
Bruno, que se encontraba bastante mejor después de tomar lo que fuera que aquél le hubiese dado, consiguió sentarse.
—Aún no le he hecho nada —repuso—, pero sabe que en cuanto lo tenga delante lo haré.
—Dijo que le habías robado —apostilló Lidia.
Sorprendido, Bruno aclaró con gesto sombrío al tiempo que se retiraba el pelo del rostro:
—En mi vida he robado nada, y menos a un miserable como él. Me teme porque sabe que lo voy a matar. Ese gusano…
—Gaúl, no me interesa escuchar a esta escoria —lo cortó la guerrera—. Vamos, debemos levantar el campamento.
Al oír eso, Bruno la miró. Alta. Morena. Pelo corto y actitud chulesca, nada propia de las jóvenes a las que él estaba acostumbrado; sin duda había perdido la feminidad por el camino.
Sin embargo, sonrió y murmuró con humor:
—Qué mujer tan dulce y agradable. ¿Es siempre así?
Gaúl lo miró divertido y respondió mientras su amiga se alejaba:
—Puede ser peor, te lo aseguro.
—No me digas… ¡Qué maravilla!
—Descansa hasta que partamos —apostilló Gaúl.
El comentario consiguió arrancarle una sonrisa al hombre, que, acto seguido, cerró los ojos para descansar. Lo necesitaba.
Una vez Gaúl llegó junto a Lidia, ella lo miró a los ojos.
—¿Dé que hablabas con ese ladrón? —inquirió.
—Según él, nunca ha robado y…
—No me cuentes milongas, no me interesa.
—Pero si me has preguntado tú… —rio su amigo.
Ella asintió molesta porque él tuviera la razón.
—Lo sé. Pero acabo de decidir que no me interesa saber nada de él. Quiero seguir viéndolo como una mercancía y ya está.
Conocedor de sus frecuentes cambios de humor, Gaúl guardó silencio. Si había algo que había aprendido tras años juntos era precisamente a callar.
Un par de minutos después, mientras hablaban sobre su viaje, oyeron los gritos de una mujer. Ambos se levantaron de un salto, asieron con fuerza las empuñaduras de sus espadas y, con sigilo, se dirigieron al lugar del que provenían los lamentos.
Una vez junto al caudaloso arroyo, semiocultos entre los gigantescos sauces llorones, observaron durante unos segundos a una mujer de largos cabellos rubios que, de rodillas en el suelo, lloraba con desesperación mientras cuatro enanos verdes, pelones y malolientes reían y la miraban con ojos lascivos.
Lidia y Gaúl cruzaron una mirada y se entendieron sin hablar.
Instantes después, él salió desarmado de entre los árboles y, para atraer la atención de los pequeños seres, exclamó con voz chillona:
—¡Oh, Dios mío, enanos verdes!
Cuando lo oyeron, los enanos se volvieron y se carcajearon al ver al humano que caía tembloroso de bruces al intentar huir. Rápidamente, éstos corrieron con sus cortas piernas hacia él, olvidándose así de la joven. En ese momento, Lidia apareció junto a la mujer y la empujó para esconderla tras los árboles.
—Quítale todo lo que tenga de valor —dijo uno de los enanos.
—Dame ese anillo que llevas —gruñó el más pestilente.
—¡¿El anillo?! —preguntó Gaúl viendo cómo Lidia se las apañaba con la mujer—. Oh, no… Es un recuerdo de mi padre y le tengo mucho cariño.
—Arráncale el dedo o córtale la mano —dijo otro de los enanos mientras sonreía con su boca mellada.
—¿La mano? ¡¿Mi preciosa mano?! —replicó Gaúl tapándose la boca.
Los enanos, divertidos y envalentonados al ver cómo temblaba el hombre, se disponían a golpearlo con una de sus pequeñas espadas cuando de pronto Gaúl dio una voltereta en el aire y, después de coger su espada, se levantó con una sonrisa desconcertante y dijo con voz profunda:
—¿Que preferís: huir o morir?
Sorprendidos por la rapidez de sus movimientos, los enanos se separaron dispuestos a luchar. Pero entonces oyeron otra voz a sus espaldas:
—Cortémoslos en pedacitos, tardaremos poco.
Segundos después, los cuatro enanos corrían con desesperación escabulléndose entre los árboles mientras Gaúl reía a mandíbula batiente y Lidia observaba a la mujer de cabellos claros que los miraba asustada.
Una vez la tranquilidad llegó de nuevo al bosque, Gaúl enfundó su espada y se acercó a aquélla.
—¿Estás bien?
La temblorosa joven asintió y murmuró secándose las lágrimas:
—Sí…, gracias por vuestra ayuda, caballeros.
Ante ella tenía a dos extraños, dos guerreros de aspecto fiero armados hasta los dientes con espadas, dagas y arcos. Pero, cuando se fijó mejor, descubrió sorprendida que el hombre de pelo negro y corto con unas acentuadas ojeras era en realidad ¡una mujer!