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Al ver su caballeroso gesto, el semblante serio de Lidia se relajó y, cuando sus ojos se encontraron, musitó:

—Gracias.

Bruno extendió entonces las manos hacia la fogata.

—Mi padre me enseñó a tratar bien a las mujeres —explicó.

El silencio tomó de nuevo el lugar, hasta que Lidia volvió a mirar las estrellas y comenzó a hablar de ellas. Él la escuchó encantado, e incluso bromeó al respecto de ciertas cosas que ella decía.

Así permanecieron un buen rato, hasta que, de pronto, ambos vieron caer del cielo una estrella fugaz. Rápidamente se miraron y, como tantas otras ocasiones en las que habían visto caer una estrella, se besaron sin dudarlo. Fue un movimiento mecánico, algo que ninguno de los dos planeó. Cuando se separaron, con el sabor de ella aún en la boca, Bruno se apresuró a disculparse:

—Perdón, perdón… Ha sido la costumbre.

—Lo mismo digo —afirmó ella, pero deseosa de más murmuró—: Bruno…

Entonces, él la miró y ella se apresuró a deshacerse de las mantas que entorpecían sus movimientos y se sentó a horcajadas sobre él. Luego, tras frotar su nariz contra la suya, como había hecho cientos de veces en el pasado, lo besó. Bruno no la rechazó. Era lo que más deseaba y, pasándole las manos por la cintura, la acercó todo cuanto pudo a él.

Uno…, dos…, tres… Cientos de besos se regalaron a la luz de la fogata, sin importarles en lo más mínimo los numerosos ojos curiosos que los observaban desde sus mantas. Entre ellos, los de la enana Tharisa, que, mordiendo la manta que la tapaba, se tapó también la cabeza cuando no pudo más. No quería ver aquello que su corazón ansiaba y no conseguía.

—¿Qué haces? —preguntó Bruno extasiado.

Lidia, que se moría por que la llamara de nuevo fierecilla, murmuró:

—Te deseo.

Encantado por su dulzura, Bruno se levantó con ella en brazos y caminó en dirección a la tienda de Lidia. Una vez dentro, su deseo aumentó en intensidad y, cuando sus bocas se separaron para coger aire, ella lo miró a los ojos y murmuró:

—No te vayas. Quédate con nosotros. Te necesitamos.

Bruno se sorprendió al oírlo. Le gustaron sus palabras, pero quería oírlas en singular en vez de en plural. Necesitaba escuchar que ella y sólo ella lo necesitaba y, no dispuesto a dar su brazo a torcer, añadió:

—Eso no es cierto. Nunca me habéis necesitado. —Y, antes de que ella pudiera decir nada más, la bajó al suelo y preguntó—: ¿Tú me necesitas?

—Bruno…

—¿Me necesitas?

El corazón de Lidia quería gritar que sí, pero su obstinación no se lo permitía. Decirle a Bruno lo que deseaba oír sería su fin y, tras cerrar los ojos dolorida porque el bonito momento de pasión había acabado, declaró:

—Te necesito para que me ayudes a llevar al grupo a la Gran Cascada.

La expresión de él le hizo saber a Lidia lo mucho que le había dolido su respuesta. Sin embargo, Bruno sonrió de pronto y soltó una carcajada sarcástica.

—De acuerdo —dijo—. Asumo que entre nosotros nunca habrá nada más que una bonita amistad. Te ayudaré a llevar al grupo hasta allí y luego desapareceré de tu vida. ¿Te parece bien?

La joven se quedó boquiabierta ante esa actitud fría y tan poco propia de él. Entonces, Bruno volvió a sonreírle, le tendió la mano y, guiñándole un ojo, dijo:

—Venga, bonita. Estréchala.

«¿Bonita? ¿Ya no soy su fierecilla?», pensó Lidia.

Como una autómata, le tendió la mano y, sin un ápice de calidez, él se la apretó. A continuación, giró sobre sus talones y se dispuso a salir de la tienda.

—¿Adónde irás una vez lleguemos a nuestro destino? —preguntó ella para retenerlo.

—A Latam. Tengo un asunto pendiente con cierto mercader.

Al saber que Bruno regresaría a por el hombre que había matado a su hermana, Lidia se apresuró a replicar:

—Es peligroso. Si vas solo, te…

—Sé cuidarme —la cortó él.

De pronto, un sentimiento de culpa por lo mal que siempre lo había tratado se enredó entonces en el corazón de la guerrera, que, mirándolo, declaró:

—Siento todo lo ocurrido. De verdad, yo…

Sin dejarla terminar, Bruno le puso un dedo en la boca y sonrió.

—Todos somos reemplazables —repuso—. Y, ¿sabes?, tienes razón. Lo nuestro no puede ser. Como amigos, somos buenos, pero tú y yo como pareja dejaríamos mucho que desear, ¿no crees?

Bloqueada, Lidia sólo pudo asentir.

—Creo que, después de Latam, regresaré a mi hogar —prosiguió Bruno con su jovialidad habitual—. Aimil me ha dicho que la granja de mis padres continúa intacta. Por suerte, nadie la ha hecho suya y, una vez allí, espero poder comenzar una nueva vida e integrarme con mis antiguos vecinos, que, si mal no recuerdo, tenían alguna que otra preciosa hija.

Lidia parpadeó. ¿Adónde habían ido la pasión y el romanticismo de hacía un rato? Pero, cuando se disponía a hablar, Bruno se acercó a ella y, tras besarla en la mejilla, añadió:

—Jefa, pensaré siempre en ti cuando mire las estrellas.

A continuación, le guiñó un ojo, dio media vuelta y salió de la tienda dejándola desconcertada.

Con paso decidido y sin mirar atrás, caminó hasta el fuego, cogió su manta y regresó al lugar de donde no debería haberse levantado.

Mientras tanto Lidia, en el interior de su tienda, donde nadie la veía, lloró por primera vez en muchos… muchos años.

A la mañana siguiente, cuando despertó, el campamento ya estaba en marcha. Salió de la tienda y vio que Bruno atusaba a su caballo. Tras haber pasado la noche pensando en él, decidió acercarse para hablar y aclarar sus sentimientos, pero entonces una joven llamada Milda se aproximó a él y le sonrió.

Ambos estuvieron charlando durante varios minutos y, cuando Milda se giró para marcharse, Bruno le dio un descarado azote en el trasero que hizo reír a la muchacha a carcajadas.

Al verlo, Lidia cerró los puños con fuerza y, acto seguido, se volvió y caminó hacia el arroyo hecha una furia. El agua la despejaría.

Consciente de lo sucedido, Bruno sonrió y siguió cepillando a su caballo.

No muy lejos de él, Risco observaba con disimulo al hombre encapuchado tanto como éste observaba tras su capucha a la hermosa Penelope.

El enano estaba prácticamente convencido de que aquél era quien él imaginaba, pero no sabía cómo preguntárselo sin hacer que saliera huyendo y lo perdieran para siempre.

Bruno, que estaba cerca, al ver cómo Risco observaba al encapuchado, siguió la mirada de éste y se percató de que el hombre no perdía detalle de todo cuanto hacía Penelope, que se movía de un lado otro por el campamento. ¿Qué estaba ocurriendo allí?

Una vez terminó con su caballo, se acercó a Risco e intentó sonsacarle información de aquél, pero el enano no soltó prenda. Sin embargo, cuando lo vio palidecer supo que algo ocurría.

Esa tarde, Bruno decidió hablar con algunos de los presos liberados sobre el encapuchado solitario y, atando cabos finalmente, intuyó lo que Risco ocultaba. Ninguno de los presos sabía su nombre pero, tras hablar con Risco y ver su reacción, supo que el hombre se llamaba Fenton, y no Freman, como él decía. ¡Eran Fenton Barmey, el marido de Penelope!

Durante horas dudó si contarle la verdad a Penelope. Sin embargo, la angustia con que el hombre se alejaba cada vez que ella se acercaba lo hizo intuir lo avergonzado que se sentía por su aspecto, y eso lo hizo callar. Debía pensar cómo abordar el tema, y lo haría con cautela.

Esa noche, tras llegar al camino de Vindela, Lidia ordenó parar. La gente estaba cansada y no debían continuar. Tras mirar a su jefa, Dracela se alejó volando. Debía encontrar un lugar confortable donde dormir.