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Más tarde, mientras cenaba junto a Penelope, observó con disimulo cómo Bruno se divertía rodeado de mujeres, entre las cuales estaba Tharisa.

Penelope, al ver hacia dónde miraba su amiga, bebió un poco de caldo y dijo:

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro —repuso Lidia.

Penelope sonrió y ella, al intuir el asunto del que quería hablar, murmuró:

—Es libre de hacer lo que quiera.

—Siempre lo ha sido —matizó Penelope.

Lidia la miró.

—Bruno es un hombre de ley —explicó su amiga—, como lo era mi amado Fenton. No hacían falta reglas ni compromisos entre nosotros para saber que, si estábamos juntos, era porque ambos queríamos. Y en el caso de Bruno así ha sido, a pesar de los cientos de desplantes que le has hecho, incluso cuando estuvimos en el pueblo de Barbileo.

Al pensar en aquello, Lidia sonrió.

—La verdad es que cuando estuvimos allí Bruno no lo pasó nada bien —dijo.

—No, no lo pasó bien. El tal Maruel, que tanto te agasajaba, no le gustaba un pelo. Sólo había que ver lo enfadado que estaba aquellos días para darse cuenta de que sufría por tu amor.

—¿Amor? —inquirió Lidia.

Su amiga asintió y, recordando a su marido, añadió:

—Cuando amas a alguien, tu corazón se detiene cuando no estás con él. Cuando amas a alguien no soportas que el ser amado les regale sonrisas a otras que sólo deberían ser para ti. Cuando amas a alguien sólo quieres estar todo el rato con esa persona y, si ves que otra se acerca a él de una forma inapropiada, los celos te carcomen por dentro y…

—¿Crees que Bruno me amaba?

Penelope asintió sin dudarlo.

—Sí, Lidia. Claro que Bruno te amaba y, sin duda, aún te ama, pero se ha alejado de ti cansado de tus desplantes. Tú nunca quisiste ver en él algo más que a un hombre que te hacía sonreír, que te ayudaba en los ataques y al que en ocasiones permitías dormir bajo tu manta. Pero Bruno es mucho más que eso. Además de caballeroso y apuesto, es un hombre atento, cariñoso y en absoluto egoísta. Te da lo que tiene sin esperar nada a cambio, y a ti, entre otras muchas cosas, te dio su tiempo a la espera de que supieras entenderlo y aceptarlo a su lado.

Con recelo, Lidia observó entonces como él se levantaba y se marchaba con la joven Fany en dirección al arroyo.

—Mucho no me amaría cuando ya está sonriéndole a otra —siseó.

Penelope soltó una risotada y, mirando a su amiga, musitó:

—Es un joven muy apuesto, y ha decidido comenzar a vivir sin ti. ¿No era eso lo que querías?

Tras perder de vista a aquellos por la arboleda, Lidia dejó el tazón sobre una piedra, se levantó malhumorada y replicó:

—Por supuesto que era lo que quería. Me voy a dormir. Buenas noches.

—Que descanses, Lidia —sonrió Penelope con tristeza al ver que su amiga se alejaba.

Durante un buen rato, Penelope permaneció a solas sentada ante la fogata. Estaba sumida en sus propios pensamientos, sin percatarse de que el encapuchado que parecía dormir más allá no le quitaba ojo y sonreía con deleite cada vez que la veía sonreír a ella.

Al día siguiente, el grupo reemprendió la marcha. Sin embargo, tuvieron que parar a media mañana, puesto que comenzó a caer una fuerte tromba de agua que apenas si les dejaba ver el camino. Rápidamente, se refugiaron entre unas grandes piedras, y Bruno ordenó sujetar unas lonas que les proporcionasen cobijo entre éstas. Luego mandó prender una gran fogata, puesto que estaban helados de frío.

Cuando Lidia bajó de su caballo y comprobó que todos estaban cooperando sin que ella lo hubiera ordenado, miró a Bruno y asintió. Él le sonrió a su vez.

Durante horas no paró de llover, y Bruno, como siempre rodeado de mujeres y niños, se dedicó a contar historias para hacerles el rato más agradable.

Al anochecer, cuando la lluvia cesó, Lidia decidió salir a dar un paseo. Nunca le había gustado permanecer tanto tiempo recluida en un mismo sitio y, tras informar a Penelope, se alejó. Caminó durante un buen rato, hasta que encontró un gran árbol y se sentó en su lado seco. Inevitablemente pensó en Bruno. Las sabias palabras que Penelope le había dicho la noche anterior le habían hecho ver lo estúpida y fría que había sido con él. Y, como su amiga había asegurado, ver que ahora les sonreía a otras le partía el corazón.

Tras permanecer varios minutos a solas, sin saber que Bruno la había seguido para ver adónde iba y que había estado observándola todo el tiempo, Lidia se levantó y decidió tomar el camino de regreso, instante que él aprovechó para esfumarse rápidamente.

La joven anduvo un rato cabizbaja hasta que de pronto oyó que alguien silbaba una canción. Prestó atención y reconoció la melodía. Con sigilo, se acercó al lugar del que provenía la música y se quedó muy sorprendida al divisar a Bruno apoyado en el tronco de un árbol, mirando las estrellas mientras silbaba.

El corazón se le desbocó al verlo y, ansiosa por estar a su lado, caminó hacia él.

—Hola.

Cuando se volvió, Bruno la saludó con una sonrisa forzada:

—Hola, jefa. ¿Qué haces por aquí?

Aunque dolida por su frialdad, Lidia respondió:

—He salido a dar un paseo. ¿Y tú?

Él no respondió. La miró con picardía y sonrió. Eso hizo que ella se pusiera en alerta pero, al ver que Bruno volvía a apoyarse en el árbol como si esperara algo o a alguien, preguntó:

—¿Qué te hace estar tan pensativo?

Con una cautivadora sonrisa que a Lidia le encogió las entrañas, el guerrero murmuró:

—Asuntos personales. Pero, tranquila, nada que ver contigo.

Lidia sonrió. Si alguien era capaz de hacerla sonreír, ése era él.

—Seguro que pensabas en tus futuras vecinas de sonrisas provocadoras —se mofó—, o mejor, en esa enana azul que te persigue allá donde estés y te llama guapo Pezzia.

Bruno sonrió con sorna.

—¿Estás celosa? —inquirió.

Dando un paso atrás, ella levantó una ceja y respondió levantando el mentón:

—Nunca. Ya lo sabes. No soy como otros.

Bruno soltó entonces una carcajada de frustración al recordar algo.

—Si con otros te refieres a mí, te aseguro que es agua pasada. Para mí no fue agradable ver como tú y el tonto de Maruel de Brene y Montoroso reíais y cuchicheabais aquella noche ante el fuego.

—Él prefiere que lo llamen Maruel de Brene. Aunque a mí me gusta más llamarlo simplemente… Maruel —sonrió Lidia.

A Bruno se le contrajeron las entrañas a causa de los celos, pero como un maestro del disimulo afirmó sonriendo:

—¿Sabes, bonita? Creo que tú y ese tal Maruel hacéis una buena pareja. Plantéaselo la próxima vez que lo veas. Estoy seguro de que a él le encantará tener algo contigo.

«Odio que me llames bonita», pensó ella y, desconcertada por aquello, lo miró cuando se oyó una voz de una mujer que decía:

—Bruno…, Bruno Pezzia, ¿dónde estás, gallardo guerrero?

Lidia se puso tensa en el acto. ¿Por eso estaba allí?

Se volvió hacia el lado derecho y entonces pudo ver a la joven Milda, de dulce mirada y cuerpo tentador, que se acercaba a ellos.

Sorprendido por ver allí a la muchacha, Bruno miró a Lidia y decidió darle de su propia medicina.

—Te rogaría que te marcharas —susurró para que la otra no lo oyera—. Tengo una cita con la preciosa Milda.

Furiosa, Lidia le soltó entonces un puñetazo que él detuvo con maestría y, en tono severo, le espetó:

—Espero que lo pases muy bien con ella.

—No lo dudes, bonita —le aseguró Bruno.

A continuación, levantando un pie del suelo, Lidia lo pisó con fuerza y lo amenazó con mirada retadora:

—Si vuelves a acercarte a mí, te juro que te mataré, como tenía que haberte matado cuando me topé contigo hace nueve meses.

Soportando con aplomo el dolor que ella le infligía, él le enseñó los dientes y, con un rápido movimiento, la inmovilizó, la levantó del suelo y la acorraló contra el tronco del viejo árbol, justo en el mismo instante en que Milda daba media vuelta y echaba a andar en otra dirección.