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Cuando la otra joven se hubo alejado lo suficiente, Bruno soltó a la guerrera y siseó muerto de dolor:

—¿Qué narices quieres de mí? ¿No me quieres a tu lado pero te encela que esté con otras? —Y, sin dejar que contestara, prosiguió—: Hemos acabado algo que nunca existió entre nosotros porque tú así lo has querido. Asúmelo: no eres la única mujer en el mundo. Y déjame decirte que antes eras especial pero, ahora, simplemente eres una más a la que no tengo que dar explicaciones de mi vida.

Lidia estaba deseando gritar a causa de la furia que sentía pero, en vez de eso, se abalanzó sobre él y lo besó. Incrédulo, Bruno disfrutó de aquella locura pero, cuando vio que iba a perder los papeles, la alejó de su cuerpo y siseó:

—No.

—Bruno…

Con gesto chulesco, él se retiró y se mofó.

—Demandas mis besos como los demandan el resto de las mujeres.

—Yo no soy como ellas —replicó Lidia deseosa de estrangularlo.

—Desde luego que no. Al menos ellas son siempre dulces y cariñosas.

Echando humo por las orejas, la guerrera lo miró.

—No quiero saber cómo son las demás —respondió.

—¿Ah, no?… —se mofó él.

—No.

Durante unos segundos que parecieron eternos, ambos se miraron a los ojos y finalmente Bruno preguntó:

—Y ¿por qué siento que estás celosa cuando no hay nada entre nosotros?

Lidia no respondió. La rabia y la frustración no se lo permitieron.

—Te encelas porque, aunque nunca lo vas reconocer, sientes algo por mí —continuó diciendo él—. Te joroba saber que ya no eres mi fierecilla, ni la única mujer a la que abrazaré. Te consumen los celos al imaginar que voy a besar, a tocar y a disfrutar otros cuerpos, y…

De nuevo Lidia se abalanzó sobre él. Esta vez, Bruno relajó la tensión de sus brazos y, cuando sintió que ella se apretaba contra su cuerpo en demanda de más intensidad, estalló la locura en cada poro de su piel. Conocía a Lidia y sabía lo que le estaba exigiendo sin palabras.

—No… —murmuró contra su boca.

Ella paseó entonces su húmeda lengua por los tibios labios de él y musitó:

—Te deseo…

—No…

—Te… te necesito…

Con el corazón desbocado por sus palabras, Bruno la miró. Era consciente de que estaban al raso, de que Milda andaba merodeando por allí y de que el campamento estaba cerca, por lo que, en silencio, la hizo caminar hasta una cueva que había visto al pasar. Al entrar, ambos se miraron y él preguntó:

—¿Puedes repetir lo último que has dicho?

Temblando como una hoja, Lidia lo miró y repitió sin dilación:

—Te necesito…

Enloquecido al oír las palabras que nunca había esperado oír, la empujó suavemente hasta que ella apoyó la espalda contra una pared y la besó hasta robarle el aliento. La sentía temblar bajo sus manos, y no precisamente de frío.

Tras el beso, Bruno aflojó la sujeción y ella comenzó a desnudarse sin dejar de mirarlo.

Él la imitó y, una vez estuvieron totalmente desnudos, con la respiración agitada, la cogió entre sus brazos y posó su trasero en el saliente de una piedra. A continuación separó sus muslos y, sin dejar de mirarla a los ojos, la penetró despacio y con suavidad mientras ella se arqueaba al recibirlo y gemía de placer.

Arrebatado y excitado, sin hablar, Bruno le hizo el amor, hasta que, tras una fuerte embestida, ella chilló de placer y él musitó:

—Eso es, bonita, disfruta…

Al oír eso, Lidia entornó los ojos, lo sujetó para inmovilizarlo y susurró:

—No me gusta que me llames bonita

—¿Ah, no? —jadeó sintiendo la necesidad de hundirse de nuevo en ella.

Lidia negó con la cabeza.

—Pues dime, listilla, ¿cómo quieres que te llame? —preguntó él acercando su boca a la suya.

La joven lo miró confusa. Pero al sentir el mágico roce de su piel contra la de él, murmuró con decisión:

Fierecilla. —Y, con un seco movimiento de la pelvis, se clavó en él y ambos gritaron y se arquearon de placer.

Encantado con aquella matización, Bruno sonrió y volvió a tomar las riendas de la situación. Acercó de nuevo sus labios a los de ella y, mientras se hundía en su interior acelerando el ritmo, preguntó jadeante:

—¿Tú eres mi fierecilla?

—Sí —repuso ella con la respiración entrecortada—. Soy tu fierecilla y tú eres mío. Sólo mío.

A cada segundo más encantado por cómo se estaba desarrollando la situación, Bruno se disponía a decir algo cuando Lidia se apretó más contra él para sentirlo más dentro de ella y murmuró:

—No voy a permitir que te alejes de mí porque te quiero y te necesito. He sido una tonta, y yo…

Bruno no la dejó seguir hablando. No hacía falta. Tomó su boca para reclamar hasta su último suspiro y, tras penetrarla más profundamente, replicó:

—Sí, fierecilla. Así es como debe ser.

Si alguien la conocía era él y, aunque Lidia era una gran guerrera a ojos de todos, en la intimidad era posesiva, pasional, ardiente, y no podía negar que se derretía con su contacto. Su liderazgo, su ímpetu y su frialdad se aplacaban cuando Bruno la hacía suya, y entonces, sólo entonces, era cuando Lidia se sentía completamente mujer.

Dos horas después, tras haber disfrutado de una pasión desmedida entre ellos, donde el mundo había dejado de existir para disfrutar tan sólo de sus cuerpos y sus besos, ambos se vistieron.

—No te irás de mi lado, ¿verdad? —preguntó Lidia mientras se colgaba la espada al cinto.

Encantado con el giro de los acontecimientos, él la besó y murmuró:

—Nunca.

Sonriendo, salieron entonces de la cueva y, cuando llegaron a los alrededores del campamento, Bruno decidió ponerla a prueba y se soltó de su mano con celeridad. Era lo mismo que ella le había hecho durante todos aquellos meses. Al ver su gesto, Lidia volvió a agarrarlo de la mano y, mirándolo a los ojos, siseó:

—Si me sueltas otra vez, ¡te mato!

Divertido y encantado por ver que la cosa iba en serio, Bruno insistió:

—Todos nos verán.

Ella asintió y, tras darle un beso en los labios que a él le supo a gloria, afirmó:

—Eso quiero. Que todos nos vean para que sepan que eres mío de una vez por todas. Ah…, y que no te vea yo tontear con alguna o te juro que lo pagarás caro.

—Aplícate el cuento, fierecilla —repuso él al oírla.

Con seguridad, llegaron caminando de la mano hasta las rocas donde habían alzado el campamento, y cientos de ojos los observaron. Penelope, que en ese momento estaba con una niña en brazos, sonrió al verlos. No cabía duda de que entre aquellos dos había triunfado el amor.

—Ella es tu destino, Bruno Pezzia —dijo.

Al verlos, Tharisa se hizo chiquitita… chiquita, más aún de lo que era, y suspiró de decepción. Sin embargo, Risco se apresuró a llevarle un bollito de miel que ella comió con sumo gusto.

Cuando ya todos habían visto a la pareja de la mano y habían asumido lo que aquello significaba, unos enanos azules corrieron hacia Lidia. La necesitaban para solucionar un problema. Sin dudarlo, Bruno la soltó y, tras darle un rápido beso en los labios, dijo caminando en otra dirección:

—Anda…, ve y continúa comportándote ante todos como la implacable guerrera que eres.

El comentario hizo sonreír a Lidia, que le guiñó un ojo y se alejó. Sin duda había encontrado al hombre de su vida.

Pero la quietud y el sosiego de la noche duraron poco.

Dracela advirtió a Lidia de la presencia de guerreros de Dimas en las inmediaciones del campamento y, tras recogerlo todo rápidamente, reemprendieron la marcha para llegar cuanto antes a las vastas tierras del Gran Pantano.