No muy lejos de Penelope, Fenton observaba cómo ésta ayudaba a todo el que lo necesitaba y ordenaba a otros auxiliar a unas mujeres. Nunca habría imaginado que en el interior de aquella mujercita dulce a la que le gustaba cocinar y tejer hubiera una guerrera como la que ahora admiraba.
Al amanecer llegaron a las lindes del Gran Pantano. Allí, todo era oscuro, siniestro y silencioso. En aquella parte del pantano, la vida era inexistente, y las nuevas incorporaciones al grupo miraban a su alrededor con horror, seguros de que no saldrían con vida de aquel lugar. Tomando el mando para tranquilizar a las gentes, Bruno les mostró su llave élfica. Todos sabían que quien se atrevía a adentrarse en aquellos parajes no salía vivo, pero el guerrero les aclaró que sólo los que hubieran sido tocados por aquella llave tenían acceso al lugar sin correr ningún peligro. Por ello, Lidia, Penelope y él, uno a uno, fueron pasando la llave entre aquellas gentes para que nada pudiera sucederles.
Una vez acabaron, los animaron a proseguir la marcha y les indicaron dónde debían pisar y dónde no, y la comitiva continuó lenta y pausadamente su camino. Con unos ojos como platos, aquéllos vieron que no les pasaba nada. El Gran Pantano los dejaba seguir su camino y, al llegar ante una enorme piedra oscura, Lidia miró a la dragona y dijo:
—Continúa hasta la cascada del Gran Pantano por donde tú bien sabes, Dracela, y aléjate de aquí. Gaúl estará allí. Dile que llegaremos al alba, una vez hayan descansado los heridos.
La dragona asintió y desapareció rápidamente en el cielo.
Lidia, más tranquila al ver partir a Dracela, miró a Bruno, que le sonrió, y a Penelope. Instantes después, esta última sacó su llave élfica y, tras susurrar unas palabras que sólo ellos entendieron, se abrió una grieta en la enorme piedra gris llamada Túmulo.
Asustados, muchos se miraron y Bruno, al ver el desconcierto en sus miradas, se apresuró a tranquilizarlos:
—Calmaos, amigos. El Túmulo nos protegerá. Entraremos todos por la grieta y…
—Moriremos, ¡es una locura! —vociferó un hombre.
Alarmada por saber que debían entrar por aquella grieta, la gente comenzó a protestar.
—En este momento sólo hay dos opciones: vivir o morir —anunció Lidia a gritos—. Si entráis en el Túmulo, salvaréis vuestras vidas. Pero si queréis morir a manos de Dimas, quedaos aquí.
Sin dudarlo, Lidia caminó entonces en dirección a la grieta y, antes de desaparecer, añadió:
—Yo entraré en primer lugar; quien quiera que me siga. Pasados dos minutos, volveré a cerrar la grieta. Vosotros decidís.
Y, dicho esto, desapareció por detrás de la piedra. Penelope la siguió y, tras ella, Bruno, Tharisa, Risco y todos los que ya habían entrado allí alguna vez.
Al ver dudar a la gente que había estado presa con él, Fenton declaró:
—Yo también entraré. Ellos nos han traído hasta aquí, y no quiero volver a caer en las garras de Dimas Deceus.
Sin dudarlo, entró y, finalmente, el resto entraron detrás de él.
Por una seña de Bruno, Lidia supo que ya no quedaba nadie fuera. Miró a Penelope y ésta, murmurando las mismas palabras que había pronunciado momentos antes, hizo que la grieta se cerrara.
Pero entonces, cuando notaron que el suelo temblaba bajo sus pies y se vieron sumidos en la oscuridad más absoluta, la gente comenzó a gritar asustada. Se los había tragado la tierra. Sin embargo, pocos segundos después Lidia encendió una antorcha, y Bruno otra, y también Penelope, y la cueva quedó iluminada y todos comenzaron a tranquilizarse.
Fenton, sorprendido por lo que había visto hacer a su esposa, se sentó en el suelo abstraído. ¿Qué había ocurrido allí? ¿Desde cuándo su mujer hacía esas cosas?
Y entonces fue cuando la vio sentada no muy lejos de donde él se encontraba, a su derecha.
¿Qué hacía Penelope sentada tan cerca?
La joven, ajena a su mirada, sacó una botellita de una pequeña bolsa y bebió de ella. Como si estuviera hechizado, Fenton observó la dulce línea de su cuello. Su piel era suave y su tacto increíble. Quiso recorrerla con las yemas de sus callosos dedos y besar aquellos labios húmedos y tentadores. Pero no. No debía pensarlo siquiera.
—Noto tu respiración algo acelerada, Freman —dijo entonces alguien a su izquierda.
Volviéndose para ver quién le hablaba, se encontró con el sonriente rostro de Bruno Pezzia. Si algo le había llamado la atención del guerrero era su constante buen humor y su buena predisposición para todo. Siempre sonreía, algo que él en escasas ocasiones hacía.
Fenton trató de recomponerse y, oculto en la oscuridad de su capucha, respondió en un susurro:
—El camino ha sido largo y duro de recorrer.
—¿Te ocurre algo en la voz? —Se mofó Bruno.
Molesto por su pregunta, Fenton miró a Penelope, que estaba hablando con una mujer no muy lejos de él.
—Me duele un poco la garganta. Sólo eso.
Bruno suspiró. Sin duda el hombre no lo estaba pasando nada bien y, cada vez más convencido del padecimiento que cargaba sobre sus hombros, preguntó:
—¿Tu herida está mejor?
—Sí —asintió Fenton—. Gracias a Risco y a su milagroso ungüento, la herida sana por momentos.
—¿Sabes? Ese ungüento lo prepara Penelope. ¿Sabes quién es?
Fenton se apresuró a negar con la cabeza.
—Es ella —indicó Bruno, señalándola—. Una maravillosa y encantadora mujer que ha sufrido por amor más de lo que a mí me habría gustado.
Fenton no dijo nada y él añadió:
—Ella y sus medicinas poseen unos poderes curativos increíbles. ¿Te lo ha dicho Risco?
—No —respondió el otro con un hilo de voz—. Pero bueno es saberlo.
En ese momento, la susodicha se levantó y se dirigió hacia el fondo de la cueva. Lidia parecía buscar algo y fue en su ayuda. Los dos hombres la siguieron con la mirada y Bruno preguntó:
—Penelope es una mujer muy guapa, ¿verdad?
—Sí. Mucho —asintió Fenton con pesar.
Y, tras un breve silencio en el que éste se recreó en la increíble belleza de su mujer, Bruno añadió:
—La conocí hace nueve meses. Ella buscaba desesperadamente a su marido Fenton Barmey y, aunque le prometí que lo encontraría, nunca hemos sido capaces de encontrarlo. Por cierto, ¿no habrás oído hablar de él por casualidad?
Incómodo con la conversación, Fenton se movió y respondió:
—No. Nunca he oído ese nombre.
—¿Seguro?
—Sí. Seguro.
—Es una pena —asintió Bruno viendo como aquél apretaba tanto las manos que los nudillos se le ponían blancos—. Ella aún lo ama con todo su corazón, y estoy convencido de que daría lo poco que tiene con tal de encontrarlo esté como esté. —Fenton no habló y Bruno cuchicheó bajando la voz—: Por desgracia, las últimas noticias que tuvimos de él fue que murió a manos de Dimas Deceus.
—Pobre hombre —musitó entonces Fenton—. Descanse en paz.
Bruno asintió pero, dispuesto a hacerle ver que él sabía quién era en realidad, añadió:
—Me he percatado de que muchos de tus compañeros te tienen cariño y te miran a la espera de hacer lo que tú digas. ¿Llevas mucho tiempo preso?
—Podría decirte que toda una vida —suspiró el otro aliviado al ver que cambiaba de tema.
—¿Dónde te apresaron?
Rápidamente Fenton buscó un lugar lo más alejado de la realidad.
—En Piedramorelas —repuso.
Tras aquella pregunta, Bruno no desistió y le hizo mil más. Fenton, rápido en contestaciones, las salvaba todas. Hasta que el otro no pudo más y, al ver que no había nadie a su alrededor, se acercó más para que sólo él pudiera oírlo y murmuró:
—Sé que eres Fenton Barmey, el marido de Penelope. A mí no me engañas.
Al oír eso, el encapuchado se quedó sin respiración. Las manos le temblaban y, con el corazón en un puño, se revolvió en el sitio y siseó: