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—¿Cómo te llamas?

—Freman —respondió modulando la voz.

Tras un tenso silencio, ella insistió:

—¿Por qué te ocultas tras esa capucha?

Aquella pregunta lo pilló tan de sorpresa que él sólo pudo responder:

—Motivos personales.

Sin sorprenderse por su respuesta, ella observó con detenimientos sus sucias y ajadas manos y dijo:

—En cierto modo, te entiendo. Todos tenemos motivos personales para hacer lo que hacemos.

—¿Me entiendes?

—Sí —asintió Penelope con seguridad mirando a Lidia—. La vida no es fácil, pero hay que saber sobrellevarla. Todos los que estamos aquí hemos perdido a seres queridos. Seres amados e irremplazables, pero hay que seguir viviendo. Lo cobarde en un mundo como el nuestro es dejarte llevar por la indiferencia y el hastío. Lo valeroso es luchar para vencer los miedos y las inseguridades.

Fenton sonrió. Había sido él quien, en el pasado, cuando se sentía fuerte y poderoso, le había dicho aquellas mismas palabras.

—¿Tú has luchado por vencer tus miedos? —preguntó.

Retirándose con cuidado un mechón rubio del rostro, Penelope asintió.

—He pasado de ser una muchacha inexperta a la que todo le daba miedo a convertirme en una mujer fuerte y luchadora. Perder al hombre que amaré mientras viva ha sido lo más duro que he tenido que soportar. No poder encontrarlo y ayudarlo casi me consume en la desesperación. Y aunque, cuando me enteré de que había muerto, parte de mí murió con él, una extraña fuerza me hizo continuar con mi vida. Creo que la fuerza me la manda él, allá donde esté.

—Lamento lo que dices —murmuró Fenton sin mirarla.

Penelope asintió. Ella también lo lamentaba, y musitó:

—Estoy segura de que, si existe un mañana y él aún sigue amándome tanto como yo lo amo a él, volveremos a encontrarnos.

Al oír eso, Fenton se sintió profundamente conmovido.

Aquella que hablaba de él con tanto amor, su mujer, aún lo quería y ansiaba su regreso. Pero, en vez de ser valiente y enfrentarse al miedo de ser rechazado por su aspecto, simplemente se levantó y, tras una inaudible disculpa, se alejó.

Penelope suspiró y lo siguió con la mirada. Luego se levantó para acercarse a Bruno y a Lidia. Había que encontrar a Gaúl.

No muy lejos del Túmulo, Dimas Deceus, el malvado hombre que se creía el dueño del mundo, cabalgaba a lomos de su impresionante caballo. Tener en su poder a Gaúl, la mano derecha de Lidia, la cazarrecompensas, era una de las mayores satisfacciones que su oscura vida le había proporcionado en los últimos tiempos.

Después de torturar y matar a dos de los hombres que había apresado junto a Gaúl, y con la llave élfica en su poder, se encaminó hacia el Túmulo.

Entrar en el Gran Pantano fue una dura decisión. Sabía que, una vez allí, muchos de sus guerreros causarían baja, pero eso no le importó. Quería apresar y matar a aquellos que durante los últimos meses habían frustrado sus planes con los prisioneros.

Como bien había previsto, muchos de sus guerreros perdieron la vida al internarse en aquel paraje, pero su ejército era numeroso y no le importó. Incansablemente se fue acercando hasta el Túmulo y, una vez llegó ante la enorme piedra oscura, hizo llevar a Gaúl hasta él.

Éste, al que habían apaleado sus salvajes guerreros, fue llevado ante él. Sus hombres lo arrojaron a los pies de su tenebroso caballo y, tras desmontar, Dimas se agachó, lo cogió del pelo para que lo mirara y gritó mientras se sacaba un pequeño puñal de su cinto:

—El enano dijo que tus amigos vendrían hacia aquí, ¿dónde están?

Agotado y apenas sin fuerzas, Gaúl lo miró y, dispuesto a morir antes de delatarlos, repuso:

—No lo sé. Se habrán marchado. No lo sé.

La punta del puñal se clavó entonces en la parte baja de su espalda y ascendió rasgando su carne. Gaúl gritó de dolor. Dimas era un torturador y disfrutaba haciéndolo.

Una vez retiró el puñal de su espalda y la sangre corría por ella, siseó:

—Sé que, gracias a la llave élfica, puedes abrir una grieta en el Túmulo, ¿no es así?

Aquello sorprendió a Gaúl. ¿Cómo lo sabía? Sin embargo, no respondió.

—¡Hazlo ahora mismo o mataré a otro de tus hombres! —vociferó Dimas y, cogiendo al bueno de Mauled, que sangraba como él, añadió—: Mataré a este hombre ante ti y tras él morirán todos los demás.

—Noooo —jadeó Gaúl horrorizado.

Complacido por su reacción, Dimas insistió:

—Y, si aun así no haces lo que te pido, juro por la memoria de mi madre que te sacaré primero un ojo, después el otro, y posteriormente te iré arrancando todas y cada una de las partes de tu cuerpo, infligiéndote el mayor dolor que se le puede causar a un desgraciado como tú. Morirás…, pero antes tendrás que soportar una terrible agonía que yo disfrutaré.

Gaúl lo miró con inquina. Después observó a Mauled, y éste le hizo saber con una mirada que estaba preparado para morir. El corazón de Gaúl se desbocó. Lo que le hicieran a él no le importaba. Moriría gallardamente por su causa. Pero no sabía si podría soportar ver cómo mataban cruelmente a sus hombres ante él.

—¡Escoria! —aulló con las pocas fuerzas que le quedaban—. Eres un malnacido al que espero que tras mi muerte le hagan pagar todo el mal que ha ocasionado con tanta crueldad.

Pero Gaúl ya no pudo decir más, puesto que Dimas le cruzó la cara de un puñetazo. Con la sangre chorreándole por la boca, escupió y, sin un ápice de piedad, el villano lo cogió por el pelo y tiró de su cabeza hacia atrás.

—Abre la grieta o ese hombre morirá —rugió.

De nuevo, su mirada se encontró con la de Mauled y éste asintió. A pesar de su aturdimiento, Gaúl intentó pensar con rapidez.

Si comenzaba a decir las palabras mágicas, la tierra del Túmulo se movería y eso haría sospechar a Lidia y al resto de sus amigos. Si ellos entendían su mensaje, saldrían rápidamente de allí y se internarían de nuevo en el Gran Pantano hasta llegar a la Gran Cascada.

Aquella cascada era un lugar seguro para ellos, pero no para los hombres de Dimas, que irían directamente al infierno. Era su única oportunidad. Necesitaba hacer aquello si no quería ver cómo abrían en canal a Mauled.

Así pues, tomando entre sus ensangrentadas manos la llave élfica que Dimas Deceus le tendía, comenzó a murmurar muy lentamente las mágicas palabras, mientras rezaba porque sus amigos entendieran su mensaje.

En el interior del Túmulo, Lidia ya estaba más tranquila.

Las palabras de Bruno, su cariño y su insistencia al asegurarle que encontrarían a Gaúl le hicieron ver, sentir y entender que así sería. Ni ella, ni sus amigos lo abandonarían.

Pero la tranquilidad le duró poco. De pronto, la tierra del Túmulo comenzó a temblar y la gente gritó asustada. Lidia, Penelope y Bruno se miraron. Aquello sólo ocurría utilizando la magia de una llave élfica, y Gaúl era el único que podía tener una. Su rostro se iluminó. Su amigo estaba vivo. Estaba allí.

Durante varios segundos esperaron a que una grieta se abriera en la piedra, pero tan pronto una pequeña rendija amenazaba con abrirse, comenzaba a cerrarse de nuevo.

¿Qué ocurría?

Después de tres veces, mientras la gente gritaba asustada a su alrededor, los tres intuyeron que algo iba mal. Gaúl, al igual que ellos, era capaz de abrir la grieta en el Túmulo sin ningún problema. ¿Por qué no lo hacía entonces?

—Esto no me gusta —susurró Bruno al ver cómo la tierra se sacudía de nuevo.

Penelope estuvo de acuerdo con él, y Lidia tocó su llave y dijo:

—Yo abriré la grieta.

—No —replicó Bruno sorprendiéndolas a ambas—. Espera. Quizá lo esté haciendo adrede.

Lidia lo miró con gesto serio.

—Algo le ocurre a Gaúl —afirmó Penelope—. Él sabe abrir la grieta tan bien como nosotros.

Angustiada al intuir que algo iba mal, Lidia se acercó hasta la pequeña rendija que llegaba hasta el suelo, aguzó la vista y, al ver algo en una décima de segundo, se le heló el corazón.