Al otro lado de la grieta, a escasos metros de ella, estaba Dimas Deceus con su ejército y, ante todos ellos, un ensangrentado Gaúl con la llave élfica en la mano.
—¡Nooooooo!
—¿Qué ocurre? —preguntó Bruno acercándose.
—No puede ser —gimió Lidia mirándolo.
Al siguiente movimiento de tierra, Bruno se colocó en el mismo sitio donde momentos antes se había situado la guerrera y, al contactar con la mirada de Gaúl y entender lo que aquél le estaba queriendo decir, maldijo y se volvió hacia las dos mujeres.
—Nos está avisando y dando tiempo para huir —declaró Bruno—. Saquemos a esta gente de aquí y llevémosla al refugio de la Gran Cascada. Después regresaremos a por él.
Temblorosa por ver el rostro ensangrentado de Gaúl, —Lidia murmuró— Id vosotros. Yo me quedaré aquí y lucharé con Dimas.
—Ni lo sueñes, cielo —aclaró Bruno mirándola.
La guerrera protestó al oírlo.
—Hay que sacar a esta gente de aquí.
Bruno era consciente de que tenía razón, pero no era capaz de marcharse, por lo que replicó:
—Lo sé. Pero o vienes tú o yo de aquí no me muevo. Y, te guste o no, lo mejor es salir y llevarlos a nuestro terreno. ¡Piénsalo!
Penelope, que acababa de ver lo que sus amigos habían visto ante un nuevo temblor de la tierra, se volvió hacia ellos.
—Lidia —terció—, lo más inteligente es hacer lo que dice Bruno. En el pantano podremos manejarnos bien y, al llegar a la Gran Cascada, todos estaremos a salvo. Conocemos el terreno y Gaúl lo sabe. La única manera de ayudarlo a él y al resto de los hombres es salir de aquí y meter al ejército de Dimas en el pantano de nuevo.
—Pero ellos…
—Es lo que están pidiendo —sentenció Bruno—. Gaúl y el resto de los hombres están dando su vida por nosotros y, si lo que quieres es ayudarlos, debemos salir de aquí para intentarlo.
Nerviosa, Lidia comenzó a caminar de un lado a otro del tembloroso Túmulo. Penelope la agarró entonces del brazo.
—Haznos caso, Lidia. Es lo mejor. Hazlo por ellos, no por ti.
Finalmente, con el corazón encogido, la joven asintió. Sabía que Gaúl quería que hiciera aquello y que era la mejor opción. Pero ver a su amigo golpeado y ensangrentado podía con su razón.
No obstante, comportándose como la guerrera que era, respiró hondo y gritó volviéndose hacia las docenas de ojos asustados que la observaban:
—Escuchadme todos. Dimas Deceus está al otro lado de la puerta con su ejército y Gaúl, junto a algunos de nuestros hombres, también. La tierra está temblando porque Gaúl nos está avisando de que debemos salir de aquí y regresar al Gran Pantano hasta encontrar la Gran Cascada.
Los allí presentes comenzaron a chillar de nuevo desconcertados. Lidia prosiguió:
—Sé que teméis el Gran Pantano. Sabéis que es un lugar duro, plagado de inseguridades y peligros. Y, creedme, es cierto. Pero las llaves élficas nos protegerán. Seguid nuestras instrucciones como lo habéis hecho antes y no ocurrirá nada. Sin embargo, en esta ocasión os pido más colaboración. Esta parte del pantano es la peor: debéis taparos los ojos con un trozo de tela para que la visión no os traicione y os convirtáis en piedra. Después os cogeréis de las manos y no os soltaréis los unos de los otros bajo ningún concepto.
—¿Y vosotros? —preguntó Tharisa, preocupada junto a Risco.
—Las llaves élficas nos protegerán. No nos pasará nada —prosiguió Bruno—. Debéis tranquilizaros y confiar en nosotros. Y, sobre todo, recordad que debéis seguid caminando pase lo que pase y oigáis lo que oigáis, y nunca os destapéis los ojos. ¿Lo habéis entendido?
El enano Risco, poseedor de una llave élfica, miró a la Tharisa y, estirándose, dijo:
—Tomaré tu mano y no te soltaré. Confía en mí, preciosa.
Ella sonrió, con el corazón de nuevo blindado, ahora por él.
—De acuerdo, guapo Mancuerda —Susurró pestañeando.
Al oír eso, Bruno sonrió y, tras cruzar una mirada con Risco, ordenó:
—Vamos. Cubríos todos los ojos.
Atemorizados, todos comenzaron a arrancarse rápidamente trozos de tela de sus harapientas ropas para vendarse los ojos.
—Ven, enana bonita —repitió Risco mirando a Tharisa, que, ahora con su corazón liberado del amor que había sentido por el guapo Pezzia, miraba al enano con ojitos brillantes—. Yo taparé tus preciosos ojos. Y, no te asustes, te agarraré con fuerza y nunca, en ningún momento, te soltaré.
Tharisa sonrió, aunque estaba tan asustada que apenas si podía pronunciar palabra.
—Yo no necesito cubrirme los ojos —dijo de pronto el hombre encapuchado.
Bruno lo miró.
—Has de hacerlo o morirás —repuso.
—Lo dudo —murmuró el otro.
Penelope insistió:
—No es momento para tonterías. ¿Te tapas los ojos tú o te los tapo yo?
Fenton blasfemó y Bruno se encogió de hombros.
—Tú eliges, amigo —dijo.
Al final, Fenton dio su brazo a torcer y, tras coger un trozo de tela que Bruno le entregaba, se vendó los ojos. No le quedaba otra si no quería que Penelope lo hiciera.
Mientras todos se cubrían los ojos, Lidia observaba fijamente la grieta que una y otra vez intentaba abrirse ante ellos. Su mirada y la de Gaúl conectaron de nuevo, y ella le hizo saber lo que iban a hacer.
Por primera vez en aquel odioso día, Gaúl sonrió al entender el mensaje de su amiga. No importaban los latigazos que el tal Dimas le diera en la espalda. Había conseguido su propósito y se sintió feliz por ello.
Una vez Penelope comprobó que todos se habían tapado los ojos con las telas, avisó a Bruno y a Lidia y, con una facilidad pasmosa, abrieron una grieta en la parte de atrás del Túmulo.
Con celeridad, Bruno guio a las gentes a través de ella y, justo cuando salía el último y la rendija se cerraba de nuevo, Gaúl la abría por su lado para Dimas Deceus.
El silencio del Gran Pantano los envolvió entonces. Sólo se oían sus respiraciones aceleradas, pero los dantescos sucesos de aquel mágico lugar no se hicieron esperar.
De pronto, tentadores cantos de sirena llegaron a los oídos de los hombres intentando atraerlos para hacerse con sus almas, y pequeñas voces de niños pidiendo ayuda consumieron las entrañas de las mujeres.
Ruidos fieros, de lucha, angustia y agonía los asustaban, pero todos continuaron su camino sin soltarse de las manos. Podían oír pero no ver, lo que les facilitaba el camino. Si en algún momento alguno se soltaba de la mano de otro, las almas perdidas del pantano o sus miserias los agarrarían y tirarían de ellos hasta acabar con su vida.
Fenton iba cogido de la mano de Tharisa. De pronto, la enana tropezó. Sin poder evitarlo, las manos de ambos se soltaron y, justo cuando el hombre iba a quitarse la venda de los ojos, dispuesto a defenderse de los cientos de voces e insultos que oía a su alrededor, la mano suave de una mujer lo agarró.
—Sigue tu camino —dijo ésta—. Yo sigo aquí —y volvió a juntar la mano de la enana con la de él.
Fenton se paralizó. Había tocado las manos de su amada Penelope. Su tacto, su suavidad hicieron que su corazón palpitara como hacía mucho que no sentía y, al volver a tener la mano de la pequeña enana en la suya, la agarró con fuerza y continuó su camino. Debía seguir. Por él. Por ella. Por toda aquella gente.
Lidia silbó entonces y al instante vio aparecer a Dracela.
—Estoy aquí, jefa —dijo la dragona.
—Dracela, cuánto me alegro de verte —sonrió ella emocionada.
La dragona, ajena a todo lo que estaba ocurriendo, murmuró:
—Tengo malas noticias. Ni Gaúl ni los guerreros están en el refugio del…
—Lo sé —asintió Lidia con pesar. Y, sin tiempo que perder, agregó—. Risco abre la comitiva. Entre los dos, guiad a esta gente hasta la Gran Cascada y esperadnos allí. Dimas y su ejército están en el interior del Túmulo y tienen a Gaúl y a nuestros hombres.