—Oh, Dios mío —balbuceó Dracela preocupada.
—Penelope, Bruno y yo nos quedaremos aquí —prosiguió Lidia—. Gaúl abrirá una grieta para que salgan al Gran Pantano de nuevo, y entonces, sin duda, Dimas y sus hombres morirán.
—De acuerdo —asintió la dragona. En el acto, se volvió y gritó con su voz rotunda—: Continuemos, amigos, ya queda poco.
Fenton, que había oído la conversación entre la cazarrecompensas y la dragona, se inquietó. ¿Cómo dejar a su mujer? Por ello, no lo dudó, e intentando soltarse de la mano de la enana, declaró:
—Yo os acompañaré. Sé luchar, y mi ayuda os será de utilidad.
Al oír al hombre encapuchado que apenas si había abierto la boca en aquellos días, Lidia lo tomó rápidamente de la mano y repuso:
—Me alegra saber que quieres ayudarnos, pero la crueldad del Gran Pantano podrá contigo. Más que una ayuda, serás un estorbo. Sigue con el resto…, será lo mejor.
Sin embargo, el hombre no estaba dispuesto a darse por vencido y, apretándole la mano, murmuró mientras se quitaba la venda de los ojos y veía a su alrededor cientos de almas incandescentes flotar junto a todos los que llevaban los ojos tapados:
—Soy un guerrero y nunca rehuiré la lucha.
Lidia lo miró y él afirmó juntando la mano de la enana con la del hombre que estaba a su lado:
—Nunca he sido un cobarde y ahora no lo seré. Confía en mí.
Al ver que Fenton se había soltado de la mano de Tharisa, Bruno corrió hacia él cuando lo oyó decir:
—Dudo mucho que el Gran Pantano pueda encarnizarse más conmigo. Dimas Deceus me ha arruinado la existencia. Me ha robado todo lo que fui. Ha conseguido que desee morir cada instante del día, y ahora yo sólo deseo verlo morir a él, aunque sea lo último que vea en mi miserable vida.
Lidia se dispuso a replicar:
—Pero…
—No —la cortó él—. No tengo por lo que vivir. Déjame ayudaros y moriré feliz.
Conmovida por la crueldad y la sinceridad de sus palabras, la guerrera apretó la mano del encapuchado.
—Al menos —repuso—, y ya que no veo tu rostro, si vas a luchar a mi lado me gustaría saber cuál es tu nombre.
—Su nombre es… —comenzó a decir Bruno, que lo había oído todo.
—Freman… —lo interrumpió él—. Mi nombre es Freman.
Penelope llegó entonces hasta ellos y, al ver al encapuchado con sus dos amigos, inquirió:
—¿Qué hace él aquí?
Pero ninguno pudo responder, ya que de pronto una luz proveniente del Túmulo les hizo saber que Gaúl iba a abrir la grieta para salir.
Sin tiempo que perder, los dos hombres y las dos mujeres se ocultaron tras unos enormes árboles del Gran Pantano. Enseguida vieron a Dimas Deceus aparecer por la grieta junto a sus guerreros.
Tras avisar a Mauled y a los suyos de que cerraran los ojos, Gaúl selló de nuevo la grieta. Entonces, al ver el Túmulo cerrado, Dimas miró al guerrero y, tirando de él, siseó:
—Dame esa llave si no quieres que te arranque la cabeza.
Seguro de que ahora todo jugaba a su favor, Gaúl lo retó:
—Quítamela si puedes.
De pronto se oyó un grito desgarrador. Uno de los soldados de Dimas era rodeado por cientos de almas incandescentes de color verde y, antes de que nadie pudiera reaccionar, el hombre se convirtió en piedra e instantes después se deshizo ante ellos.
Los guerreros, asustados, comenzaron a chillar cuando vieron que de las aguas pantanosas salían miles de almas errantes que los rodeaban sin piedad.
Penelope, Bruno y Fenton, espada en mano, fueron enfrentándose a los guerreros que corrían aterrados hacia ellos. Aunque se merecían morir lentamente, la crueldad no iba con ellos, por lo que clavaban su espada en ellos en cuanto éstos se cruzaban en su camino.
Dimas Deceus miró entonces con horror a Gaúl.
—¿Qué has hecho, bastardo? —rugió—. ¡¿Qué has hecho?!
—¡Ni más ni menos que darte tu merecido! —gritó Lidia.
Al oír su voz, Gaúl la buscó con la mirada y renqueó hacia ella. Una vez se reencontraron, se fundieron en un sentido abrazo.
—¿Estás bien? —preguntó ella preocupada.
Gaúl asintió sin apenas fuerzas. Se encontraba mal. Fatal, de hecho. Pero había salvado su vida y la de sus hombres.
—He estado mejor, jefa, no te voy a engañar —se apresuró a responder—. Pero ahora debemos tapar con algo los ojos de Mauled y de los demás antes de que la tentación haga que los abran.
Sin embargo, Bruno y Penelope, ayudados por el hombre encapuchado, ya se estaban ocupando de ello. Una vez tuvieron todos los ojos vendados, Penelope los agarró de la mano y los llevó hasta un árbol.
—Mauled —dijo—, no os mováis de aquí hasta que regresemos, ¿de acuerdo?
—Aquí estaremos, Penelope. Confiamos en vosotros.
Lidia y Bruno llevaron hasta el árbol a Gaúl. Apenas si podía andar, y Penelope, al volverse, vio cómo varias almas incandescentes acechaban al hombre encapuchado y tiraban de él mientras éste se encogía con brusquedad. Sus miedos, sus frustraciones, sus vivencias se enzarzaban con él, y eso podía matarlo. Sin tiempo que perder, agarró al hombre de la mano y le espetó:
—Sé que no quieres que te toque, ni que te cure, ni que te vea, pero esta vez te lo digo en serio: o te tapas los ojos tú o te los tapo yo. Tú decides.
Tembloroso y agotado por las visiones rocambolescas que aquellos espíritus le habían mostrado de su pasado y sus miserias, Fenton murmuró con voz ajada:
—Yo… yo… me los taparé.
Ella asintió y, tras entregarle un trozo de tela, él mismo se vendó los ojos. A continuación, Penelope agarró su mano con fuerza y lo condujo hasta el lugar donde estaba el grupo. Al llegar, observó horrorizada el feo golpe que Gaúl tenía en la cabeza y que Bruno le curaba como podía.
A cada instante más furiosa por todo el mal que aquel villano había causado a las personas que quería, Lidia declaró:
—Dimas debe morir.
Penelope asintió con gesto fiero y, mirando a un agotado Gaúl, dijo sacándose la espada del cinto:
—Por fin podré vengar el sufrimiento de mi marido y otras muchas personas inocentes.
Fenton se disponía a replicar, pero Gaúl se le adelantó:
—He de vengar a mi amor.
Lidia lo miró y, tras cruzar una mirada con Bruno, dijo:
—Nosotras nos ocuparemos de él. —Y mirando a Gaúl sentenció—: Tranquilo, vengaré a mi hermana por ti. Te lo prometo.
Las dos mujeres se miraron decididas y, seguidas de cerca por Bruno, se dirigieron hacia el lugar donde estaba aquel malvado.
Dimas Deceus era atormentado por miles de almas mientras se retorcía y gritaba como un loco con los ojos fuera de sus orbitas. Su maldad, aquella maldad que durante años había hecho sufrir a tanta gente, por fin se había vuelto contra él, y la venganza estaba asegurada.
Una venganza que lo mataría sin necesidad de que Lidia o Penelope movieran un dedo. Pero no. Ansiaban acabar con su vida como él había hecho con sus seres queridos, y lo harían.
Durante unos instantes lo vieron sufrir, hasta que Lidia gritó antes de clavar su espada en su cuerpo cuatro veces seguidas:
—¡Esto es por mi madre, por mi padre y por mi hermana! ¡Y ésta es por Gaúl! Acabaste con la vida de su amada y ahora nosotras ponemos fina a la tuya. —Dimas gritó y Lidia siseó—: Deseo que te pudras en el infierno, maldito hijo de perra, y espero que mi vida se llene de paz ahora que sé que tú has desaparecido de ella y de la de todo el mundo.
El cuerpo de Dimas cayó hacia un lado. Entonces Penelope, deseosa de que llegara su turno, se acercó hasta él y, tras levantar el mentón y la espada, gritó con voz temblorosa apuntando directamente a su corazón:
—¡Con esto vengo a mi amado marido Fenton Barmey! Me lo arrebataste de mi lado y…