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Al ver el espanto de la hermosa joven, Gaúl se acercó a ella. Si había algo que no podía soportar en este mundo era ver a una mujer llorar. Por ello, y con delicadeza, la ayudó a levantarse, clavó sus verdes ojos en ella y murmuró:

—Tranquila. No tienes nada que temer. Nosotros nunca te haríamos daño. Ella es Lidia Álamo y…

De pronto, la mujer abrió descomunalmente los ojos y, alejándose de él y sin dejarlo terminar, preguntó a la alta mujer de pelo negro y actitud guerrera:

—¿Eres Lidia, la cazadora de recompensas?

La mujer de interminables piernas y ojos oscuros asintió.

Gaúl dio un paso atrás. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de reacción por parte de la gente al saber que su amiga era la famosa cazarrecompensas.

—Regresaré al campamento para recoger las cosas —declaró.

Y, dicho esto, se marchó dejando a solas a las dos mujeres.

Sin perder un segundo, la mujer de cabellos claros se acercó a Lidia.

—Mi nombre es Penelope Barmey. Vivo a las afueras de la ciudad de Villa Silencio y estoy desesperada. Hace días llegó a mis oídos que mi esposo Fenton, que marchó hacia el norte, ha caído preso y… —Pero no pudo continuar. Las lágrimas inundaron su rostro y comenzó a llorar de nuevo.

Lidia odiaba los llantos. Esa demostración de debilidad, que ella se había negado tras la muerte de su familia, la sacaba de sus casillas. No obstante, al ver la desesperación de la mujer, suspiró, le levantó el mentón con una mano y le preguntó directamente:

—¿A qué fue tu marido al norte?

Secándose las lágrimas con su ajada túnica amarillenta, Penelope murmuró:

—Fenton fue en busca de trabajo. Las deudas nos ahogan, y él pensó que podría ganar algo de dinero. Pero los guerreros de Dimas Deceus…

—¿Dimas Deceus? —la interrumpió Lidia.

—Sí…

Al oír ese nombre se le puso la carne de gallina. Aquél era el hombre que ella buscaba por haber matado a su familia. Llevaba años tras él pero, siempre que parecía tenerlo a tiro, se le escabullía en el último momento.

Al ver que la mujer guerrera la observaba con detenimiento, Penelope continuó:

—No tengo dinero, ni mucho que ofreceros, pero si me ayudáis a encontrar a mi marido prometo…

Pero Lidia apenas si la escuchó. Tenía prisa. Quería entregar cuanto antes a su prisionero al mercader de Londan para poder continuar con lo que no la dejaba descansar. Así pues, dio media vuelta y, olvidándose de la desamparada mujer, comenzó a andar en dirección a su improvisado campamento.

Comprendía las penas de aquella mujer, pero ella tenía que solventar las suyas propias. Al ver que se alejaba sin escucharla, Penelope fue tras ella y la agarró del brazo.

—¿Me ayudarás? —preguntó.

Molesta por su insistencia, Lidia se soltó y gruñó secamente:

—No.

Clavando en ella su mirada triste y desamparada, Penelope declaró entonces entre susurros:

—Hace días, en mi camino me encontré con un monje. Me regaló una llave élfica, y…

Al oír eso, Lidia le prestó atención en el acto. Sabía perfectamente a lo que se refería.

—¿Tienes una llave élfica? —inquirió.

Penelope asintió.

—Sí…, y si me ayudas a encontrar y liberar a mi marido, prometo que te la entregaré.

Lidia sabía que el hecho de que le entregara la llave no servía para nada. Las llaves élficas sólo funcionaban en manos de sus dueños, pero rápidamente reconsideró la idea.

Desviarse de su camino con el prisionero Bruno Pezzia para atender otro encargo no era algo que le agradara pero, sin saber por qué, le preguntó a la triste mujer:

—Y ¿dices que a tu marido se lo llevaron los guerreros de Dimas Deceus?

—Sí…

Conocedora del poder de aquella llave, la guerrera pensó en los beneficios que ésta podría proporcionarles. Y, sin dar tiempo a reaccionar a la mujer, estiró la mano y le arrancó del cuello un colgante de oro fino.

—De acuerdo —dijo a continuación—. Te ayudaré a encontrar a tu marido, pero de momento cojo a cuenta este colgante y…

—Pero… pero ese colgante me lo regaló mi esposo el día de nuestra boda para que no lo olvidara… —balbuceó Penelope conmocionada.

—¡Perfecto! Así no olvidarás la promesa que me hiciste a mí —asintió Lidia al tiempo que echaba a andar hacia el campamento—. Te devolveré el colgante el día que libere a tu marido. Viajarás con nosotros pero nunca, recuerda, nunca hagas preguntas, ni me cuestiones, ni toques absolutamente nada de lo que llevo en las alforjas de mi caballo, ¿entendido?

Penelope asintió. La cazarrecompensas era su única ayuda, y se agarró a ella con rotundidad. Tras decir esto, Lidia siguió andando y la joven agarró su caballo pardo y fue tras ella en silencio. Quería encontrar a su marido.

Al llegar al campamento, Gaúl escuchó lo que Lidia le contaba. La llave élfica de la mujer les vendría muy bien para ocultarse en el Gran Pantano, un lugar al que nadie accedía, pues las almas errantes de los caídos los seducían y los mataban.

Penelope, perdida entre aquellos dos desconocidos y al ver a otro hombre tendido en el suelo con sangre en el costado, se acercó rápidamente a él. Pero, tras comprobar que su herida ya había sido curada, se sentó a su lado a esperar.

Durante un buen rato Gaúl y Lidia hablaron de los pros y los contras de desviarse de su ruta. Al final, ambos llegaron a la misma conclusión: poseer la ayuda de una llave élfica merecía la pena el retraso en la entrega de Bruno Pezzia.

Aquella tarde, tras caminar durante horas, acamparon lejos del enorme bosque que se cernía ante ellos.

—Bordearemos el bosque de las Serpientes —dijo Lidia mirando el mapa.

—No lo dudes. Yo no vuelvo a entrar allí ni loco —convino Gaúl.

Aún recordaba la vez que se metieron en él y estuvieron a punto de ser aniquilados por aquellos asquerosos bichos.

—Podemos llegar al valle Oscuro dentro de tres días si cogemos este camino —señaló Lidia—. Liberar al marido de Penelope nos llevará menos de una semana. ¿Qué te parece?

—¡Perfecto! —asintió su amigo.

Bruno Pezzia, que se había ido reponiendo en el transcurso de la jornada gracias a la medicina que Gaúl le había dado y a los cuidados de la dulce mujer que ahora los acompañaba, escuchaba a distancia la conversación.

Sin poder evitarlo, observó a Penelope y le recordó a su hermana fallecida. La fragilidad de aquélla lo hizo compadecerse de la joven, más aún cuando vio cómo las lágrimas surcaban su rostro sin contención alguna. Sentándose muy erguido contra el árbol al que estaba atado, dijo para atraer la atención de sus captores:

—Conozco varias cuevas que comienzan en el faro y terminan en…

—Cierra el pico o te corto la lengua —gruñó Lidia sin mirarlo.

—Uuuhhh…, ¡qué miedo! —murmuró él.

Al ver que Lidia apretaba los puños, su amigo le pidió tranquilidad con la mirada.

—Vamos a ver, fierecilla… —espetó Bruno a continuación.

—Mi nombre es Lidia —lo corrigió ella furiosa.

Bruno suspiró entonces con resignación.

—Precioso nombre, fierecilla… —dijo en tono peleón. Al ver que la joven blasfemaba, continuó—: Estoy ofreciéndome a ayudaros, ¿es que no me escuchas?

Tras soltar la daga que tenía en la mano, Lidia se levantó, dio varias zancadas para llegar junto a él y le propinó un puntapié en el brazo.

—He dicho que te calles —siseó—. ¿Me escuchas tú a mí?

—¡Serás bruta! —gruñó molesto Bruno.

Sonriendo con maldad, la muchacha se agachó para estar a su altura y, clavando sus impresionantes ojos negros sobre él, declaró muy cerca de su rostro:

—Hasta el momento sólo te he acariciado, así que ¡cállate, si no quieres que verdaderamente te arañe!