Bruno sonrió divertido y cruzó una mirada con Gaúl, que le pidió calma. Sin embargo, él no podía callarse y, a pesar de saber que tenía las de perder con aquella fiera, murmuró mientras recorría su cuerpo con una mirada lasciva:
—Si me arañas mientras te hago el amor, estaré encantado de recibir tus zarpazos, fierecilla.
El puñetazo que Lidia le soltó hizo que la cara de Bruno se volviera violentamente hacia la derecha. Ningún hombre había osado hablarle nunca así, y no iba a ser ése el primero.
Gaúl miró hacia otro lado intentando ocultar su sonrisa, y Penelope, al ver aquello, intentó mediar, pero Lidia se volvió hacia ella y la apuntó con un dedo.
—Será mejor que te calles, ¿entendido? —le espetó.
La joven asintió temerosa. No quería problemas, y se sentó mientras observaba a la cazarrecompensas regresar junto a su compañero Gaúl y sentarse junto a él. Tras recobrarse del puñetazo que la morena le había dado, Bruno volvió a sonreír con descaro.
—Sólo quería ayudaros —insistió—. Conozco el terreno y sé que varias cuevas atajan al menos un día de camino entre el bosque de las Serpientes y el valle Oscuro. Pero como veo que no os interesa, cerraré el pico.
Gaúl y Lidia se miraron.
Ambos sabían de la existencia de la cueva de la Pena y de la cueva de la Duda, pero nunca las habían encontrado. Por ello, Lidia suspiró y luego se volvió para enfrentarse a los claros ojos de su prisionero.
—¿Cómo sé que no estás intentando engañarnos? —inquirió.
Al ver que ella lo miraba por primera vez a los ojos en busca de preguntas, Bruno sonrió y dijo para desconcierto de todos:
—Ahora soy yo el que no quiere hablar.
Lidia se levantó de nuevo en el acto dispuesta a sacarle la información a golpes, pero Gaúl la sujetó y la hizo sentar. Debían dejar las cosas como estaban y descansar.
A la mañana siguiente, el humor de la guerrera no había mejorado.
Sin mediar palabra, Bruno subió al caballo pardo de Penelope ayudado por Gaúl. De pronto vio una mancha oscura que planeaba en el cielo sobre sus cabezas y se tiró de la montura junto a la joven.
—¡A cubierto! ¡Dragones! —exclamó.
Lidia miró entonces al cielo y reconoció en la panza del susodicho dragón la marca de Dracela. Su dragona. Así pues, continuó metiendo sus enseres en las alforjas sin inmutarse.
Al ver que aquella incauta no se ponía a resguardo, Bruno se levantó con las manos atadas, corrió hacia ella y se le abalanzó para protegerla. Dos segundos después, ambos estaban rodando por el suelo.
—Maldita sea, ¿por qué me has empujado, idiota? —gritó Lidia mientras intentaba zafarse de él a patadas.
Gaúl, que había presenciado la escena divertido, ayudó a Penelope a levantarse y le pidió silencio al comprobar que el prisionero se encogía al ver la sombra de la dragona sobrevolar de nuevo sus cabezas.
—Te estoy salvando la vida, maldita gruñona, ¿es que no lo ves? —se quejó Bruno mientras la aplastaba con su cuerpo y reptaba hasta llegar bajo el caballo de la joven.
—¿Salvándome? ¿De qué me estás salvando, si puede saberse?
Mirando entre las patas del animal al cielo, él murmuró:
—He avistado un dragón sobre nosotros e intento que no te mate, ¿te parece poco?
Sorprendida por su acción, Lidia sonrió sin poder evitarlo. Y su tímida sonrisa no le pasó inadvertida a Gaúl.
—Ese dragón es… —empezó a decir ella.
Pero Bruno, al ver que el enorme bicho volvía a pasar sobre ellos, le tapó la boca con la suya propia y susurró contra sus labios:
—Calla, no hables.
Durante unos segundos, Lidia y Bruno permanecieron con los labios pegados. Esa intimidad se tornó dulzona y caliente y, cuando él comenzó a sonreír, Lidia se liberó de su abrazo de una patada y, tras rodar por el suelo para alejarse de él, le espetó mientras se levantaba:
—Que sea la última vez que haces algo parecido, o te juro que… que…
Poniéndose a su vez en pie, Bruno miró al cielo y, al verlo despejado, preguntó:
—¿O qué?
Lidia desenvainó entonces su espada, se la puso en la garganta y siseó:
—O te juro que te mato. ¿Entendido?
La boca de Bruno se secó al instante al percatarse de que el dragón que segundos antes volaba sobre sus cabezas caminaba hacia ellos con tranquilidad sin que la joven se diera cuenta.
Gaúl, que observaba la escena, cruzó una mirada con su amiga y la informó de lo que ella ya imaginaba. Sin retirar su espada del cuello de Bruno, la joven declaró:
—Te presento a Dracela, mi dragona. Ella me ayudó a capturarte y, si vuelves a propasarte conmigo, te aseguro que también me ayudará a deshacerme de ti, ¿verdad, Dracela?
La criatura alada, de color violeta y escamas afiladas, se detuvo a escasos metros de ellos y, enseñándole los enormes dientes, acercó su cabeza hasta Bruno y afirmó con voz ronca:
—Será un honor carbonizarlo o arrancarle la cabeza, jefa…
El apuesto guerrero, al oír las carcajadas de todos, incluidas las de la dragona, se sintió ridículo y humillado. Le habían tomado el pelo.
Bruno había intentado proteger a Lidia de un peligro, y ella no había sabido darle a ese detalle su valor. Por eso, cuando ella retiró la espada de su garganta, regresó hasta el caballo de Penelope sin decir nada y, agarrándose como pudo, montó encima. Segundos después, Gaúl ayudó a Penelope a acomodarse delante de él y todos prosiguieron viaje.
Durante horas, un sol de justicia los abrasó a pesar de que Dracela intentaba volar sobre ellos para proporcionarles algo de sombra. Pero la dragona también necesitaba refrescarse, y el sol parecía estar en su contra.
En un par de ocasiones, las miradas de Bruno y de Lidia se encontraron y, aunque rápidamente ella retiró la suya, él intuyó que en su fuero interno se había despertado una curiosidad que el día anterior no existía, y eso le gustó.
Con cautela, rodearon el bosque de las Serpientes. Sabían que como se acercaran a él la salvaje arboleda los atraparía y tendrían problemas. Agotado por el viaje, Bruno se fijó en que el desvío para el faro estaba cercano y, azuzando el caballo pardo de Penelope hasta ponerlo a la par que el de la valerosa guerrera, la informó:
—Las cuevas de la Duda y de la Pena están cerca. ¿Queréis mi ayuda o no?
Lidia miró entonces a Gaúl, que asintió, y se disponía a responder cuando de pronto un enano azul apareció ante ellos agotado y sudoroso.
—¿Qué ocurre? —preguntó la guerrera al ver la piel deslucida del enano.
Éste se detuvo en seco y gritó horrorizado antes de que una flecha pasara silbando por su lado.
—¡Troles tufosos!
Sin perder un segundo, todos dirigieron sus caballos hacia un pequeño montículo que les serviría de escudo y, tras desmontar, Bruno dijo acercándose a la morena:
—Suéltame las manos.
—No.
—Por el amor de Dios…, con ellas atadas no podré ayudar.
—¿Te crees que soy tonta? —replicó Lidia.
De repente, una docena de troles tufosos aparecieron de la nada, a cuál más sucio, pegajoso y feo.
—¿Crees que es momento para pensar si yo te creo tonta o no? —replicó Bruno.
—Vuelve con Penelope y déjame en paz —bufó ella.
Desesperado por verse atado y limitado en sus movimientos, el prisionero se abalanzó entonces sobre la joven guerrera y le siseó en la cara:
—Esos troles tufosos son carnívoros y muy peligrosos. La única manera de matarlos es clavándoles algo entre los ojos.
Con un certero tiro, Lidia incrustó una flecha entre los ojos de una de las criaturas.
—¿Te parece un buen tiro?
—Perfecto —asintió Bruno, pero al ver aparecer a más bichos de aquéllos se impacientó—. Desátame las manos de una vez, maldita cabezota, y terminaremos con estos asquerosos en un santiamén.