Con rapidez, Lidia volvió a cargar su arco y, sin contestar, comenzó a lanzar junto a Gaúl flechas contra las malolientes criaturas. Pero, tras aquellos primeros, aparecieron otra media docena y, tras ésta, otra, y la cosa comenzó a complicarse.
Bruno, que ya le había pedido repetidas veces a Lidia que lo soltara sin que ella le hiciera caso, reparó en que Penelope llevaba una pequeña daga al cinto.
—Suéltame si no quieres que todos muramos aquí y ahora —la apremió. Al ver que la joven lo miraba con ojos dudosos, insistió—: Por favor, confía en mí.
Tres segundos después, cuando los troles se abalanzaron sobre ellos, Lidia tiró el arco y, sacando su espada larga de la cintura, comenzó una encarnizada lucha con varios de ellos, a los que fue clavando con la otra mano su pequeña daga entre los ojos.
Al ver a Bruno liberado correr hacia él, Gaúl no lo dudó ni por un segundo, le lanzó una de sus espadas y comprobó cómo el otro comenzaba a luchar con fiereza y, en menos de lo que imaginaban, se vieron rodeados de un centenar de troles muertos.
Cuando comprobó que no aparecía ninguno más, Lidia se miró el brazo. La habían herido y debía curarse, pero al ver a Bruno preguntó molesta:
—¿Quién te ha desatado?
Él no respondió sino que, en vez de ello, mirándole la herida, preguntó:
—¿Estás bien?
Sin el menor gesto de dolor, Lidia asintió y aclaró con una sonrisa helada:
—Por supuesto que estoy bien, ¿acaso lo dudas?
Bruno cruzó entonces una mirada con Gaúl.
—No —murmuró—. No lo dudo. Pero hay que curarte.
—Luego —gruño ella.
Pero Bruno, que era aún más cabezota que la guerrera, y aun a riesgo de recibir un espadazo, la sujetó e insistió:
—Ahora.
Sus miradas volvieron a encontrarse en ese instante.
—Eres una muchacha muy hermosa para pretender ser tan dura —declaró él bajando la voz.
Boquiabierta porque la viera como una chica guapa y no como una guerrera, Lidia se disponía a replicar cuando Bruno afirmó:
—Si te hubiera conocido en otras circunstancias, ten por seguro que habría estado encantado de cortejarte.
Ella lo observó sin habla. Le gustara o no reconocerlo, aquellos ojos, aquellos labios y aquella sonrisa descarada y seductora la atraían como un imán y, consciente de cómo su corazón se aceleraba al escucharlo teniéndolo tan cerca, murmuró:
—Aléjate de mí.
Bruno asintió y sonrió al ver cómo lo miraba ella.
—Cúrate y, en cuanto acabes, proseguiremos nuestro camino —declaró.
Sin miramientos, la guerrera se curó la fea herida y, cuando terminó, Bruno dijo montándose a lomos del caballo con Penelope:
—Vayamos hacia la cueva. El hedor de estos pestilentes bichos atraerá rápidamente a otros de su raza. La humedad de la cueva desvanecerá nuestro rastro.
Por extraño que pudiera parecer, Lidia no dijo nada y obedeció sin más. Al ver que su prisionero no había intentado escapar al estar libre de sus ataduras, montó a su vez sin mediar palabra y, tras una rauda y rápida galopada, todos, incluidos el enano azul y la dragona, entraron en la cueva oscura.
Una vez en el interior, Bruno desmontó y miró a Lidia ignorando su entrecejo fruncido.
—Aquí hay dos caminos que desembocan en el mismo lugar.
—¿Adónde llevan esos caminos? —preguntó Gaúl.
—A un templo abandonado situado al oeste del bosque de las Serpientes. Cerca de dicho templo pasa una senda y…
—Sabemos a qué senda te refieres —lo interrumpió Lidia mientras Penelope le ajustaba con delicadeza el apósito de la herida del brazo.
Bruno la miró con intensidad, y de inmediato ella notó que la sangre le hervía en las venas. Entonces él reparó en que la sangre le chorreaba de nuevo por el brazo.
—Vuelves a sangrar —dijo acercándose.
Ella se miró y suspiró:
—No es nada.
—Lidia, es mejor que te cambies la cura —murmuró la dragona al ver la sangre.
—No hace falta, Dracela. No seas pesada —protestó ella.
Pero Bruno, que no estaba dispuesto a que la sangre continuara manando de su brazo, se acercó más a ella y con voz íntima susurró:
—Me preocupas cuando te pones tan testaruda.
Esas simples palabras, su cercanía y la intensidad con que la miraba consiguieron que el estómago de la dura guerrera se deshiciera y, antes de que pudiera decir nada, él la agarró de la mano.
—Siéntate —le ordenó.
Gaúl y Dracela se miraron sorprendidos y sonrieron. Ningún hombre había conseguido pasar de la nada al todo con Lidia como lo estaba haciendo ése.
Consciente de cómo aquel hombre podía con su voluntad guerrera, ella se dispuso a protestar, pero él insistió con mimo.
—Lo sé. Tú sola sabes cuidarte muy bien y no me necesitas. Pero no sólo a mí me preocupa que estés herida, ¿no es así? —Todos asintieron, y Bruno prosiguió feliz de sentirse respaldado—: Venga, sé buena y permite que Penelope te cure en condiciones.
—¿Quién te crees que eres para mandarme? —protestó ella.
El hombre de ojos claros sonrió.
—Sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con él —terció la dragona.
—Gracias, Dracela —murmuró Bruno de buen humor—. Además de lista, eres preciosa.
La criatura alada pestañeó ante la cara de asombro de Lidia.
—Para ser de tu especie, ¡eres muy galante! —repuso.
Lidia arrugó el entrecejo y puso los ojos en blanco al distinguir la mirada divertida de Gaúl ante su tonteo. No soportaba que nadie la tratara como a una niña y, cuando fue a protestar, aquel presuntuoso al que apenas conocía y que para ella era tan sólo mercancía que entregar dijo poniéndole un dedo sobre los labios:
—Vamos, fierecilla… Danos el gusto.
—No me llames así —siseó ella.
Bruno sonrió.
—Deja de protestar, cúrate y, cuando dejes de sangrar, proseguiremos nuestro camino.
Por mucho que la jorobara sabía que debía de hacerlo. El olor de la sangre atraería no sólo a los troles, sino también a cientos de bestias y, resoplando, se puso manos a la obra.
Una vez Penelope acabó de curarla, Lidia se puso en pie.
—Una vez salgamos del templo Abandonado —indicó Bruno—, tendremos ante nosotros una gran llanura hasta llegar al valle Oscuro. Ahora únicamente queda elegir qué camino queréis tomar, si el de la cueva de la Pena o el de la cueva de la Duda.
—Oh…, complicada decisión —replicó Dracela.
Desconcertada como nunca en su vida, y no sólo por estar en aquella tesitura, Lidia miró a Gaúl, que, encogiéndose de hombros, le dio a entender que le daba igual. Ninguno de los dos había recorrido nunca aquellas cuevas.
Penelope y Bruno los observaron mientras esperaban su contestación. Finalmente fue Lidia quien habló.
—Tú, que has cruzado ambas cuevas, ¿cuál nos aconsejas? —Él sonrió y, al hacerlo de aquella manera que le quitó hasta el hipo, ella se puso nerviosa y añadió en un siseo—: Espera…, espera…, espera. ¿Por qué debemos confiar en ti?
—Porque en este instante soy vuestra única opción —respondió él.
—¿Opción? ¿Tú eres nuestra opción? —exclamó Lidia.
—Sí, fierecilla. Así es, aunque te retuerza un poco las tripas reconocerlo.
Su seguridad…
Su arrogancia…
Su contención…
Todo ello enojó aún más a Lidia y, llevándose las manos a la cabeza, gritó:
—¿Qué hago dejando mi vida y la de mi gente en manos de mi mercancía?
—Mira, me habían llamado de todo excepto ¡mercancía! —Se mofó Bruno apoyándose en la pared.
Furiosa por el autocontrol de aquel hombre, la guerrera se acercó a él a grandes zancadas.
—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —le espetó.
Él la miró y, tras pasear con lujuria su mirada por aquel cuerpo que tanto llamaba su atención, afirmó en tono bajo para que sólo ella lo oyera: