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—A cada segundo que pasa, me pareces más bonita e interesante.

Lidia no daba crédito a sus oídos.

—¡Tú eres tonto! —Le soltó.

Bruno sonrió y, acercándose un poco a ella para hacerle ver que no lo intimidaba, respondió:

—Si sigues comportándote de este modo, al final voy a tener que besarte.

—Atrévete y te arrancaré la lengua de un mordisco —le escupió ella boquiabierta por su descaro.

—Hummm…, no me tientes o yo te arrancaré a ti otra cosa.

Incrédula. Ésa era la palabra, ¡incrédula!

Aquel tipo era osado, atrevido, imprudente y desvergonzado. Y, cuando iba a largarle cuatro frescas para ponerlo en su lugar, él se apartó de ella y caminó en dirección a Penelope.

—¿Estás segura de que tu esposo está en el valle Oscuro? —Al ver que aquélla no contestaba, insistió—: Te lo pregunto porque ya pocos prisioneros quedan allí.

—Las últimas informaciones que oí fueron ésas —susurró Penelope retorciéndose las manos—, pero yo…

Al ver la desesperación en el rostro de la joven, Bruno la consoló. Odiaba ver sufrir a una mujer. Y, tras pasarle la mano con delicadeza y cariño por la mejilla, dijo, consiguiendo así que algo en el pecho de Lidia se desbocara y sintiera un extraño calor en sus entrañas:

—No te preocupes, seguro que lo encontraremos. Te lo prometo, Penelope, y yo siempre cumplo mis promesas.

El enano azul, que hasta el momento había permanecido en silencio, intervino al oírlos hablar:

—¿Qué y a quiénes buscáis?

Penelope volvió a relatar entonces lo ocurrido con su esposo.

—Mis padres estaban retenidos allí —declaró el enano para sorpresa de todos—, quizá esté con ellos.

—¡Oh, Dios mío! —Sollozó la joven.

Al ver que temblaba, Lidia se acercó a ella mientras el enano decía:

—Lo último que sé es que todos los que estaban en valle Oscuro fueron trasladados al castillo Merino. Allí me dirigía yo.

—Y ¿tú por qué estás aquí solo? —Quiso saber Gaúl.

El hombrecillo murmuró entonces con pesar:

—Unos ogros me asustaron, salí huyendo en dirección opuesta a mis padres y eso fue lo que me salvó de caer en manos de los guerreros de Dimas Deceus.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Dracela.

—Risco Mancuerda.

Conmovida por saber que la familia del enano azul había corrido la misma suerte que su marido, Penelope se emocionó y Bruno la abrazó.

Rápidamente, Gaúl dio un paso adelante y miró a Lidia.

—Jefa, tú dirás.

Con la boca seca por lo que aquel hombre llamado Bruno le hacía sentir, ella carraspeó y, acercándose a su detenido con una cuerda para atarle las manos de nuevo, le indicó:

—Guíanos por la cueva de la Pena.

Sin embargo, él dio un paso hacia atrás para separarse de ella y de Penelope y afirmó alto y claro:

—No iré atado.

Lidia lo miró desafiante.

—Irás atado y punto.

Mirándola directamente a los ojos, Bruno se agachó entonces para estar a su altura y murmuró en voz muy baja:

—Sólo me dejaré atar por ti el día que te tenga desnuda en mi cama. Nada más.

—¡Uyyy! —Se mofó Dracela.

El bofetón que Lidia le soltó retumbó por toda la cueva.

—Vuelve a decir algo parecido y te aseguro que no te ato, sino que te mato —juró y, furiosa, se alejó de él para hablar con Gaúl.

La dragona, viendo que Bruno sonreía, murmuró divertida:

—No seas tan truhan y descarado con la jefa, y recuerda: tengo un oído muy fino.

Bruno sonrió y, al ver que Lidia y Gaúl lo observaban, declaró:

—Si me atáis las manos, no os guiaré. La cueva de la Pena es peligrosa y, una vez entremos en ella, una extraña angustia os atenazará el corazón. Sólo alguien que haya pasado antes por ella está inmunizado y podrá arrancaros de la tristeza a la que os sumirá o moriréis en el interior.

—Y justó has de ser tú, ¿verdad? —Se mofó Lidia.

—Por supuesto, fierecilla —respondió él, con lo que se ganó una de sus miradas aniquiladoras. Luego prosiguió con rotundidad—: Además, si apareciese algún atacante, no quiero estar en desventaja. Debéis entenderlo.

Gaúl y Lidia cruzaron una mirada. Al cabo, ella resopló.

—De acuerdo —dijo de mala gana—, pero ándate con ojo. Si descubro que nos engañas o haces algo incorrecto, juro que te mataré.

—¿En serio? ¿De verdad estarías dispuesta a cobrar tan sólo la mitad de la recompensa por tu mercancía? —bromeó él al recordar lo que ella había dicho días antes—. Mira que si muero pierdo valor, fierecilla.

Tras dar un puntapié en el suelo y agarrar la daga de su cintura con fuerza, Lidia resopló y caminó en dirección a Dracela. Necesitaba alejarse de aquel idiota engreído o le arrancaría la lengua. Cuando pasó junto a la dragona, ésta murmuró con una tonta sonrisa:

—Vaya, vaya, jefa… Por fin alguien que no te teme.

Al oír eso, la guerrera se paró en seco y, clavando su furiosa mirada en su fiel dragona, siseó:

—¿Qué tal si cierras esa bocaza?

Dracela asintió y no dijo más. Bastante tenía con reír para sus adentros.

Un rato después se sumergieron en la cueva de la Pena y, nada más poner un pie en su interior, todos sintieron una profunda tristeza. Miles de recuerdos, de sentimientos y sensaciones colapsaron sus corazones y, a pesar de que nadie dijo nada, el abatimiento los asaltó.

Gaúl recordó a su preciosa y delicada novia Cora, y lo mucho que la había querido. Lidia pensó en sus maravillosos padres y en su increíble hermana y se emocionó. Penelope evocó a su cariñoso marido Fenton. Dracela a su madre, y el enano a su familia.

Todos, a excepción de Bruno, recordaron a sus seres perdidos, y la angustia en ciertos momentos se tornó tan abrumadora que, si no hubiera sido porque él, conocedor de lo que aquella cueva provocaba, los sacó de sus recuerdos, habrían terminado muertos de melancolía en cualquier rincón.

Conmovido, Bruno se fijó en Lidia. En su padecimiento al recordar a sus padres y a su hermana y en su sonrisa cuando ella creía que hablaba con ellos. El grito desgarrador por algo ocurrido en su pasado, que regresaba para atormentarla, hizo que la estrechara contra sí y ella lo abrazó angustiada en busca de cobijo.

Durante unos instantes, sin percatarse de que estaba en sus brazos, la guerrera se apretó contra él. Bruno pudo oler su piel, su pelo, rozar con un dedo su suave mejilla, y ella se tranquilizó cuando éste la besó en la cabeza y la acunó con mimo.

Cuando por fin alcanzaron la salida de la cueva, Bruno se ocupó de sentarlos a todos en el suelo y aguardó a que sus recuerdos tristes se desvanecieran. Se tranquilizó cuando sus rostros comenzaron a normalizarse y las lágrimas desaparecieron.

—¿Dónde estamos? —preguntó Lidia cuando tomó conciencia de que habían conseguido atravesar la cueva.

Al ver que su mirada desafiante regresaba a ella, Bruno sonrió.

—En una bodega subterránea del templo Abandonado.

Dracela, que, durante su paso por la cueva de la Pena, había perdido su color, abrió sus alas y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

Sin querer contar todo lo que había oído, Bruno preguntó a su vez:

—¿Estáis todos bien?

Los demás asintieron. Entonces, Gaúl lo agarró por el hombro.

—Gracias —declaró.

Bruno sonrió y, sin mirar a Lidia, que estaba a su lado, murmuró:

—No hay que darlas.

Después de tomar resuello salieron de aquel lugar y, una vez vieron que nadie transitaba por aquella senda, montaron de nuevo en sus caballos y, ocultos por la oscuridad de la noche, cabalgaron a través de una enorme llanura mientras Dracela volaba sobre ellos.