Sin descanso, prosiguieron su camino hasta que vieron unas pequeñas luces añiles resplandecer a lo lejos. Pronto oyeron el sonido del viento entre las copas de los árboles y supieron que estaban cerca del valle Oscuro. Se les puso la carne de gallina. Pero nadie paró.
Continuaron su camino y antes de que amaneciera llegaron a las inmediaciones del castillo Merino.
Semiocultos, comprobaron que un ogro y dos humanos de aspecto fiero y vestidos de cuero oscuro vigilaban la puerta y los alrededores. Visto aquello, se retiraron a un lugar más seguro.
—He contado tres vigilantes en el exterior y varios en las almenas —dijo Dracela.
—¿Cómo podremos pasar? —preguntó Bruno mientras Lidia comenzaba a dibujar con un palo en el suelo.
—Sólo hay una manera —respondió ella. Y, dirigiéndose a Penelope, añadió—: Tú y yo iremos hasta la puerta contoneando las caderas para que se les haga la boca agua.
—Oh, no… —susurró asustada la joven.
Lidia, que no se percató del gesto de sorpresa de Bruno, insistió:
—Es la única solución, Penelope. En cuanto esos idiotas vean a dos mujeres solas, bajarán la guardia. ¡No falla! Los hombres son así de simples.
Bruno iba a decir algo en defensa de la raza masculina, pero Gaúl se le adelantó.
—Necesitamos más monturas para poder huir. —Y, señalando las cuadras, indicó—: Dadnos unos minutos antes de ir hacia ellos. Bruno y yo nos haremos con varios caballos. Los llevaremos junto a los nuestros para que la huida sea más ligera.
—¡Buena idea! —asintió Lidia, quien había cogido una amplia falda de la bolsa de su caballo y se la ponía dejándose bajo ella su espada—. Cuando estéis donde los caballos, hazme una señal y nosotras entraremos en acción.
—De acuerdo —convino su amigo.
—Cuando desaparezcamos tras aquel muro —prosiguió ella—, avanzad y matad al ogro que custodia el portón. Para ese momento creo que Penelope y yo ya habremos acabado con los dos hombres y habremos regresado. —Lidia se volvió entonces para mirar a su dragona y continúo—: Dracela, quiero que vueles y con tu aliento de fuego carbonices a los que están en las almenas para que nosotros entremos en el patio de armas. Risco, tú ayúdalos a entrar en las mazmorras. Una vez allí, liberaremos a los detenidos y saldremos por el mismo lugar por donde hemos entrado. Cogeremos los caballos y cabalgaremos en dirección a Villa Silencio.
—Estoy impresionado por tu rapidez para urdir un plan —se mofó Bruno al oírla.
Sin muchas ganas de sonreír, Lidia lo miró.
—¿Se te ocurre algo mejor, listillo? Porque, si es así, adelante, todos deseamos escuchar tu maravillosa idea.
Bruno agarró entonces a Lidia del brazo y, con una media sonrisa, inquirió:
—¿Para todo eres igual de loca y arriesgada?
—Sí —contestó ella con descaro.
—Mmmm…, me gusta.
Y tras tirar de ella, la besó en los labios para sorpresa de todos.
Por primera vez en la vida, Lidia se sentía vencida. Notar los carnosos y tibios labios del hombre se le antojó delicioso y delirante al mismo tiempo y, sin poder rechazarlos, los tomó y los disfrutó durante unos segundos, hasta que él la apartó y sonrió al ver su gesto desconcertado.
—Ten cuidado, fierecilla —le advirtió.
Sin darle tiempo a decir o hacer nada, Bruno se levantó junto con un sonriente Gaúl y ambos se alejaron hacia las caballerizas en busca de las monturas. Las mujeres se quedaron a solas.
—¿Estás bien? —preguntó Penelope al verla todavía boquiabierta.
Confundida por lo que aquel beso le había hecho sentir, Lidia asintió.
—Sí…, sí…, es sólo que…
—Es sólo que el de tu especie te agrada, ¿verdad? —Se mofó Dracela.
Con una extraña sonrisa, Penelope miró a la desconcertada cazarrecompensas y declaró:
—Debo decirte que hacéis una bonita pareja, Bruno y tú. Deberías darle una oportunidad. Se lo ve interesado por ti.
En ese instante, Lidia reaccionó. ¿«Oportunidad»? ¿«Interesado»?
Y, tomando las riendas de su cuerpo, miró atrás y, al encontrarse con la mirada de aquel que la había besado, sonrió y dijo:
—Si ese guaperas se cree que no voy a cobrar la recompensa por él, ¡va listo!
—Pero, Lidia, él…
—No, Dracela —cortó la guerrera—. No digas nada más.
Penelope le sonrió a la dragona y, cuando fue a añadir algo, Lidia le ordenó callar. Debían estar atentas a la señal de los dos hombres. Instantes después, mediante un sonido animal Gaúl le indicó que los caballos ya estaban en su poder y que el plan debía comenzar.
—¿Estás preparada, Penelope?
—Nooo…
Lidia la miró y, consciente de que la necesitaba para que el plan funcionara, preguntó:
—¿Quieres o no quieres rescatar a tu marido?
—Sí, pero…
—No hay peros que valgan. Si quieres recuperar a tu marido, colócate a mi lado e intenta seducir a esos idiotas como lo voy a hacer yo.
Penelope suspiró. No quedaba más remedio y, tras ponerse en pie, comenzó a caminar siguiendo a Lidia.
Tal y como había pronosticado minutos antes la guerrera, los dos hombres que custodiaban la fortaleza junto al ogro, al ver aparecer a dos mujeres bellas y solas se olvidaron de sus obligaciones.
—Alto ahí. ¿Quiénes sois? —preguntó el más alto al verlas mientras recorría su cuerpo con mirada lasciva.
Aunque se sentía como paralizada, Penelope intentaba guardar las apariencias. No estaba en absoluto acostumbrada a que la mirasen de ese modo. Lidia, en cambio, dio un paso al frente y, pasándose provocadoramente la mano primero por la curvatura del cuello y luego por sus pechos, murmuró con voz sensuaclass="underline"
—Nuestros nombres son Melva y Aeilin, y…
—Bonitos nombres, los vuestros —asintió el guerrero más bajito mientras observaba con actitud pecaminosa el fino talle de Penelope y su dulce boca.
Al ver la cara de susto de su compañera, Lidia le pidió calma con la mirada y, contoneándose como había visto hacer a las mujeres que ofrecían sus favores en las mancebías a cambio de unas monedas, dijo con descaro:
—Mi hermana y yo vamos solas de camino hacia Bonow, y queríamos saber si podríais proporcionarnos comida y descanso.
Los guerreros se miraron con picardía. Dos mujeres bellas y solas en medio de aquel lugar sólo podía significar una cosa para ellos: diversión. Tras ordenar al ogro que se quedara en la puerta vigilando, los tipos dejaron sus lanzas apoyadas en el muro de la fortaleza. A continuación, el más alto se acercó a las muchachas en actitud fanfarrona y murmuró echando su aliento pestilente a la escultural morena de pelo corto:
—En la cabaña en la que nos alojamos tenemos comida para vosotras.
—Oh, ¡qué amables! Y ¿dónde está esa cabaña? —preguntó Lidia con una sensual sonrisa mientras pensaba «Habéis picado, idiotas».
El guerrero rio mirando a su compañero.
—Tras la fortaleza —indicó—. Si nos acompañáis, os proporcionaremos comida y descanso…, si os apetece.
—¡Qué maravillosa idea! —murmuró Lidia pasándole cariñosamente el dedo por la barbilla al hombre, que rápidamente la tomó de la cintura.
Penelope, que hasta el momento había permanecido en silencio, quiso correr en dirección opuesta al ver aquello. Ir con esos dos a su cabaña era una locura. Pero al ver que Lidia comenzaba a caminar hacia el lateral de la fortaleza, decidió seguirla. No la abandonaría.
Cuando doblaron la esquina, la luz de las antorchas desapareció y a Penelope se le puso la carne de gallina al notar la callosa mano del guerrero deslizarse por su cintura. No obstante, respiró hondo y siguió andando tras su compañera y el otro hombre, que reían a carcajadas.
—Eres muy bonita, ¿lo sabías? —Carraspeó el guerrero cerca de su cuello.
Cuando la joven señora Barmey se disponía a contestar, una rápida mirada de Lidia le indicó que estuviera atenta. Penelope se llevó entonces la mano al cinto y tocó su daga. Con delicadeza, la desenfundó y, cuando vio a Lidia empujar al guerrero con ganas contra la pared de la fortaleza, ella hizo lo mismo.