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Excitado con ese simple gesto, Bruno jadeó. Ni en sus mejores sueños habría imaginado que ella hiciera eso, y menos que, con una agilidad increíble, se moviera hasta quedar sentada a horcajadas sobre él.

Con delicadeza, la joven acarició entonces el rostro de él con la punta de la nariz, mientras sus manos volaban a su cuello y a su pelo. Cerró los ojos para disfrutar de aquella intimidad tan maravillosa, mientras las manos de Bruno se posaban en su cintura y, lentamente, subían por su espalda.

Cuando los abrió de nuevo a escasos milímetros de su rostro, Lidia sonrió y, tras darle un morboso mordisquito en el labio inferior, volvió a acercar sus labios a los de él, pero en esta ocasión abiertos y dispuestos.

Sus respiraciones aún agitadas se acompasaron. Ambos se deseaban. Ambos se tentaban y, cuando Bruno no pudo más, dio el paso y la besó. Introdujo su húmeda lengua en la boca de ella y, dispuesto a disfrutarla, la asoló, mientras Lidia se apretaba contra él y abría la boca para recibirlo con pasión.

Un beso…, dos besos…, tres…

Cada beso era más acalorado que el anterior. Más ardiente. Más pasional. Y, cuando la joven sintió la dura excitación de Bruno apretándose contra ella, jadeó y volvió de golpe a la realidad.

—Soy una guerrera, no una damisela en apuros —dijo poniéndose bruscamente en pie—. No vuelvas a besarme o te aseguro que lo lamentarás.

Y, dicho esto, dio media vuelta y se alejó, dejando a Bruno confundido y excitado, aunque gratamente sorprendido con lo ocurrido.

Horas después, cuando todos hubieron descansado, continuaron hasta llegar a Villa Silencio, una ciudad dedicada especialmente a la agricultura, el cultivo de cereal y árboles frutales donde la gente más variopinta intentaba vivir en paz.

Allí se encontraron con varios de los hombres liberados el día anterior, y éstos los informaron de que habían oído a los guerreros de Dimas Deceus hablar sobre los presos que tenían en un lugar llamado El Picual.

Al oír eso y ver el desconcierto y la tristeza de nuevo instalados en los ojos de Penelope, Bruno maldijo en silencio y, acercándose a ella, dijo con voz grave:

—Te prometí que lo encontraría y lo encontraré.

Lidia lo oyó y, emocionada, sintió un extraño aleteo en el corazón. Después de todo, quizá Bruno no fuera tan mala persona como había imaginado…

Cuando el nutrido grupo se dispersó y sólo quedaron Gaúl, Lidia, Penelope, Risco y Bruno, la dragona Dracela se alejó volando para no asustar a los transeúntes y el resto decidieron ir a la posada más cercana a comer. Estaban exhaustos.

Al entrar, Lidia chocó con un tipo malhumorado de avanzada edad. Rápidamente Penelope la informó de que aquél era Thyran Deceus, el hermano del asesino que buscaban y que había matado a su familia.

Lidia se puso tensa de inmediato al oír ese nombre, y Bruno, al ver cómo lo miraba, la agarró de la mano con fuerza.

—Tranquila, fierecilla. Tranquila —murmuró.

A continuación hizo que se sentara a la mesa y le pidió tranquilidad con la mirada. Si le hacía algo a aquel individuo en la posada, los guerreros de Deceus que allí hubiera se les echarían encima.

Mientras comían cerdo asado y bebían cerveza entró en la posada un hombre joven. Bruno sonrió al verlo: era su amigo Semual Pich. Tras saludarse con afecto y saber que estaba allí porque había ido a comprar varios caballos, lo invitó a sentarse con ellos.

Durante un buen rato, todo el grupo mantuvo una interesante conversación con el recién llegado y, aprovechando un instante en que Gaúl distrajo a Bruno, Lidia le preguntó a Semual por la situación de Bruno, y éste se lo contó. Cuando supo la verdad de por qué buscaban a Bruno, la joven guerrera lo entendió todo y suspiró.

Por desgracia, el infesto mercader que los había contratado había raptado y matado a la joven hermana de Bruno, Aldena, simplemente por diversión. Saber aquello, que él nunca había contado y que ocultaba tras su perpetua sonrisa, la emocionó. Sin duda Bruno era mucho más fuerte de lo que había imaginado, y en cuanto pudiera ella misma lo ayudaría a matar a aquel maldito mercader.

Poco después, Semual se marchó y Lidia observó que Thyran Deceus se levantaba y salía de la posada. Sin dudarlo, salió tras él.

Bruno se levantó a su vez y, segundos después, todos estaban fuera del local.

Con cautela siguieron a Thyran hasta su casa y, al ver que aquél tenía una tienda de venta de plantas medicinales, encontraron la excusa perfecta para abordarlo.

Al entrar en la tienda, Thyran los miró. Pensó que sin duda eran forasteros y los atendió con amabilidad. Mientras Bruno hablaba animadamente con Thyran sobre bálsamos para el reumatismo, Lidia observaba al viejo de piel curtida y elegantes faldones de seda verde. Su voz era amable, pero sus ojos de cobarde lo delataban. Y cuando la poca paciencia que poseía la joven se quebró, saltó sobre el mostrador y, poniéndole la daga en el cuello, le espetó:

—Busco a tu hermano Dimas. ¿Dónde está?

Sorprendido, el cobarde de Thyran confesó que su hermano, aquel sucio y rastrero asesino, se encontraba en el castillo de Emergar, guarecido por su gran ejército.

Cuando hubieron terminado con el interrogatorio, Penelope, que hasta el momento se había mantenido en un discreto segundo plano, con una sangre fría que dejó a todos atónitos, se acercó al viejo Thyran y, tras sacarse la daga que llevaba al cinto, se la clavó en medio de la mano.

—Mi marido es Fenton Barmey —siseó—. Por tu bien, más vale que cuando llegue donde has dicho lo encuentre con vida; de lo contrario, regresaré y yo misma te mataré con esta daga.

El hombre balbuceó tembloroso. Apenas se le entendía, y finalmente, para que callara, Bruno le dio un puñetazo y este cayó desmayado.

Tras atar al viejo a una silla y ver que la herida provocada por la daga de Penelope era más superficial que otra cosa, los cinco salieron con el mismo sigilo con el que habían entrado y se encaminaron hacia otra tienda, donde compraron los víveres necesarios para su próximo viaje.

De madrugada, tras partir de Villa Silencio montados en sus caballos, con Dracela volando sobre sus cabezas, llegaron al monte Coulis. Una vez allí, desmontaron y Bruno miró a Lidia.

—¿Debo pensar que confías en mí y que das por perdida la recompensa que ofrece el mercader de Londan? —preguntó.

Ella lo miró entonces de hito en hito y, sin mediar palabra, lo besó delante de todos.

Gaúl y Penelope sonrieron al tiempo que Dracela murmuraba divertida:

—Vuestra especie es muy… rara.

Aturdido por aquel beso inesperado, Bruno ni siquiera se movió y, cuando Lidia terminó, se alejó de él en silencio y una tímida sonrisa en los labios.

—Vaya… —murmuró él observándola.

Lo que Bruno no sabía era que la noche anterior su amigo Semual le había contado la verdad sobre su historia. Él no era un ladrón, sino un guerrero que, como ella, sólo intentaba vengar la muerte injustificada de su hermana Aldena. El mercader de Londan les había mentido para que lo encontraran y, tras hablarlo con Gaúl a solas, habían decidido rechazar ese encargo. Bruno merecía ser libre y vivir para vengar a su hermana.

El guerrero vio entonces cómo Lidia, tras dejar una de sus alforjas en el suelo, se volvía y caminaba de nuevo hacia él.

—Ya no eres nuestro prisionero —declaró la joven dejándolo pasmado—, y quiero que sepas que tu lucha es nuestra lucha. Si quieres, puedes cabalgar con nosotros hacia El Picual en busca del marido de Penelope y después a por Dimas Deceus. Pero también entenderé que prefieras regresar a Londan para vengar la muerte de tu hermana Aldena.