Chove en Santiago, meu doce amor…
De Seis poemas galegos,
de FEDERICO GARCÍA LORCA
Mireia tiene un tic. De repente, con el aspa de la mano, aparta el aire de los ojos.
En el pasillo del aeropuerto, los pasajeros que se cruzan podrían pensar que la chica de chaleco y bolsa de fotógrafo al hombro, con cierto peso, por la escora del cuerpo, sólo intenta despejar la mata de pelo rebelde que le estorba la vista. Pero el gesto es demasiado brusco, como si la mano no fuese aspa sino garra que araña con rabia el aire. Para apartar el cabello, bastaría un soplo acompañado de un leve meneo que, por otra parte, es lo que Mireia hacía con naturalidad antes de que el mundo se poblase de moscas y de ese olor espeso que se pega a la piel como grasa de una maquinaria barata. El olor de la muerte pobre.
Mireia tuvo conciencia de ese tic por vez primera ante un espejo en un hotel de Kigali. Anotaba impresiones en su diario. Sintió que su energía para escribir se iba extinguiendo como el grosor de la tinta hacia el final de la carga, cuando el plumín, al secarse, envidia la dureza de un cincel. Cada palabra requería el esfuerzo de un petroglifo. Escribió: Los niños ni siquiera tienen fuerza para pestañear. Y añadió: Ya no imploran, ni expresan nada, ni siquiera el pánico, pues las moscas les secaron las lágrimas y el brillo de los ojos. Entre cada cincelada, sobreponiéndose a su propia pesadez, la mano oscila ante la cara como una palma de mimbre trenzado.
Fue entonces cuando alzó la mirada hacia el espejo y vio el áura poblada de moscas.
Pero en aquella habitación de hotel, con las contras cerradas para que no entrase el mundo, no había moscas.
¿Por qué haces eso?, le preguntaría mucho después Bastían.
Bastían era ciego, pero sentía como vendaval próximo las aspas de un alma gemela y agitada.
Para espantar las moscas, dijo ella. Y era la primera vez que reconocía en voz alta la naturaleza de su tic.
Mireia, y estamos aún en el aeropuerto, se dejaba llevar por la cinta mecánica, somnolienta pero tensa como un topo que olfatease la repentina luz. Durante el largo viaje de vuelta, su cuerpo, rendido, se quejaba por estar atado con una amarra obstinada a aquella cabeza en vigilia que cuando cerraba los ojos, sólo conseguía ocultar en parte la cicatriz de la tierra rojiza con un gris de humo. El sueño soñaba una paz imposible de terciopelo negro. Ahora, en el travelling de la cinta mecánica, Mireia notó que una adición de gris plata despejaba el gris ahumado. Y a continuación, como un revelado de Polaroid, el tropel alegre y bullicioso de los colores publicitarios se apropió de su mirada. Hasta que el rostro se le cubrió otra vez de moscas y tuvo que espantarlas con el tic de su mano.
Hablando de colores, en el baño de la casa de Mireia había un frasco de sales que le dan al agua un tinte azul báltico. La bañera, desde dentro, es ahora como un mar azulísimo en calma. Ella está sumergida. Juega, como cuando era niña, a resistir.
Para llenar la casa de compañía puso una música querida, la que le esperaba con los brazos abiertos, con Nick Cave cantando Into my arms, oh Lord, pero, bajo el agua, es una voz de silabeo metálico la que la perturba.
Tenemos el archivo lleno de niños hambrientos con moscas en la cara. Ésta, ésta por lo menos es diferente. Un brazo que pide auxilio entre un montón de muertos. Ésta sí que es buena. La de dios. De puta madre. Como una bandera de carne.
La imagen se frota, azulada, con una contrapágina de Rolex de oro.
Mireia recuerda el día de aquella foto. Quería ir en ayuda de aquel brazo de mujer. De la bandera de aquel cuerpo agonizante. El oficial de los cascos azules la frenó. No estás aquí para eso. Recuerda también la frase del veterano: No se puede enfocar con los ojos llenos de lágrimas.
Y ella apretó los dientes para que no le temblase el pulso. Disparó.
Sí, es verdad, esta foto tiene alma, dijo como elogio su mejor amigo de la redacción.
Soy yo, brazo, cazadora furtiva de almas. Emerge sofocada. Dice: Mierda.
Duerme acurrucada sobre la colcha, sin deshacer la cama. Tiene puesto el chaleco por encima del pijama y cobija la cámara, la protege con la guarnición de sus brazos.
Suena el teléfono. Una voz en el contestador, con entonación segura, acostumbrada a colarse por las rendijas de las paredes.
Hola, soy Inma. Estilista de Vanguard. Me dijeron que hoy regresabas de África. Tengo una propuesta que hacerte. Algo especial, que te va a sorprender. La moda fotografiada por una reportera de guerra. Una mirada dura contra el glamour. Insulta al contestador, pero no me digas que no. Besos. Inma.
Mireia se agita en la cama. Dice: Mierda. Búscate otra basura para tus fotos de moda.
No te arrepentirás, dice ahora la voz de Inma. Están en O Cebreiro. Mireia ha aceptado el trabajo. Dos días encogida en su cama, aferrada a aquel brazo. Por fin, la voz que piensa por ella le dijo: Suelta ese brazo. Déjalo caer en paz. Vete a hacer un poco el tonto.
En el Cebreiro hay una iglesia austera, desadornada, con el formato elemental de una oración en la alta montaña. Dentro se conserva un cáliz, del que la leyenda local dice que es el santo Grial.
Es verdad, bisbisea Kiss, se parece al de la película de Indiana Jones.
Inma ignora el comentario.
El concepto… ¡Odio esa palabra! Pero el concepto, dice Inma, es que vivimos una nueva Edad Media. El estilo internacional sería el del peregrino. Una nueva espiritualidad que no renuncia a la belleza corporal. Los ejecutivos se vuelven locos con el peregrino pelma de Paulo Coelho. Mística materia… ¿Es mi móvil? ¡Ya empezamos! ¡Maldito cacharro!
Sí, sí, soy yo. Sí, sí, y sé que eres tú. Claro que estamos trabajando. Sí, todo bien. Espera, no se oye. Estoy en una iglesia. ¿Que quieres hablar? ¡Pero si ya estamos hablando!
Kiss, la modelo, es de una delgadez negligente. A veces, Inma la sujeta por el brazo como si temiese que se la lleve una ráfaga de viento. Con el pelo garçon, cultiva un aire adolescente aunque ya no lo es. Su forma de hablar parece carecer de raíz, como indiferente al significado de las palabras que dice. Pero cuando posa seria ante la cámara, sus facciones se endurecen como las de un soldado y su mirada transmite un pesar acuoso, quizá antiguo.
Mireia la está fotografiando en el escenario de las pallozas, las casas campesinas de la vieja Europa prerromana, que aún se conservan en esta aldea, para los peregrinos señal de que entraban en tierra gallega y se acercaban a la meta de Santiago. Entre la niebla, que avanza a ras del suelo como aliento de nieve, surge una figura con guadaña. Mireia parpadea conmocionada. La cámara de su mente dispara instantáneas de dolor, la memoria de la guerra. La figura se acerca. Es una campesina que sonríe. Mireia le pide que se deje retratar con Kiss. Dice: ¿Por qué no? Tiene las mejillas sonrosadas como una gracia.
Ahora, por favor, no sonría, solicita Mireia con una sonrisa profesional.
Para entretenerla, le hace alguna pregunta: ¿Y por aquí pasan muchos peregrinos extranjeros?
Pasan, pasan, dice la mujer. ¡Incluso vienen de Madrid!
Inma habla por teléfono. Si se viese a sí misma, probablemente se haría gracia, pues gesticula como quien interpreta un monólogo en lo alto de una montaña, peinada por el viento como una heroína romántica con teléfono inalámbrico.
¿Que tienes sentimientos encontrados? ¿Qué quieres decir con que tienes sentimientos encontrados? Todo el mundo tiene sentimientos encontrados. Todos los sentimientos son encontrados. Yo también tengo sentimientos encontrados. No, yo no he dicho que no esté segura. Eres tú quien ha dicho que… Lo siento, querido, te llamo más tarde, ¿vale? Es que tenemos que trabajar. Y va a llover. Sí, justo está empezando a llover. No, no necesito contar hasta diez. ¡Una, dos y tres! ¡Te quiero!