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Sentada en el tejado, Inma marca con insistencia en el móvil un número de teléfono.

¡Qué raro! No da señal. Con irónico fastidio: ¡Y eso que estamos en el cielo!

Ahora van en un coche. Mireia conduce. Llueve, y a través del parabrisas el mundo es una acuarela gris que se desvanece y se reconstruye y se desvanece. De improviso, en aquel cuadro borroso entra un rostro que se vuelve ya congestionado por la intuición del dolor. Milésimas de segundo pintadas por un Francis Bacon. El golpe lanza el cuerpo contra el capó. Tras el rápido frenazo, resbala como un fardo hacia el suelo.

Sobre el pavimento húmedo yace Bastían. Desparramado, como destrozado blasón marino, su cargamento de vieiras.

Cuando camina por el pasillo del hospital, Mireia tiene la sensación de que regresa a la pesadilla. Teme que las puertas se abran y surjan las fotos de la matanza y el hambre, sobre todo las más terribles, las de aquellos niños que ya habían dejado de llorar, tan delgados que se les ve el día a través de las orejas y que viven en un deslugar, muertos todavía vivos, vivos ya muertos, transparentes a la luz como la película que los retrata. Por eso, la imagen de Bastían, vivo y despierto sobre la blanca cama hospitalaria, es un alivio, un conjuro.

Lo mira sin decir nada.

¿Hay alguien ahí?, pregunta él con cómico dolor, olisqueando el aire. Debería ser obligatorio llevar perfume. Así distinguiría a la gente que no habla. ¿No será usted la señorita Clair Matin?

Ya sabe quién soy, dice ella. Le he traído sus conchas. Y vengo a pedirle perdón.

¿Perdón? Pero si estoy muy contento. ¡Es la primera vez que me atropella un chica! Fíjese que la última vez fue un cura. ¡Qué desastre!, pero, ahora, ¡una mujer! ¡Una chica guapa!

No, no soy guapa, dice Mireia muy seria. Ni siquiera con aquellas bromas fue capaz de reírse.

Bueno, un ciego tiene sus derechos, ¿sabe?, y uno de ellos es ver lo que me da la gana.

Lo siento, de verdad, dice Mireia. Fue un despiste. Tenía como niebla en los ojos.

Deje que le cuente una cosa en agradecimiento por atropellarme de una manera… tan cariñosa. Es una historia que nadie conoce.

La gente piensa que la niebla viene de fuera. Que nace en el mar, o en los ríos, o que desciende del cielo como un cobertor. Pues de eso nada. La niebla de Santiago nace en el interior de la catedral. Hay una cofradía secreta, la de los Ti-raboleiros Neboentos, que por la noche, cuando cierran el templo, mecen el botafumeiro, el gigantesco inciensario. Y al amanecer, poco a poco, va saliendo la niebla como vaho vacuno. Sale por debajo de las puertas, por la boca o el culo de las gárgolas, por los ojos de las cerraduras, por las alcantarillas del Inferniño. Y envuelve la ciudad con la mejor seda de Galicia. Así es como nace la niebla.

Kiss se mira en el espejo. Tiene las ojeras de un insomnio interminable. Luego vomita la tristeza en el lavabo. Se viste y se pinta en memoria de la adolescente punkie que ya no es. Se lanza a la calle. Vaga por la Alameda y luego por el laberinto de piedra que es la ciudad vieja. Flaca y gorda, Compañera Sombra, alma esclava, qué más le da. Una música, que le suena a lamento y aullido, va tirando de ella.

Bajo el arco de la casa episcopal, el gaitero Manuel toca una música que huele a hoguera de algas sobre la nieve. El sombrero en el suelo, con unas monedas.

Kiss se sienta en la escalinata, abrazada a sus rodillas. La Compañera Sombra, su alma gemela, vuelve a su sitio.

Cuando acaba la música, Kiss dice en alto: ¡Tengo hambre!

¿Qué?

Que tengo hambre. ¿Me invitas a cenar?

Están en una taberna. Un plato de pulpo a la feria. Ella come y bebe como si fuese la primera vez después de muchos años.

Es horrible. ¿Cómo podéis comer esto?, dice ella, llevándoselo con repugnancia a la boca.

¿A que te gusta?, dice él.

Sí. ¡Qué extraño!

El pulpo es un animal futurista. Viene de otro planeta, ¿sabes?

Yo también, dice ella.

Ahora están sentados en la escalinata que une la Quintana dos Mortos y la Quintana dos Vivos.

¿Y de qué planeta vienes tú?, pregunta Manuel.

Creo que se llama Natal. Es de nieve y de candelas. Y desde la ventana se ve un reno.

¿Os coméis los renos?

Sí. En carne ahumada.

Van a ser las doce, dice él. En cierta ocasión, por la noche, tocó aquí una orquesta, una gran orquesta sinfónica. La gente se preguntaba qué pasaría cuando llegasen las doce y la campana de la Torre del Reloj comenzase a sonar.

¿Y qué pasó?

Unos segundos antes, el director dio una orden con la batuta y la orquesta calló la sinfonía de Beethoven. Y entonces se escucharon las doce campanadas de la Berenguela. Cuando acabaron, hubo una gran ovación.

Las campanas. Kiss apoya la cabeza en el hombro de Manuel y cierra los ojos.

De noche, en la soledad de su habitación, In-ma habla por teléfono.

Está bien, no tenemos que discutir. Somos civilizados. ¿Que por qué no quiero discutir? Que te den por el saco. Sí, puedes llevarte la música que quieras. No, no te trato como a un niño. Déjame a Cesária Évora, Paquita la del Barrio y Chávela Vargas. ¿Para qué? Para llorar por tí. No, no te estoy vacilando. ¿Tenemos que hablar? No. Ya no tenemos nada más que hablar. Estoy harta de hablar. Voy a dormir, dormir, dormir.

Llueve. Bajo una alfombra caminan Omar, Mireia y Bastían.

Bastían cojea.

Ciego y cojo, dice. ¡Milagros del apóstol! ¿No me negaréis que parezco un tipo interesante? ¡Lástima que ya no beba! ¡Ciego, cojo y borracho!

¿Bebías mucho?

¡Así me hice catedrático!

Luego, en voz baja, atrapada por un recuerdo: Bueno, tenía a Sil. Él me guiaba por la universidad de las tabernas.

¿Quién era Sil?, pregunta Mireia.

Un perro negro como un tizón, informa Ornar.

¡Sil era Sil!, exclama Bastían con sentida so- lemnidad. Cazaba mariposas de colores.

¿Cómo lo sabes?

Me las ponía en las manos.

En el silencio que se hizo, Mireia pudo ver al retriever dar un limpio salto en el aire y volver con un bocado de colores.

Cuando murió, dijo Bastían, no quise otro perro. Dejé de ir por las tabernas. ¡El Sil! Se fue, pero me dejó su olfato.

¿Para qué vamos a la catedral?, pregunta Omar.

Quiero que Mireia vea cómo sonríe la piedra. Porque la piedra está viva, Omar, la piedra está viva.

La piedra es piedra. Lo que pasa es que tú vendes muy bien historias. Deberías vender alfombras.

Es curiosa esta ciudad, continúa Bastían. Las ciudades nacen de ferias, de fortalezas, de pasos fronterizos, de asentamientos del poder y del comercio. Pero esta ciudad, esta ciudad nació de un cementerio. Floreció sobre la muerte. No me digáis que no es curioso. Se dice que Lutero dijo que todo era una leyenda y que en Santiago podía estar enterrado un perro.

Y Bastían añadió con sorna: ¡De ser, sería una vaca, digo yo!

Están en el Pórtico de la Gloria. Bastían explora con sus ojos ciegos, de grises y blancos nebulosos.

Ahí, señala, ahí está la sonrisa de la piedra. El gran enigma. Es Daniel, el profeta, la única estatua del románico con una sonrisa picara. Arriba, la orquesta de los ancianos del Apocalipsis. Por allí, a la derecha, hay un hombre que se está comiendo un cocodrilo. Y también el tentáculo de un pulpo. Abajo, la animalia del Infierno. En el centro, claro, el Creador. Y ahí, ahí está la sonrisa. ¿Sabes, Mireia, por qué sonríe? Sigúele la mirada. Fíjate enfrente. Hay una Salomé. Una hermosa mujer de pechos generosos que aún lo serían más, de no haberlos rebajado a cincel la censura. ¡Y ése es el gran enigma!